Construir y pensar en América Latina

Poner en vinculación las construcciones políticas, los procesos de liberación y los movimientos nacionales (que es lo que la Revista nos ha solicitado para este número), no es tarea sencilla ni concisa. La complejidad y riqueza de esas relaciones excede largamente las posibilidades del artículo periodístico, pero sin embargo constituye una cuestión de primer orden en la agenda política contemporánea. Y esto muy especialmente para las jóvenes nacionalidades latinoamericanas, africanas y asiáticas, que accedieron precisamente a la condición de tales a partir de construcciones políticas y procesos revolucionarios muy singulares, configurando lo que luego habría de denominarse el Tercer Mundo, a mediados del siglo anterior.

Por eso vale la pena intentarlo, ya que de una adecuada comprensión de esos registros históricos -cuyas huellas todavía están relativamente frescas- depende buena parte del éxito de los actuales procesos en curso. Es decir que se trata de problemas pendientes, cuya filiación debe buscarse en procesos más o menos recientes. En nuestro caso nos circunscribiremos ahora al área de América Latina.

La cuestión de nuestra identidad política y cultural

Lo primero ha de ser intentar una visión endógena de los procesos latinoamericanos, lo cual no es -lamentablemente- demasiado frecuente. Por el contrario lo usual es encontrarnos con comprensiones exógenas de los procesos latinoamericanos, algunas veces productos de una considerable distancia geográfica y cultural (tal caso de numerosos investigadores extranjeros, algunos de ellos académicamente muy conocidos y publicitados) y en otras como resultado de la importación acrítica de categorías (supuestamente “universales”) por parte de investigadores locales, quiénes las trasladan sin más a éstas realidades.

En ambos casos el resultado es el mismo: la incomprensión de fondo de los fenómenos en marcha, producto de anteojeras o preconceptos demasiado rígidos que buscan aplicarse a realidades que muchas veces le son extrañas. Así cuando -con categorías propias de las ciencias sociales y la politología europea o norteamericana- se sale a pensar procesos latinoamericanos los resultados no suelen ser demasiado exitosos.

Siempre “sobra” o “falta” algo y generalmente el investigador termina molesto y fastidiado con esa misma realidad que había tratado de comprender, dado que ésta poco se ajusta con lo que previamente se había imaginado de ella. El resultado suele ser el dedo índice en alto, o bien cierto tono doctoral (convenientemente “comprensivo” y didáctico, es claro) indicándonos cuánto nos “falta” para llegar al estándar “normal” y qué cosa deberíamos hacer para lograrlo en el menor tiempo posible.

Desde el célebre grito “¡argentinos a las cosas!” de don José Ortega y Gasset a comienzos del siglo XX, hasta las periódicas amonestaciones y consejos de Alain Tourenne en éste; pasando por la sesudas elucubraciones políticas de Mario Vargas Llosa y de nuestro inefable y nunca bien ponderado Juan José Sebreli, los ejemplos de esa incomprensión exógena de las realidades latinoamericanas se multiplican.

Por el contrario otra cosa ocurre cuando tratamos de mirar con nuestros propios ojos, o con los lentes convenientemente limpios de adherencias y prejuicios externos. Entonces lo que surge es lo que es , ni mejorado ni empeorado; lo que es, con toda la carga de frustración y esperanza que en América Latina la realidad siempre se encarga de recordarnos por sí misma. Lo que es, más no como momento precario “del devenir general del Espíritu Universal”, a la hegeliana; o como parte de una larga marcha en pos del “Progreso de la Humanidad”, a lo Comte. No, nada de todo eso tan solemne como hipócrita.

No, algo mucho más sencillo y mucho más rotundo: comprender lo que es, para así poder cambiarlo y contribuir entonces creativamente con un mundo en crisis, donde ya nadie puede arrojar la primera piedra, ni erigirse en modelo de multitudes o en maestro de juventudes supuestamente “atrasadas”. Los cambios y las revoluciones inconclusas de América Latina sólo pueden darse ahora en el marco más amplio de un profundo giro mundial (en el cual por lo demás ya estamos inmersos), pero esto a partir de su idiosincrasia y de sus legítimos intereses nacionales y regionales y no como apéndices de supuestos “modelos globales”, cuyo agotamiento y costo son por lo demás ya harto evidentes.

Y esto vale no sólo para el continente latinoamericano, sino para todos los habitantes de esta nave espacial Tierra, en búsqueda angustiosa de un auténtico ecumenismo o mundialismo, cuya concreción no sólo posibilita sino que requiere los denominados desarrollos nacionales y regionales. Exactamente a la inversa de lo que viene ocurriendo con la matriz “global” norteamericana, cuya impronta imperialista es tan inocultable como en el viejo “universalismo” europeo. Aclarado esto, volvemos ahora sí sobre el tema de nuestra conflictiva identidad política y cultural.

Doble tarea: construir y explicarnos.

Pocas discusiones han agitado y agitan tanto la superficie de las aguas latinoamericanas, como las discusiones acerca de su ser, de su identidad. Pasado el período colonial, ha quedado ya bastante lejos de la memoria histórica su “otro ser”: el anterior a la conquista española, el denominado comúnmente “precolombino”, buscando con ello tranquilizar -mediante el recurso de un sencillo prefijo- algo que siempre se hará presente, sólo que de distinta forma y con distinta suerte. Es éste el pozo profundo de la cultura americana, el manantial oculto desde donde -lo queramos o no, nos avergüence o no- sigue brotando agua hacia la superficie. Agua que a veces refresca, otras molesta y casi siempre duele.

Por encima está la pirámide, la construcción aérea sobre ese suelo perforado. La solidez de lo moderno que supimos construir y que generalmente nos enorgullece, aunque muchas veces nos moleste y nos fastidie.

Es tan “nuestro” como lo otro y estas gigantescas, hermosas y desordenadas megalópolis latinoamericanas (el Distrito Federal mexicano, San Pablo, Buenos Aires, Caracas, por citar casos) lo expresan de una manera rotunda y ferozmente bella. Pero tanta solidez está siempre amenazada, acechada; la pirámide esta construida sobre el pozo y -contra lo que podría pensarse- se sostienen y se imbrican mutuamente. El agua del uno sube cada tanto a la superficie y le recuerda su existencia; el vuelo de la otra, lo saca de su encierro y lo proyecta con otras formas, diseños y colores.

La cultura latinoamericana es ambas cosas: pozo y pirámide. Lastre mítico de lo ancestral y proyección aérea de esa misma piedra. Quien lo ignore podrá estudiarla y recorrerla, pero no comprenderla. Quien pretenda castrarle alguno de sus dos planos o decida unilateralmente la primacía del uno sobre el otro, estará irremediablemente condenado al fracaso, a mayor o menor plazo. Lo primero suele ser tentación de intelectuales; lo segundo de políticos. Es imposible tapar el pozo y vano destruir la pirámide, ambos -a su manera- vuelven a manifestarse, bien como hierba o pasto que, al primer descuido, brota en el borde de nuestras muy modernas calles ciudadanas; bien como arenisca que vuelve amontonarse pasado el furor de la piqueta.

Así, entre el pozo y la pirámide, los latinoamericanos nos dimos a una doble y febril tarea: construir y explicarnos. Construir porque -después de las devastadoras guerras de la Independencia- casi nada quedó en pie y lo poco que quedó, muchas veces no servía para lo nuevo que necesitamos; y explicarnos, porque -junto con la materia colonial- habíamos derrumbado también el viejo orden que le daba algún sentido.

Durante los primeros años independientes, primó sin dudas el construir por sobre el explicar. Había que concluir con las amenazas españolas siempre latentes; no nos olvidemos que, dieciséis años después de los primeros hechos revolucionarios (1810), la presencia militar española en América del Sur, focalizada en el Virreinato del Alto Perú, era un hecho concreto y activo: recién en 1824, con la Batalla de Ayacucho, los españoles dejaron de ser una amenaza militar concreta para las jóvenes nacionalidades latinoamericanas. Y así y todo, refugiados en la Fortaleza del Callao, vecina de Lima, resistieron dos años más como lo que eran, fieros y valientes leones. Y más aún, casi hasta fines del siglo XIX la posibilidad militar española fue un acicate en la región.

De manera que hubo que asentarse, construir los rudimentos de los nuevos estados, declarar las independencias y sostenerlas en medio de gravísimas situaciones internas y externas. A la opresión y amenaza española, siguieron las violentas guerras civiles y, como siempre, los cantos de sirena de los nuevos patrones -siempre vigilantes y atentos a intervenir- ingleses primero, los norteamericanos inmediatamente después. Fue en medio de estos sucesivos tembladerales que -como se pudo- se fue pensando, imaginando, construyendo y desarrollando una cultura.

Al principio directamente imitando, luego adaptando, más tarde creando. Y muchas veces, las tres cosas al mismo tiempo, formando esta suerte de mezcla tan propia, tan mestiza y a veces tan pura, que extrañó al europeo y que a veces termina por extrañarnos también a nosotros mismos. Sobretodo cuando insistimos en pensarnos “desde afuera”, exógenamente.

Lo cierto es que hay algunas huellas comunes que no pueden obviarse, a la hora de intentar un panorama, aun breve, de la cultura latinoamericana como el que ahora intentamos. De entre ellas, hay una que también insiste en aparecer, cuando pensamos desde Colón en adelante: nuestra situación colonial de origen, es decir nuestra reiterada dependencia de alguna metrópoli de turno.

Primero lo fue de España y se trataron de cuatro siglos de proceso colonial clásico, es decir, con ocupación visible de nuestro territorio por tropas extranjeras, sometimiento de los nativos y administración colonial directa de sus recursos, explotados económicamente en beneficio de la metrópoli y de acuerdo con sus leyes y necesidades.

Ahora bien, como bien se sabe, esto no terminó del todo con la declaración de nuestras independencias nacionales, dado que siguieron tratándose de naciones débiles y casi siempre en reiterada situación de dependencia neocolonial.

Es decir, América latina, nunca salió del todo de aquella situación colonial de origen. Si bien es cierto que ésta no acusa hoy los ribetes propios del colonialismo clásico, se equivocarían grandemente quien pensaran que la colonia fue una cosa del pasado y que hoy pueden considerarse su historia y su cultura sin aquel “estigma” de la dependencia.

Tenemos banderas y gobiernos propios, es cierto, pero están muy lejos de poder hacer lo que sus pueblos y sociedades necesitan y votan. Sus abultadas deudas externas son tanto o más eficaces para su control metropolitano, que la “furia” destacada de los tercios españoles o una invasión de marines al estilo centroamericano del siglo pasado. Además, mejor que ocupar la colonia con tropas, resulta más “democrático” y menos costoso, a la larga, ocupar la cabeza de su clase dirigente con ideas y programas favorable a sus intereses. Así, la dependencia cultural refuerza a la económica. La presente sociedad global -con los Estados Unidos literalmente sobre nuestras cabezas- es un perfecto ejemplo en esa dirección.

Un “pequeño género humano”.

Desde la escisión griega entre bárbaros y cultos, hasta la más moderna entre desarrollados y subdesarrollados (pasando por la medieval entre fieles e infieles) el proyecto europeo occidental se ha erigido como centro de una humanidad distinta y superior y, desde allí, se ha relacionado con el resto (con su pretendida periferia) generalmente por la violencia y la reducción. Proyecto que, originado en esa violencia cultural, culmina en una realidad también violentada y sin exterior (sin «otros»), que constituye el suelo de este presente.

Sin dudas que esta mirada reductiva sobre América latina, este ser casi permanentemente considerado como periferia de un centro (mejor y superior que ella misma), como tierra de barbarie que era necesario civilizar, condicionó en buena medida su propio desarrollo cultural. Algo muy similar ocurrió con el África, respecto de ese mismo proyecto europeo. Y esto, aun cuando América latina no se haya limitado a aceptar pasivamente ese lugar en que quiso ponerla el otro y fuese -a un tiempo- también rebeldía y voluntad de liberación. Pero lo cierto es que, esa marca está y no puede ni debe ser ignorada.

Pero también está esa voluntad de libertad, ese deseo permanente de independencia y autoafirmación, aun en medio de la adversidad. En consecuencia, es necesario hacer el esfuerzo de pensarla (de pensarnos), con toda la rica ambigüedad que ello supone; vale decir, desde una relación crítica con ese proyecto, que por lo demás es nuestra posición cultural real y concreta. Pero cuando hablamos de relación crítica no hablamos de rechazos, ni de denuncias, ni de protestas a priori, sino de la construcción de un espacio de pensamiento -basado precisamente en nuestra alteridad histórica con aquel proyecto dominante- que sea capaz de dar cuenta de nuestra peculiaridad en ese orden mundial.

Sólo desde esa distancia cultural es posible el diálogo. América latina no es la periferia de un supuesto centro (en singular o en plural); ni lo subdesarrollado dentro del desarrollo general; ni la prolongación local de una civilización mundial, sino que es una cultura distinta que vive y padece su presente y su historia con perfiles y problemas propios. Lo cual, lejos de encerrarla en ella misma, la relaciona y comunica con el sistema mundial. Cuando nosotros hablamos de lo universal situado y de la necesidad de una lectura culturalmente situada, lo que postulamos es un camino para avanzar en esa mirada endógena .

Cuando así lo hacemos, enseguida nos sale al paso el juego de las diferencias, de las singularidades latinoamericanos que es preciso tener siempre como horizonte de comprensión. Y fue actuando esa diferencias -tal como correspondía a un soldado revolucionario del primer cuarto de siglo hispanoamericano- que el Libertador Bolívar expresó -en su célebre Carta de Jamaica- una metáfora teórica muy interesante:

Somos un pequeño género humano […] poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil.

¿Y cómo se fue modelando este “pequeño género humano? Para contestar esta pregunta, volvemos ahora sobre algunos asuntos históricos y culturales que afectaron su ser de manera decisiva. Si bien algunos de estos fueron desarrollados antes, nuestra intención es presentarlos ahora de manera sinóptica y específicamente referidos al tema de su impacto cultural.

En esta dirección, es interesante recordar cómo el profesor inglés J. H. Elliott abordó el tema, en el ciclo 1969 de las Conferencias Wiles de la Queen’s University. En el texto que las recoge encontramos una observación sugerente, referida a las relaciones entre Europa y América, al decirnos:

Entre ambas ha habido siempre una especial relación, en el sentido de que América ha sido siempre la obra peculiar de Europa, cosa que no fueron ni Asia ni África. América y Europa fueron siempre inseparables, sus destinos se encontraron. [Y esto a pesar de que] Los europeos sabían algo, desde luego vago y disperso, de África y de Asia; pero de América y de sus habitantes no sabían nada.

En otra obra sobre el mismo asunto , el colombiano Germán Arciniegas, refuerza y desarrolla esa misma observación.

No bien se abre la navegación del Atlántico, Europa se vuelca sobre el Nuevo Mundo. En cuarenta años se explora desde el Labrador hasta el estrecho de Magallanes; los conquistadores ignoran las civilizaciones indígenas, afirman el derecho de conquista, queman templos e ídolos, imponen la religión de Cristo. Tras las naves de bandera castellana llegan las de Portugal, Inglaterra, Francia, Holanda, Dinamarca.

En las expediciones se encuentran italianos, griegos, alemanes, polacos […] Se penetra por los grandes ríos al interior, en el norte o en el sur: Amazonas, Mississippi, Orinoco, el Plata, el Magdalena […] Se escalan los Andes, se contornea el Pacífico, se cruzan selvas y desiertos, miles de islas, se desafían las soledades de las pampas, los páramos, la jungla. Movidos por frenesí aventurero no van los exploradores solitarios, sino muchedumbres de europeos embrujados por la huidiza tentación de los Dorados. Acabaron por seguirlos las mujeres.

Entre todos, los españoles superaron en audacia a los demás: ¡ellos, que hasta la víspera parecían los menos andariegos de Europa […] Un deseo de apropiarse de la tierra, el agua, el aire, despertó no se sabe qué ambiciones dormidas. Balboa entró al Pacífico hasta que el agua le llegó alas rodillas, y tomó posesión del mar a nombre del rey de España […] La empresa fue tan espectacular, que ya no volvió a hablarse de los descubrimientos sino del Descubrimiento. El de América hace que el de Asia se pierda en la bruma como un cuento chino, árabe, hindú…

Así, por la conquista de América, Europa y América cambian. La primera descubre fuerzas y potencias que jamás había desarrollado y sufre modificaciones que jamás había experimentado. Sigue diciendo Arciniegas:

América libera el pensamiento europeo, lo redime […] América hace posible a Copérnico, Galileo, Descartes […] En el destino de América, como nuevo personaje de la edad moderna, queda comprendido el haber hecho posible la aparición de esos grandes hombres, corona del Renacimiento, precursores de los tiempos que hoy vivimos.

Además, recordamos nosotros, América financia materialmente el desarrollo europeo, posibilita la Europa potencia mundial. Sin el descubrimiento de América, muy otra hubiera sido la historia del capitalismo europeo: Humboldt calculaba en 5445 millones de pesos los metales preciosos que pasaron de América a Europa en tres siglos (de los cuales 4726 millones llegaron a España); entre los años 1500 y 1800 se quintuplicó en Europa la existencia de oro y se triplicó la de plata. Si se tiene en cuenta que dos siglos antes del descubrimiento de América la economía europea era una economía estancada por falta de metales preciosos, se comprenderá la magnitud del «aporte» americano al desarrollo europeo.

Un investigador de la calidad de Earl J. Hamilton, lo dice con todas las letras: “La economía europea no encontró alivio contra los precios en baja hasta que se descubrieron los Eldorado del Nuevo Mundo”. Y todo ello no era obstáculo para que en la propia América, el europeo dejara volar su imaginación económica; Galeano recuerda que en Potosí «hasta las herraduras de los caballos eran de plata» y que «en 1658, para la celebración del Corpus Christi, las calles de la ciudad fueron desempedradas, desde la matriz hasta la iglesia de los Recoletos, y totalmente cubiertas con barra de plata”. La Europa Moderna es, en buena medida, un producto americano; así como América fue un producto europeo.

Es en ese choque tremendo de pueblos cuando estas tierras -a su manera culturalizadas y organizadas- sufren un violento proceso de desintegración cultural, que las modelará con caracteres indelebles. Choque que se continúa con un posterior tránsito acelerado a la modernidad europea, en el que se dejan de lado muchos de sus rasgos esenciales, incorporando otros que modelarán su faz actual.

Se creó así lo americano por «prolongación» de lo europeo, pero en esa creación lo original de unos y otros quedó redefinido y muchas veces malherido. Ni Europa ni América siguieron siendo las mismas después de aquél formidable topetazo de la historia.

En relación con esto, podríamos ya señalar algunas notas que aparecen como distintivas en esta progresiva construcción de lo iberoamericano. En primer lugar, la existencia de una tradición propia (anterior a la conquista), que es violentamente puesta entre paréntesis por ésta. Memoria histórica -más o menos lejana o intensa, según las zonas- que permanecerá luego soterrada y actuará, también de diferentes maneras, en el período colonial y neocolonial. En segundo lugar, una redefinición acelerada de aquella personalidad cultural, por la cual nuestro «nuevo ser» (el “americano”)se dará de aquí en más en dependencia de otro (el europeo) que le servirá como modelo.

Esto supondrá, a su vez, nuestra incorporación -en calidad de periferia- a un orden mundial que no hemos fundado ni gobernado, pero que de allí en más será también, a su manera, el «nuestro». Por último aparecerá -a partir de las dos notas anteriores- esa búsqueda permanente (y no pocas veces fallida) de nuestra “identidad”, dispersada en medio de todos esos avatares históricos, económicos, políticos y sociales. Vivir en medio de una permanente superposición y entrecruzamiento cultural, de un verdadero mestizaje donde todo (lo propio y lo ajeno) se da de una manera inédita y peculiar, esto caracterizará el ulterior desarrollo iberoamericano. Su extrañamiento, pero también su posibilidad de recuperación.

Tensiones en la construcción de un pensamiento propio

Por cierto que, ni bien pasado el activismo refundacional ese drama atravesó y marcó también nuestros estilos de pensamiento. Algunos intentaron volver atrás el reloj de la historia y retornar así a aquel pasado precolombino que -aun desconocido y borroneado, implicaba un refugio y una respuesta frente a la violenta aculturación del presente. Tal el caso de algunos indigenismos o folclorismos latinoamericanos que, al idealizar ese pasado morigeraban las angustias del presente y, al mismo tiempo, rechazaban el componente ibérico de nuestra cultura americana como factor esencialmente perturbador.

Otros idolatraron el presente (“moderno”) y buscaron desembarazarse como de una peste, de aquel pasado que estimaban un lastre para el progreso (el argentino Domingo F. Sarmiento y el boliviano Alcides Arguedas, son aquí dos casos típicos); coincidiendo curiosamente con aquellos indigenismos en el rechazo de todo lo español, incluida la “leyenda negra”.

Unos terceros buscaron combinar ambas actitudes; la intensa obra del peruano José María Arguedas es un dramático exponente de tan difícil combinatoria. Otros más, lisa y llanamente sugirieron crear (como pedía Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar). Finalmente, el grupo más conservador, idealizó la conquista y el descubrimiento (“leyenda rosa”) y se mantuvo imperturbablemente hispanófilo. Para estos últimos la modernidad latinoamericana era una suerte de demonio a exorcizar, así como lo precolombino fue materia de evangelización.

Con todos estos ingredientes básicos (y sus múltiples variantes y combinaciones) se fue cociendo la olla, todavía al fuego, de un “pensamiento latinoamericano”. No es nuestro objetivo aquí presentar una historia completa y destacada del mismo, por eso nos concentraremos ahora -también sumariamente- en dos momentos de su historia reciente (la segunda mitad del siglo XIX y los comienzos del XX); esto es, el cambio que supuso el paso del romanticismo al positivismo, en vastos sectores de la elite intelectual y dirigente latinoamericana y, en segundo lugar, algunos intentos teóricos por retomar el programa integracionista bolivariano luego de la consolidación de los estados nacionales, volviendo a plantear el ideal de la unidad americana. En ambos casos y por diferentes motivos, podrá experimentarse ese peculiar ajuste-desajuste entre teoría y práctica, tan propia del pensamiento latinoamericano.

Lo primero es una prueba del ajuste, o sea de la correspondencia casi perfecta entre una ideología y la práctica social que ella sostiene y fundamenta. Si, como veremos más adelante, las revoluciones de la independencia latinoamericana se hicieron inflamadas por las ideas del romanticismo en boga, la consolidación de las nuevas elites criollas en el ejercicio del poder supuso la adopción del positivismo también en boga, como la ideología que mejor se ajustaba a sus nuevos intereses.

Así, los revolucionarios de 1810, terminaron siendo positivistas cuarenta o cincuenta años después, ya que el romanticismo que sirvió para llegar, no alcanzó para quedarse. Ahora había que conservar el poder y el positivismo entre -más allá de sus ataques a la teología y a la metafísica coloniales, en nombre de “las ciencias”, o más bien junto con esto- traía también una concepción del progreso social que era bastante funcional con las necesidades de nuestras surgientes burguesía locales. Esas mismas que, a partir de 1880 y sobre las ruinas del poder bolivariano, se dedicaron a organizar y retener “patrias chicas” y a pelearse entre sí, mientras obedecían hacia el exterior.

Rafael Núñez en Colombia, el coronel Latorre en el Uruguay, Porfirio Díaz en México, el general Roca en la Argentina, Alfaro en el Ecuador, Santa María en Chile, Guzmán Blanco en Venezuela, eran hombres de “orden y progreso”, el lema del francés Augusto Comte (1798-1857) que el escudo del Brasil reproduciría textualmente y que todos hicieron suyo. Porque, a no asustarse, ya que el mismo maestro Comte definía el progreso como “desarrollo del orden” y en esto estaban todos de acuerdo. Orden y progreso, sobre todo porque el “orden” instaurado era el suyo y entonces su prolongación les aseguraba el gobierno casi indefinido.

Si no, ahí están para demostrarlo los treinta nueve años del porfirismo mexicano (1872-1911); los doce años de roquismo en la Argentina (1880-1886 y 1888-1904); los cuatro períodos presidenciales de Núñez en Colombia (entre 1880 -1892), el fundador del Partido Nacional de corte conservador; los quince años de gobiernos “colorados” en el Uruguay (de la dictadura del general Venancio Flores en 1865, a la del coronel Lorenzo Latorre en 1880); los doce años del dictador Eloy Alfaro en el Ecuador (1895-1901 y 1906-1911); los veintitrés años de carrera política de Domingo Santa María en Chile (desde 1863 como ministro y desde 1881 como presidente de la República), “pacificador” de las última rebelión araucana del siglo XIX (1883) y “triunfador” en la insensata y cruel Guerra del Pacífico (1879-1883); y los diecisiete años presidenciales de Antonio Guzmán Blanco en Venezuela (tres períodos entre 1870 y 1884, año en que “cansado” se fue a París).

Casi todos ellos son considerados los modernizadores de sus respectivos países y casi todos ellos los endeudaron peligrosamente atándolos a empréstitos ingleses, o préstamos norteamericanos, iniciando así una actitud de “orden y progreso” interno y obediencia externa, que llegará hasta nosotros, con algunas excepciones en el medio.

Y en esto de haber elegido a Augusto Comte, ellos y los intelectuales positivistas que los rodeaban, no se equivocaban. Don Augusto -que daba cursos sobre “astronomía popular” a algunos artesanos parisinos, aunque le escribía a John Stuart Mill que éstos eran unos pocos y que “el resto es una mezcla muy variada donde abundan los ancianos”-no era él mismo precisamente un hombre de ideas alocadas.

Verdadero sacerdote de las ciencias, tampoco eran la democracia ni mucho menos el socialismo las formas que imaginaba para la política, sino lo que llamaba “una sociedad estable” gobernada por una minoría de doctores e ingenieros, que emplearían el método científico para resolver los problemas humanos y para mejorar las nuevas condiciones sociales; no en vano se lo considera el padre de la “sociología científica”. En su célebre Discours sur l’esprit positif , se refería a esto diciendo:

La escuela positivista tiene necesidad del mantenimiento continuo del orden. Ella no pide a los gobiernos más que libertad y atención […] El pueblo no puede esperar, ni aun desear, ninguna participación importante en el poder político. Él se interesa no en la conquista del poder, sino en su uso real; […] también está dispuesto a desear que la vana y tormentosa discusión de los derechos sea reemplazada por una fecunda y saludable apreciación de los deberes.

Tanta renuncia y tanta complacencia con el sacrosanto “orden”, ¡cómo no iban a concitar el fervor casi unánime de nuestros generales, coroneles, políticos e intelectuales hispanoamericanos, puestos a “organizar” naciones! Les venía como anillo al dedo.

Así todos ellos se proclamaban “hombres de progreso y amantes de las ciencia”. En México Porfirio Díaz y sus ministros lo predicaban tanto, que el pueblo empezó a llamarlos los “científicos”. En la Argentina Agustín Alvarez -con una distinción que haría escuela- condenaba a la “política criolla” y alababa a la “política científica”. Y en Bolivia, Alcides ArguedasdecíaensuHistoriadeBolivia-cuyaediciónpagó Simón Patiño, el “rey del estaño”- que el mal de ese país, ¡eran los bolivianos!: “De no haber predominio de sangre india, desde el comienzo habría dado este país orientación consciente a su vida, adoptando toda clase de perfeccionamiento en el orden material y moral”.

Barbaridades “científicas” que muy sueltos de cuerpo repetirían luego, sin el menor pudor, los argentinos Carlos Octavio Bunge (Nuestra América), José María Ramos Mejía (Las multitudes argentinas) o José Ingenieros (Sociología Argentina), combinando el positivismo comteano con el biologismo, las ideas de Gustave Le Bon y la frenología de la época. Cóctel de inmediato reforzado con la teoría de la evolución del inglés Charles Darwin (1809-1882), cuya idea de “selección natural” (supervivencia de más fuerte y mejor adaptado al medio), combinaba perfectamente con los valores comteanos de “orden y progreso”: la obra de Darwin, El origen de las especies por medio de la selección natural, apareció en 1859 y se agotó en el día.

Igualmente no todo fue positivismo en este período. Un grupo más pequeño de intelectuales, generalmente alejados de los favores de la “inteligencia oficial” en sus respectivos países, volvió a plantear el tema bolivariano de la unidad latinoamericana. Esto era doblemente problemático, tanto para el panamericanismo norteamericano, que desde 1865 blandía su Bigh Stick (gran garrote) sobre América latina poniendo a su vez freno a las ambiciones europeas con la Doctrina Monroe, como para las oligarquías locales modernas recién consolidadas en sus pequeñas administraciones neocoloniales.

Hablar otra vez de la Patria Grande, resucitar el sueño del Gran Libertador, les parecía un franco (y peligroso) despropósito. A no ser que se lo hiciera a la manera peraltada del uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917), cuyo Ariel no molestaba casi a nadie y hasta era una pizca necesaria de “espiritualidad”, en medio de tanto positivismo y pragmatismo sajón y francés.

Pero no hablaban así el venezolano José María Torres Caicedo, ni el portorriqueño Eugenio María de Hostos, ni el argentino Manuel Ugarte. Son ellos y sus obras ejemplos de lo opuesto al anterior ajuste positivista con la realidad; son paradigmas de algo también muy típicamente latinoamericano, del desajuste entre esa realidad casi congelada en la injusticia y en el orden conservador, planteando nuevamente el viejo ideal de sociedades más justas y libres, nucleadas ahora al menos en torno de una confederación de estados latinoamericanos soberanos, si ya no fuera posible el sueño todavía fresco de Simón Bolívar, José de San Martín o Francisco de Morazán. Nuevamente la asignatura siempre pendiente de la integración latinoamericana, repetida con insistencia en el debate político continental que llega hasta nosotros.

Hoy, en los inicios del siglo XXI, con nuevos nombres y protagonistas: ALCA, Mercosur, Iniciativa de las Américas versus pactos subregionales de integración, como el NAFTA y otros similares. Pero como casi siempre desde fines del siglo XIX, entre los Estados Unidos de un lado y Latinoamérica del otro, con la Unión Europea observando el debate y esperando para intervenir según sus viejos intereses comerciales en el área.

En su obra Mis ideas y mis principios , el venezolano José María Torres Caicedo después de historiar con lujo de detalles y amplitud de fuentes los avatares del ideal integracionista bolivariano y contraponerlo con la miopía parroquial de los sucesores, expone su propio programa intelectual y político con firmeza y lucidez: reunión anual de una dieta latinoamericana; nacionalidad común de sus ciudadanos; unidad aduanera, uniformidad de código, pesas, medidas y monedas; plan de estudios también elaborados en común; abolición de los pasaportes en el interior de América latina y organización de las tropas y recursos para la defensa común.

Así, cuarenta años después, este diplomático de Venezuela en Europa (nacido colombiano en 1830), reiteraba en el plano intelectual las viejas tentativas militares de Bolívar. Sabía que era lo que faltaba y que, si se hacía después, no era por mora de ninguna naturaleza sino porque la lógica de aquella generación patriótica había estado dominada por la urgencia del hacer y tocaba ahora el pensar: “Bolívar y San Martín realizaron la unidad de América latina, antes de formular la doctrina de esa unión”.

Otro tanto había planteado el argentino Juan Bautista Alberdi cuando pedía “completar la obra de la Revolución de Mayo de 1810”, con la “emancipación mental”, que culminaría la obra política y militar de aquellos padres de las patrias. Decía sobre ello ya en 1837:

Una nación no es una Nación, sino por la conciencia profunda y reflexiva de los elementos que la constituyen […] Es, pues, ya tiempo de comenzar la conquista de una conciencia nacional, por la aplicación de nuestra razón naciente, a todas las fases de nuestra vida nacional […] Pero tener una filosofía, es tener una razón fuerte y libre: ensanchar la razón nacional, es crear la filosofía nacional y, por tanto, la emancipación nacional.

No sólo era muy difícil -como lo había sido antes- sino que ahora los “hijos” de aquellos padres, estaban ya confortablemente sentados en sus respectivos sillones presidenciales y cómodamente integrados al mercado mundial (léase Inglaterra), también ellos con sus “bonetes colorados y cuentas de vidrio”.

En América Central, donde el imperialismo norteamericano ya hacía estragos en competencia con el inglés, el portorriqueño Eugenio María de Hostos (1839-1903) levantaba las banderas de la independencia de su país, pero como parte de una Confederación Antillana que incluyera a Cuba y a Santo Domingo. Brillante intelectual krausista fue también un activo militante político y social: conspiró por la libertad de su pequeña isla, en la propia Madrid y en Nueva York.

Por un instante creyó que los norteamericanos, después de expulsar a los españoles, reconocerían su independencia. No fue así y terminó su vida con la misma energía de lucha con que la había iniciado. Enfrente, desde Nicaragua el joven y brillante Rubén Darío (1867- 1916) -todavía no tragado por el posterior “cosmopolitismo”- le dedicaba uno de sus encendidos poemas al último unificador centroamericano, el general Justo Rufino Barrios. Aunque también es cierto que, ya en la etapa madura, arremetió con un célebre y comprometido poema A Roosevelt (1905).

Otra voz mayor del Caribe, el cubano José Martí (1853-1895) -en el que se combinan como pocos y a un tiempo la pluma y la espada- levantó su voz y su pequeño cuerpo en pro de esa misma unidad americana. Vivió quince años exilado en los Estados Unidos y por eso mismo conoció desde dentro las dificultades del programa bolivariano (“Viví en el monstruo y le conozco las entrañas”, dirá más tarde parafraseando a Jonás). Mas también sabía de la estricta necesidad de realizarlas, sobre todo ahora que “el gigante con botas de siete leguas” se aprestaba a marchar sobre América latina, su “patio trasero”.

Así, la misma pluma fina capaz de escribir el Ismaelillo (poemas para su hijito, de 1882), o los inolvidables Versos Sencillos (de 1891: “Yo soy un hombre sincero de donde crece la palma/ y antes de morirme quiero sacar los versos del alma…” ), se torna brea encendida en su ensayo Nuestra América, precisamente la gran respuesta literaria latinoamericana al Congreso Panamericano reunido en Washington (20 de octubre de 1889 al 19 de abril de 1890), para crear la Unión Panamericana (antecedente de la actual OEA).

Martí que había hecho del ideario bolivariano su punto de partida (“América hervía a principios de siglo, y él fue como su horno”, decía de Bolívar), advirtió desde vamos que tal “panamericanismo” implicaba lisa y llanamente un cambio de amo: del león español al águila norteamericana; de la América española a la yanqui.

Por eso el ensayo Nuestra América -escrito algunos años antes- es una respuesta rotunda y una propuesta concreta: retomar los ideales de unidad continental, recrear una América libre, plural y orgullosamente mestiza:

Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar a sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche y la música de su corazón, solo y desconocido entre las olas y las fieras. El campesino, el creador se revolvía ciego de indignación contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura.

Frente a tanta dispersión y racismo, es necesario volver a poner a esa América de pie, lo cual es para Martí posible y necesario, porque:

¿En qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de la pelea del libro contra el cirial, sobre los lazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas.
De aquí que, en su Discurso de exaltación a Venezuela (de la misma época, 1881) finalizará con la misma propuesta de Bolívar:

Hay que devolver al concierto humano interrumpido la voz de América…; [recordemos que el Libertador, consideraba a América “un pequeño género humano”] hay que armar los pacíficos ejércitos que paseen a una misma bandera desde el Bravo undoso, en cuya margen jinetea el apache indómito, hasta el Arauco cuyas aguas templan la sed de los invictos aborígenes, como si la arrogante América debiera, por sus lados de tierra, tener por límites como símbolo sereno tribus desde hace tres siglos no domadas; y por Oriente y Occidente, mares sólo de Dios y de las aves propias.

Una curiosidad que es la vez un síntoma: en 1890, el cubano José Martí, fue nombrado por Paraguay, Argentina y Uruguay, su cónsul en la ciudad de Nueva York. Pero, a no confundirse, que sus respectivos (y muy “positivistas”) presidentes no habían sufrido ninguna furia integracionista, ni cosa que se le pareciese.

Sencillamente que allí -en la lejana América del Sur- quienes todavía mandaban eran los ingleses; en consecuencia, se podía condenar al imperialismo norteamericano sin temor a represalias. ¡Al contrario era una crítica “sana y oportuna” a la competencia! Además que, para consumo interno de los sectores más “revoltosos” -como se decía en la jerga de la época- un poquito de antiimperialismo siempre caía bien.

Hasta casi la Segunda Guerra Mundial, en Sudamérica se podía ser antinorteamericano sin mayores problemas; así como en Centro y Norteamérica se podía ser antiinglés. Luego ya no.

Finalmente, en este sumario recorrido por los intentos restauradores de los ideales bolivarianos, está la figura del argentino Manuel Ugarte (1878-1951). Inicial poeta modernista (publica tres libros de poesía, el último de ellos Sonatina, en 1898), es luego buen narrador costumbrista (Cuentos de la Pampa, de 1903, y Cuentos argentinos, de 1910).

Miembro del Partido Socialista argentino -al cual representó en el Congreso de la Segunda Internacional de Amsterdam (1904)- decidió desvincularse del mismo en 1913, debido precisamente a sus propias ideas hispanoamericanistas que en aquel socialismo de corte netamente europeo prácticamente no tenían cabida.

Entonces aparece su primer ensayo, El porvenir de la América latina (1910), que cambia su vida política y literaria. Conferencista itinerante por casi toda América latina, predicando también el ideario bolivariano y sanmartiniano, congregó con gran éxito auditorios colmados, algo que en su país no podía intentar.

El mismo Times de Londres -como siempre atento a lo que iba surgiendo- decía de Ugarte por aquellos años: “…habla como ciudadano de la América del Sur, y defiende el conjunto de esos países con tanta elocuencia, que no sabemos a qué república pertenece”. Por supuesto, no fue ello obstáculo para anatematizarlo, sobre todo después de la publicación de su segundo y tercer ensayo sobre la misma cuestión (La patria grande, de 1922 y El destino de un continente, aparecido al año siguiente).

Lo cierto es que la unidad latinoamericana -a pesar de lo todavía fresco del sueño bolivariano- era cada vez más difícil y más hostigada. Un estudioso del período, el historiador argentino Jorge Abelardo Ramos, así describirá (en 1968) la situación del siglo anterior:

Todas las fuerzas que Bolívar logró congregar en su torno para consumar la independencia, se disolvieron cuando pretendió construir la unidad de los Estados recién emancipados. Las mismas oligarquías regionales que sostuvieron a los ejércitos libertadores con recursos y hombres, entre los que figuraban muchos parroquiales “padres de la patria”, se volvieron contra los unificadores cuando el comercio libre estuvo garantizado. De esa disgregación nacieron las pequeñas patrias, estas miserables “naciones”, pavoneándose con sus ejércitos sin armas, sus aduanas de bajas tarifas, sus territorios desolados, sus monedas perpetuamente devaluadas y las prolijas fronteras de los incontables Principados de Luxemburgo que colorean el mapa gigante.

Sin embargo, pese al diagnóstico presuntuoso de Gabriel René Moreno (“El iberoamericanismo yace en el sepulcro”) el ideal de la integración latinoamericana seguía en pie.

Atravesará todo el siglo XX y -como asignatura doblemente pendiente- llegará al mismísimo XXI. Ahora mismo golpea en nuestras ventanas, ¿tendremos oídos para escucha? O, como tantos otras veces, ¿estaremos ocupados en “otras cosas”?,

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Notas al pie

– 1.- De nuestra parte hemos desarrollado esta misma problemática -con mayor extensión- en nuestro libro América Latina en perspectiva, Altamira, Buenos Aires, 2005 (segunda edición). A él remitimos al lector interesado. También en nuestros artículos publicados en los números 3 y 5 de esta misma revista Peronistas.

– 2 Valga como ejemplo el uso desubicado de la expresión “populismo” para referirse a nuestros procesos políticos. Cf. al respecto nuestro breve artículo “Sobre lo popular y el populismo en la política argentina”, en el boletín Movimiento, Año 1, nº 5, Buenos Aires, 2005, pág. 12.

3 Para pensar de una manera diferente la “globalización” y los procesos de integración latinoamericana, hemos propuesto el concepto de “soberanía ampliada”. Cf al respecto nuestro de dic. de 2004, pág.19).

4 Desde el año 1971 (en Razón y Liberación. Notas para una filosofía latinoamericana, Siglo XXI, Buenos Aires) venimos insistiendo con la categoría de “universal situado” como una manera diferente (no imperial) de pensar lo universal. Y hemos propuesto también un cierto método para ejercitar dicha categoría, al que denominamos “lectura culturalmente situada”. Un desarrollo de ambas conceptos puede encontrarse también en nuestro último libro, América Latina en perspectiva (2005), especialmente en el Cap. 8, punto 4.

5 Cf. Elliot, J. H. El viejo mundo y el nuevo: 1492 1650. Alianza, Madrid, 1972.

6 Cf. Arciniegas, G. América en Europa, Sudamericana, Buenos Aires, 1975.

7 París,1830-1842, 6 vol.

8 París, 1875, dos tomos.

9 Ramos, Jorge A. Historia de la Nación Latinoamericana. Peña Lillo, Buenos Aires, 1968, p. 357

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