Vía muerta

Como sucede con los ancianos que suelen pagar al final de su vida los excesos de la juventud, los argentinos estamos padeciendo el incremento de dramas colectivos en un mismo escenario. Las rutas.
Calamidades desbocadas, sin final, como preludio de males mayores, que apuntan a un mismo origen: la evaporación del sistema nacional de transporte ferroviario, que fuera la columna vertebral de nuestro territorio. Fue cuando muchos aplaudieron aquello de “ramal que para, ramal que cierra”.

Las desgracias se suceden: accidentes de tránsito que cada vez involucran un mayor número de víctimas y vehículos automotores; piquetes de activistas agropecuarios descontrolados que toman las rutas públicas como cotos de caza, con una violencia desmedida que no reconoce antecedentes en la protesta de otros sectores sociales; sospechosos incendios que, por largos trechos, hacen intransitables esas mismas rutas, cuya capacidad de paso está superada día a día por un número creciente de grandes vehículos de transporte de carga y pasajeros.

Los concesionarios viales se limitan a realizar mantenimiento cosmético porque así se acordó en la renegociación de contratos firmada después de 2004. Desde entonces, el gobierno anunció que los privados dejarían de invertir (algo que nunca hicieron, excepto en los nichos rentables), y en adelante sería el Estado quien, mediante fondos públicos, tendría la obligación de atender el interés general.

Los entes reguladores siguen sin regular mucho aunque, en años anteriores, el presidente Kirchner los incriminó reiteradamente.

La CNRT realiza espectaculares operativos mediáticos. Los pasajeros desconfían con razón: los micros no cumplen condiciones mínimas de seguridad y los choferes no descansan lo necesario. Pareciera haber demasiada influencia empresaria en un ente que abarca mucho (corta y larga distancia, transporte de pasajeros y carga por rutas, ferrocarril, líneas aéreas, etc.) y aprieta poco.

Del OCCOVI poco se sabe, aunque el estado deplorable de muchas rutas exime de mayores comentarios.

¿Invierten los concesionarios en señalización, ensanche y prevención? ¿Existe un protocolo obligatorio para rutas cerradas por niebla u otros obstáculos peligrosos? Todo indica que desde Cromañón, nada ha cambiado. Es decir, se llega mal, tarde, o no se llega.

No es ajeno a este panorama que las provincias, por un concepto anarquizante del federalismo consagrado en la Constitución de 1994, puedan decidir voluntariamente si participan o no a la solución de estos problemas, desde la lucha contra el fuego al control de las rutas o la definición de una política integral de transportes.

La de Buenos Aires, por ejemplo, no adhiere al Plan de Manejo de Fuego (bautizado así por María Julia) hoy a cargo de la subsecretaria de Medio Ambiente Romina Picolotti, mientras esta anuncia que antes de salir a combatir los focos hubo que “homogeneizar el lenguaje”. Esta visión (adyacente a aquella otra de que el Estado es uno más entre distintos sectores), y que tiene ciertos costados marcados por la trivialización de la política y el pensamiento, es el marco político-institucional de un modelo de país en el que los mercados establecían las prioridades.

Según el actual federalismo en boga, los privados no negocian con un Estado fuerte sino con múltiples administraciones dóciles, lo que demuestra que no toda descentralización es buena en sí misma.

¿Cambio de modelo?

El modelo menemista, enfocado en el crecimiento del sector de servicios, en un Estado muy activo en su pasividad, y en el consumo progresivo de importados financiado con deuda externa, estaba cómodo con una red de rutas concesionadas donde nadie se planteaba aumentar el kilometraje total, unidades de carga y pasajeros que cubría la demanda, autopistas diseñadas para servir al público opulento de las islas financieras, y dos corredores de cargas privatizados (Bahía Blanca-Rosario) que no servían al país sino al interés particular de sus dueños.

Pero el crecimiento económico sostenido en que se basa el actual modelo necesita un sistema distinto, planificado de acuerdo a otras prioridades.

Cuentan la creciente producción industrial y una cosecha record cimentada en una burbuja de demanda internacional pero, sobre todo, una política monetaria, la del actual gobierno y heredera de la devaluación, que genera grandes ganancias agropecuarias y alimentos relativamente baratos para todos.

Así, por ejemplo, en el año 2007 se habilitaron 7.000 nuevos camiones pesados, pero nadie se preguntó por dónde iban a circular como no fuera por el aire. Y desde esta perspectiva, es indiferente que dos empresas fabricantes y un sindicato de choferes lo exhiban como explosivo crecimiento del sector.

Algunos sectores crecen, pero no crece el conjunto.

La repetida noticia de que, frente a cada nueva nevada en el límite con Chile, quedan varados 3.000 camiones, es prueba de que si algo falta aquí es una mínima racionalidad. Con un sistema multimodal basado en el ferrocarril, no se producirían los atascamientos en la frontera, y se reducirían drásticamente todos los costos (fletes, combustible, impacto ambiental, etc.), con su impacto en los precios.

Previsibilidad

En el manejo de lo público, la improvisación, que suele costar cara, se cura planificando.

Planificar no es un atributo del modelo soviético ni del Eje del Mal, ni un arcaísmo, y tampoco la denominación de fantasía de un ministerio: es lo que hacen todas las empresas privadas, y que para el Estado ya se está haciendo impostergable. En los últimos años se impuso la idea desatinada de que la planificación corporativa era suficiente como para satisfacer las necesidades públicas.

Algo parece haber cambiado, pero dentro de un marco que tiene suficientes atributos como para sabotear cualquier posibilidad de cambio real. Todo proyecto debe responder una pregunta básica: ¿hacia dónde queremos ir?

Pasamos de un Estado que ni siquiera se planteaba invertir en infraestructura, y que dejaba que eso lo decidieran los privados, a otro que anuncia que va a invertir, que anuncia un nuevo rol activo para el Estado, que decide algunas inversiones, pero en los hechos invierte mucho menos en infraestructura que cualquiera de los otros gobiernos latinoamericanos, para no hablar de los centrales. Y ahora, hasta los economistas cercanos al gobierno hablan de gastar todavía menos para contener la inflación.

Es que la muy mencionada articulación entre el Estado y los particulares sólo es posible cuando aquel está presente, pero en serio.

En cuanto a prioridades en el transporte, el gobierno rechazó las críticas que, por izquierda y derecha, tuvo su decisión de instalar dos líneas de trenes de alta velocidad (TAV), con una inversión de más de 3.900 millones de dólares en una sola de ellas, que servirán a un sector pudiente y limitado, mientras no aumenta ostensiblemente la oferta en servicios masivos de pasajeros, no se invierte en apertura de talleres de reparación y reactivación de vías, y tampoco –sobre todo ahora, cuando la crisis “del campo” desnudó esa carencia– en transporte ferroviario de carga que sirva a todos los productores y no solamente a Aceitera General Deheza. Además, las varias pymes ferroviarias autorizadas a cubrir trayectos de punta a punta son en general más que lamentables.

Ahora se traen locomotoras de China, cuando el país tenía una eficiente industria nacional radicada en Córdoba (Fiat Concord-Materfer), que hoy se limita a reparar los mismos equipos que fabricó hace 40 años. En los ’90 desaparecieron las plantas donde se fabricaban motores diesel y locomotoras, y sus nuevos dueños rompieron a martillazos la línea de colado de rieles ferroviarios de Somisa, única en el país. Eso significa una pérdida sensible de ventajas tecnológicas, y si se recurre a importar es porque hace unos años se decidió (con el apoyo mayoritario de la población, cabe recordarlo) que nuestras ventajas eran otras: el turismo, u otra por el estilo.

Se ha reemplazado el viejo paradigma del déficit ferroviario de un millón de dólares diarios por otro donde se distribuyen subsidios equivalentes a concesiones privadas que en lugar de cubrir los 35.500 kms que producían ese déficit abominable, apenas pueden con 8.000 kms sobrevivientes.

No se entiende la política oficial

El gobierno nombra en la nueva Operadora Ferroviaria estatal al salteño Marcelo López Arias, menemista reciclado y protagonista de las privatizaciones de los ferrocarriles en los ’90. No solo de eso: López Arias codirigió con Liliana Gurdulich la Comisión Bicameral de Reforma del Estado, mediante la cual se desarmó meticulosamente la lógica que, construida a lo largo de décadas, daba sentido y funcionalidad al Estado, borrando todo lo que tuviera olor a regulación. Esa Comisión seguía los pasos marcados por la Fundación para la Modernización del Estado que, con medio centenar de ejecutivos de multinacionales, copó todas las áreas de decisión de la administración con el objetivo de entregar la ciudadela de lo público al interés corporativo.

Y lo hizo.

Regulación es lo que falta cuando, frente a los incendios de pastizales, nadie sabe si las fuerzas de seguridad, la concesionaria, las policías, el ente regulador, Vialidad o Favio Zerpa tendrán la responsabilidad de cortar las rutas para prevenir accidentes que igual terminan produciéndose.

La Administración de Infraestructura Ferroviaria, la otra repartición que despertaba alguna esperanza de cambio en política ferroviaria, será conducida por el ex macrista y ex empleado de Socma Juan P. Schiavi, poniendo en duda si en lugar de buscar la reactivación de un sistema moribundo se están jugando los destinos de los bienes raíces administrados por el ONABE (Puerto Madero II, por ejemplo), que Macri quiere para sí.

Todo indica que los elegidos no se limitarán a ocupar un despacho y designar una secretaria, y nadie supone que se los eligió porque son ricos y famosos.

Hechos y dichos

Aún suponiendo que esas dudas sean infundadas, pareciera imperar una mirada prometeica de la gobernabilidad: ¿Son esos personajes los que nos sacarán del infierno? ¿No volverán a hundirnos en algo parecido, o peor?

El gobierno nacional no parece permeable a las críticas, incluso las amigables. Y se defiende con las obras en curso. Además de las dos líneas de TAV a Mar del Plata y Rosario-Córdoba cuyas vías no podrán ser recorridas por los servicios corrientes, anunció un puñado de obras:

– Terminar la muy demorada electrificación total de la línea Roca con la incorporación de 200 nuevos coches.

– Soterramiento de la línea Sarmiento (Once-Moreno), a un costo de 1.200 millones de dólares.

– Renovación del parque del San Martín, con 24 locomotoras y 160 coches de fabricación china. Aunque esta línea funciona mejor que otras, sería deseable no repetir el error cometido con la importación de trenes portugueses usados en 2004, cuya trocha no coincidía con la de las vías.

– Extensión de la línea E de subterráneos entre Bolívar y Retiro, bajo la avenida Leandro Alem, a cargo del Estado nacional.

Parece mucho, pero no lo es

Los detalles de la financiación del “tren a chorro” son preocupantes: fue adjudicado a la francesa Alstom (número puesto) mediante la emisión de títulos de deuda, y se acepta la jurisdicción de los tribunales de Londres. Además, el TAV es una tecnología en vías de extinción, por poco práctica. Y se importará todo, hasta el último tornillo.

Los servicios diferenciales se justifican como alternativa de redes ferroviarias que llegan al último rincón del territorio, que no es el caso argentino.

El modelo neoliberal entró en crisis en 2001, pero sobrevive un Estado hecho a su medida. Y no se notan esfuerzos notables por torcer este rumbo. Es cierto que de un día para otro no se reconstruye un país desarmado hasta sus cimientos. Sin embargo, para “articular” deben existir dos actores, y uno solo debe tomar las decisiones.

Si el gobierno hiciera un esfuerzo decisivo en la reconstrucción ferroviaria, el país podría recuperar su columna vertebral. Con esta inercia, no queda sino esperar males mayores.

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