Imaginario

Aguardientes. Segunda temporada.

Amo los perros por carácter transitivo. Amo los pibes que aman los perros, me traigo en la memoria como pibe queriendo a cada perro piojoso de mi barrio… y a los perros maricones de mis amigos… y a mis perros de toda la vida.

Por eso la historia que cuento es tan grossa y tan pulenta.

Lo vi parado en el cordón de la vereda mirando para atrás. ¿Sesenta años tendría? Ponele sesenta. Antes de cruzar pegó un silbido corto, con los dedos en «v» de victoria apoyados sobre el labio inferior. Esperó unos segundos, y siguiendo con los ojos una nada recorriendo una línea en la vereda, empezó a cruzar la calle. Al toque le hablaba a la nada que supuestamente caminaría abajo, pegado a su rodilla derecha. Se reía. Después miró para adelante y volvió a silbar acompañando la orden de labio con un «Pará… ¿adónde vas?»

Yo venía atrás, y por seguir la extraña escena y previendo un desenlace me pasé de la entrada de mi casa. Lo seguí, o los seguí, si esto fuera acompañado por lo que suponía era un perro que el coso imaginaba, pero que no estaba al menos en esta dimensión.

A la altura de la panadería el tipo se agachó y acarició una altura cuarenta centímetros arriba de la vereda…una altura vacía, pero que parecía retorcerse de gozo.

Lo seguí otra cuadra. El tipo le chamuyaba a ese perro imaginario hasta que se paró en el sauce de la esquina de Garay y Chiclana. Un llórón que podó la municipalidad y lo dejó como un Beatle verde. Allí el tipo se paró…y yo a los veinte pasos disimulando encender un cigarrillo.

Al minuto siguió viaje, y yo con él, con ellos ya que la locura me había metido en la escena.

La curiosidad me hizo parar en el sauce, el sauce por el que habían pasado el dueño loco y el perro imaginado. La marca de orín en el tronco y el arroyito amarillo en la vereda me dejaron perplejo. Una vieja pasó a mi lado. Sólo atiné a señalarle el pie del árbol. «¿Lo puede creer?», le dije.

La mujer miró el laguito de meo y con cara de censor de cine me respondió. «Y sí…pero la culpa no la tiene el perro, pobrecito…sino el dueño», para seguir camino con la reprobación en estado de murmullo.

Me volví para mi casa. Raramente contento. Tanto se puede querer con el alma a esos bichos que hay algunos que hasta son capaces de inventarlos.

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