La producción y el consumo de música en el país ha expandido un paisaje frondoso y rico en el que acabaron las disputas esencialistas de los ’60 y ’70. El predominio del poder cultural transnacional y lo masivo no impide reelaboraciones, hibridaciones ni creaciones propias. Como otras expresiones sociales, la música también expresa una forma de fragmentación al infinito en el que cada isla es una balsa a la deriva en la que se pretende anclar alguna identidad.
Cuatro de cada diez chicos argentinos tocan un instrumento musical, y si hoy no forman parte de una banda, la integrarán tarde o temprano.
El rock aparece ganando en todos los frentes, pero también hay cumbia, tango, folklore. Cada cual a su manera, son expresiones masivas que se completan por otras no tan masivas pero a veces multitudinarias, desde las más elaboradas como el repertorio clásico y la música coral hasta aquellas cruzadas por la moda y lo exótico, como los temas celtas o hindúes, sin olvidar -en un catálogo incompleto- las variaciones y cruces experimentales entre jazz y folklore o rock y tango, y a las decenas de “milongas” donde otros jóvenes bailan con una suerte de elaboración erótica que nuestros tíos y abuelos hubieran rechazado por “indecente”.
Donde hay música siempre hay chicos atentos, pero sin intentar teorizar sobre el placer derivado del consumo, lo cierto es que la música popular está en la actualidad entrelazada íntimamente con la industria cultural y los lenguajes binarios. Nada parece posible sin su difusión, pero a la vez la difusión sigue las reglas de la comunicación: va en un solo sentido y expresa, aunque parezca contradictorio, la imposibilidad del diálogo. Urge teorizar sobre la comunicación como mediadora por efecto de un diálogo obturado, y todos se desviven por lograr que el mensaje, o el tema, se instalen.
En la nueva cultura global, uno de los desafíos nacionales es no convertirse en suburbio, en mueca gelatinizada de diversidad cultural donde las expresiones resultan simpáticas al turista siempre que no cuestionen el fondo del asunto. La discusión sobre el uso del velo islámico en Europa es un buen ejemplo de ello.
Fronteras porosas
La cultura es hoy cosmopolita, pero en el sentido de que reproduce las condiciones del poder económico-político mundial en un proceso no-lineal, caótico, de sucesivas reinterpretaciones que requieren animadores culturales, una nueva profesión próspera, porque no están claros los límites entre producción y consumo cultural. Hay un discurso sobre la necesidad de contar con políticas culturales activas, pero tampoco son claras sus fronteras. La declinación del poder del Estado no significa que abandone su responsabilidad en la libre expresión de la diversidad cultural y la defensa de las expresiones propias.
Por otro lado, la música distribuida por la industria cultural es, dicho al voleo, el Gran Relato actual, el gran convocante, la gran fuente de identificación, y a veces, de alineamiento. En La Modernidad desbordada, el antropólogo Arjuan Appadurai cita el caso de cierta variante masiva de country norteamericano cuyos cultores ya no se encuentran en Utah sino en las islas Filipinas, donde no se reproducen las condiciones materiales, antropológicas, históricas o geográficas de su original. No es el único caso de entrecruzamiento: entre nosotros, ciudadanos con antepasados itálicos o eslavos invocan a sus eventuales dioses atávicos de Dahomey practicando macumba. El íntimo entrelazamiento entre música popular e industria cultural dificulta hoy la posibilidad de buscar raíces, filiaciones regionales, influencias legítimas.
Desde fines de los años 60, diversos autores han desarrollado la idea de que la cultura mundial tiende hacia una creciente homogeneización: desde Mattelart a Adorno, Fanon, Freire, Lukács, cada cual desde su perspectiva. Appadurai los critica: “El argumento acerca de la creciente homogeneización cultural pronto deriva hacia la creciente expansión de la cultura estadounidense o bien hacia la transformación de la cultura en mercancía. Sin embargo, lo que estas argumentaciones suelen no considerar es que tan rápido como las fuerzas de las metrópolis logran penetrar otras sociedades, muy pronto son aclimatadas y nacionalizadas”.
No resulta fácil desentrañar esta aclimatación y nacionalización en la actualidad, aunque podría haberse visto claramente en la pasada etapa de los imperios coloniales. La música de Angola y Mozambique tiene fuerte influencia colonial portuguesa, así como los ritmos tradicionales argentinos encuentran sus raíces en la música europea (mediterránea y central) de los años de la independencia nacional, pero también en otras, como la originaria latinoamericana y la africana.
El formidable desarrollo de las comunicaciones ha puesto en otro lugar los contenidos simbólicos, desde las marcas hasta los productos musicales. Para García Canclini, habría un “hibridación” de los contenidos culturales y no un terreno neutro, observable, en el que dos identidades se diluyen al superponerse, creando una “cosa nueva”, especie de síntesis de las dos primitivas.
García Canclini sostiene que “el relato más reiterado sobre la globalización narra la expansión del capitalismo postindustrial y de las comunicaciones masivas como un proceso de unificación y/o articulación de empresas productivas, sistemas financieros, regímenes de información y entretenimiento. Al unificar los mercados económicos e interrelacionar simultáneamente los movimientos financieros de todo el mundo, al producir para todos las mismas noticias y parecidos entretenimientos, se crea por todas partes la convicción de que ningún país puede existir con reglas diferentes de las que organizan el mundo. Las políticas culturales deben ceder a la comercialización de lo simbólico cualquier pretensión estética y cualquier reconocimiento de diferencias que no sean las que pueden existir entre clientes”.
Para Lawrence Grossberg, “la unificación mundial de los mercados materiales y simbólicos es una máquina estratificante que opera no para borrar las diferencias sino para reordenarlas con el fin de producir nuevas fronteras, menos ligadas a los territorios que a la distribución desigual de los bienes del mercado”.
Para pensar.
“No es rock, mi amor, es pura suerte”
Si el incendio en República Cromañón desnudó el retiro del Estado de sus responsabilidades, el Indio Solari dio en el clavo: “Esto no es rock, mi amor: es pura suerte”.
El rock es un convocante masivo de cierta juventud urbana. La cumbia se generaliza en los cordones segundo y tercero del conurbano, lo que indica cierta estratificación socio-cultural alérgica a las definiciones clásicas, y que en el segundo caso advierten sobre una exclusión estructural.
La doctora Rossana Reguillo, de la Universidad de Guadalajara, sostiene en Estrategias del desencanto (Ed. Norma), que “El rock, que en algún momento funcionó como un importante espacio de encuentro de identidades juveniles, tiene hoy tantos compartimentos que hace que la música, más que como cohesionadora de identidades juveniles, funcione como diferenciador cultural. Casi todos los jóvenes padecen las mismas crisis pero no hay posibilidad de que traben entre ellos alternativas comunes de respuesta”. Y agrega: “La globalización promueve una fragmentación feroz que repercute sobre los universos juveniles, reduciendo las posibilidades de empleo y educación, por un lado, y sometiéndolos a un mercado que regula las identidades haciendo explotar las ofertas de identidad”. Esos jóvenes, según Reguillo, “buscan un relato que no les fue transmitido, necesitan saber cuál es su origen para consolidar una identidad amenazada”.
Para Reguillo, hay tres grandes grupos de cultores-consumidores de rock en América Latina, clasificación que podría servir como punto de partida para entender nuestra realidad:
–El rave, tecno o electrónico, integrado por jóvenes de clase media y alta con escolaridad secundaria y universitaria, que en Buenos Aires se juntan en los festivales Creamfield, donde se consume agua envasada, drogas de diseño y pulsos telefónicos.
–Una especie de neohippismo que postula una vuelta a los orígenes, con eje musical en el reggae (por ejemplo, Fabiana Cantilo).
–Los neopunks, algo politizados y más anclados en los sectores populares. Su politización no apunta al cambio sino al desencanto. En su publicidad gráfica, Callejeros se presenta como “Rockanroles sin destino”. Son rolingas, ricoteros, hacen rock chabón o sudaka, son una banda stone.
Todos ellos, como en el fútbol profesional, no son sin el espectáculo, el entretenimiento masivo, un fenómeno cultural y un negocio, conformados por una banda, luces, miles de asistentes apretados, pogos, CD’s y merchandising y -hasta Cromañón- bengalas.
Un recital rockero no se diferencia de un partido de fútbol y muchos de los grupos comparten hinchas, fanáticos y barras bravas. Según el musicólogo Sergio Pujol, es un fenómeno propio de las últimas décadas: en sus inicios, ambos públicos no se mezclaban. Además, suelen tener sus propias barras bravas. Callejeros, por ejemplo, conserva a La Familia Piojosa, El Fondo no Fisura y Los Invisibles, también conocidos como “los pibes del Viaducto Carranza”.
El Fondo es un desprendimiento de La Familia: “Viajábamos en un micro con gente de la Familia. Casi todos iban dormidos, arruinados por la droga y el alcohol, pero los que estábamos en el fondo seguíamos cantando y jodiendo. De ahí salió el chiste de que el fondo no fisuraba. Lo usamos para distinguirnos del resto…”, relató uno de sus líderes. Son unos 250 seguidores de entre 18 y 23 años. Su ingreso a los recitales era bullicioso: como las barras bravas en la cancha, se anuncian con bengalas y tres tiros. “O entramos todos juntos o no entra nadie”. Los roces son previsibles, sobre todo por el orden de entrada y el control de los micros: “Nosotros les hacemos el aguante, los seguimos a todas partes, juntamos a los pibes en los colectivos, ponemos las banderas, les armamos la movida”.
Según el periodista Eduardo Fabregat, cercano al fenómeno del rock, Callejeros no aceptó una propuesta vinculada con lo peor del espectáculo deportivo y la violencia social por el peligro de que el tan mentado aguante “empezara ofreciendo gente, siguiera pidiendo entradas de favor y terminara exigiendo que tocaran tal o cual tema o se pudría todo”, refiriéndose a que en este contexto el grupo terminaría cautivo de un espiral imprevisible de coerción.
Están afuera, pero quieren estar adentro: luego del incendio, sus CD y remeras aumentaron las ventas en un 300%, según los responsables de Musimundo, Yenny y FM Hit.
Para el psicoanalista Sergio Rodríguez, director de la página web “Fallidos Verbales”, las letras de Callejeros expresan un pesimismo radicalizado: “muchas de sus letras me produjeron escalofríos”, señaló en un reportaje radial.
Todos buscan su espacio, a la deriva, en medio de la influencia industrial de la cultura norteamericana. En ella, la música debe sonar “como” (Charly, Los Rolling…) de acuerdo a ese aspecto retrospectivo y nostálgico que es una de las patas de la industria cultural, y funcionan cristalizando el tiempo en un eterno presente. El público suele buscar un efecto probado y conocido.
Víctimas del EGB, de la reingeniería social del neoliberalismo y de la Ley Federal de Educación; hijos de una segunda o tercera generación de perdedores, son sectores populares adormecidos por décadas de despolitización (compulsiva o por cooptación) cuya conciencia se limita a marcar los efectos más visibles de la caída: la policía brava, la droga, la violencia social.
No tienen las metáforas poéticas de Castillo, Manzi o Discépolo, pero su última canción, la que interpretaban cuando se produjo el incendio en la discoteca de Omar Chaban, lo es de la juventud argentina, anticipando el uso de ácido cianhídrico como decoración del local de la calle Bartolomé Mitre:
«Arterias y venas se entrelazan, se estrangulan, se pelean, se bifurcan. Poco a poco, el oxígeno se acaba. Los músculos se contraen, la aorta se ahorca. La yugular se hincha hasta viajarte a las situaciones más extremas. La piel se congela, los oídos se cierran». (Presión, CD de junio 2004).
«A arriesgar una y mil veces./
A ser idiota por naturaleza y caer siempre en la vaga certeza/
de que en esta tierra todo se paga/
a consumirme, a incendiarme, a reír sin preocuparme./
A derribar, a ser un poco menos consciente/
a acabar con unos pensamientos decentes…”
(Distinto, tema que el Pato Fontanet interpretaba cuando comenzó el incendio).