Una época, una épica

Un mes, siete partidos y cuarenta y seis millones de almas hermanadas detrás de un sueño: Argentina campeón mundial. Y pasó lo que tenía que pasar, ganar la copa y los corazones. Se metieron en la historia y para eso, esta época encontró su épica. Ahora también su mito fundacional.

Hoya, Manuela

Nuñez Rueda, Ana Laura

En algún momento no tan lejano, cuando los argentinos y argentinas de a pie multipliquen la historia oral sobre Qatar 2022 van a tener que remontarse a hechos anteriores -siempre discutibles, como todo recorte- pero que seguro incluirán un vano intento por explicar a Messi, el Mundial 2014 en Brasil, el  2018 en Rusia, la llegada de Scaloni como DT,  la Copa América y el “mirá que te como”, la Finalissima, el “muchachos….”, la scaloneta y la Copa del Mundo. Un tiempo largo, una historia, la que supimos conseguir. 

***

Una épica

El domingo se consumó el deseo al que más velas se le prendieron; por el que más veces se invocó a un Dios, santo popular o fuerza superior; por el que se hicieron las promesas más insólitas; por el que se sostuvieron prolijamente las cábalas, se juró y perjuró durante los cerca de mil minutos jugados en Qatar. Pidieron los del fútbol, los más o menos y quienes orillaron a las pantallas con este campeonato mundial. Cada quién contribuyó a este espectáculo a su modo. Un esfuerzo colectivo y una plegaria de un pueblo que pidió porque merecía. 

Querer. Creer. Merecer. 

Querer ganar quiere cualquiera. Sin embargo, lo potente acá es que se conjugó con un querer-ser connacional. Es que incluso en las malas, nuestra gente nos pertenece. Entre tantas confirmaciones que circularon en las redes, algunas fueron elocuentes como la del cartonero al que, en medio de los festejos, un pibe le regaló la casaca albiceleste. Con el trofeo pegado al cuerpo,se arrodilló y rompió en llanto. Es imposible no conmoverse con este hombre al que no le dimos nada en términos materiales ni de horizontes de posibilidad, pero que insiste con ser argentino. Lo mismo vale para los muchachitos y las muchachitas de Santiago del Estero que se sumaron en sulky a la caravana celebratoria. Suena el “dejame entrar, a tu vida y a tu corazón» de Makano. Y qué decir del señor de la casa de telas que, desde una ventana, repartía el estandarte nacional para que nadie se quede sin. Generosos dadores de argentinidad. Es que es lindo, es muy lindo, ser de Argentina. Entre tanta pálida, lo que no amaina es la vocación de comunión y de perseverar en ella, como ilustró Juan José Becerra en Diario Ar. 

Además, paulatinamente, las almas se fueron persuadiendo de que se podía. Una fe en los colores y en el equipo que los lleva puestos. Entonces, proliferaron  las señales probatorias de esta creencia: estadísticas y coincidencias everywhere. Las zurdas, los Lionel, Santa Fe, Newell’s Old Boys, “en el ´86…” y así. En las casas se hizo el mismo ejercicio con las biografías familiares y si hasta el Papa cumplió años antes de la final. ¿Cuántos? 86. Una Patria, un destino. Esta religión encontró su sustento al tiempo que advertía que «no te lo puedo explicar, porque no vas a entender«. Y la fe es eso: lo inexplicable que se apodera de la razón. Es Lionel Messi diciendo que «presentía que íbamos a ganar». No hay vueltas. 

Finalmente, la copa como un merecimiento, como un acto de justicia. Porque tenemos al mejor jugador del mundo que eligió jugar acá, que se fue y volvió porque no le salía dejar de intentar y que intentó hasta que salió. Porque fuimos un equipo favorito a lo largo de todo el Mundial y, finalmente, en la cancha se reflejó que somos mejores. También porque después de tanta procesión, de tanto prepararse para cuando la ventana de la historia se abra, de caminar tanto desierto, estos pibes y nuestra gente se merecía la felicidad más linda del mundo: la del futbol, la de ser campeones, la de Argentina entera, sin tiempo, sin género, sin clase, sin ideologias, una de todos. 

Los seis kilos de oro llegan en el preciso momento en el que la falta de una épica es el signo de esta época. Justo a este pueblo que hace rato que no la emboca, que la historia le pasa de  largo y que nos quedamos en el “ssss, casi».  El mito fundante que necesitábamos, el que nos hace salir a la calle a cantar y caravanear, a abrazarse con lo albiceleste. Pura mitología que, de ahora en más, se contará remontándose lejos y abajo, señalando a quienes no creyeron y a quienes impugnaron a este grupo de corajudos que la peleó y que, conjugando  fortuna, virtud y sentido de la oportunidad, llevaron la bandera argentina a la cima del mundo. Otra vez. 

Una idea que contagió silbando bajito. Y de a poco sumó fieles, cantos y ritos. Una idea que soporta un 2- 2, un 3-3 y la agonía estirada hasta los penales, hasta patear el cuarto. Una idea que sabe del tiempo largo, que es el de la trascendencia y que devino en mito, con mayúscula. Como  postuló Juan Di Loreto: 

“Argentina ya ganó algo más que una final, ganó una época. Así como el ´86 y el ´90 tienen sus imágenes, sus músicas y su anecdotario, el ´22 ya tiene el guión para hacer una nueva versión de Héroes. Porque llegar a una final se llega, como en el 2014, pero llegar a la final construyendo una época, eso no sucede con frecuencia».

 Una época

Este tiempo que encontró su épica y gestó su mito, esta época que se metió en la historia, tiene sus singularidades: unas que reclaman hegemonía.

  • Un capitán que convida su magia y hace juego.

A la destreza inexplicable de esa zurda, a su punto de gravedad que no lo deja caer, a la belleza con la que combate en cualquier asedio, se le agrega que el tipo tiene un campo visual único que le permite ver lo que nadie ve. Y la pasa. Un ser extraordinario que entiende como nadie este juego y que sabe que no necesita estar solo para lucirse. Messi es Messi en un mundo en el que el fútbol es tan competitivo y profesional, tan conectado y atravesado por puntillosas tecnologías, que no es fácil destacar. Pero el rosarino es de otro planeta. Y aunque hubo quienes lo quisieron desterrar, se impone a fuerza de lo inigualable, de lo inexplicable. Una exquisitez que tenemos el lujo de ver en vivo, que genera admiración acá y allá, que se quiere multiplicar en las plazas llenas de remeras con su nombre, y que no dejó dudas cuando relució su máxima argentinidad contra Países Bajos. Lo distinto de esa jornada, inmortalizada en el “qué mirá bobo”, es que generó la ocasión de mostrar lo que siempre fue: argentino. 

– Un DT que no quiere ser más que sus jugadores, ni se enreda en comparaciones con otros técnicos de la selección nacional. En su prédica hay algo re-fundante: querer ganarle al rival, al que no tiene la remera de Argentina como diría Bilardo. También, en su catequesis después de la derrota contra Arabia Saudita, sostuvo que hay que respetar a todos los rivales, no creerse mejor que nadie, por lo menos, hasta ganarle. Más aún, dijo que las buenas rachas se cortan, que nunca está bueno perder, pero que con los tropiezos no queda otra que «levantar la cabeza y seguir». Una escala valorativa para pelearle al sufrimiento.

También, por esos días, dijo que teníamos que cambiar «la sensación de que se está jugando algo más que un partido de fútbol (…) porque al final mañana sale el sol y lo que importa es cómo hiciste las cosas o si intentaste hacer lo mejor posible y es lo que nosotros hacemos». La declaración abrió controversias, pero encontramos de nuevo el tiempo largo, la perseverancia y la convicción en la idea. Al mismo tiempo, un ruego  para descomprimir, un intento para protegerse frente al hambre de esta Nación de creyentes de la que él mismo es parte. Y no hay deshonestidad, sino una tentativa contra sí mismo porque, como dijo @santamarinajose, «es cierto que estamos locos, que vivimos pasados de rosca y que quizás se puede hacer algo para que la ilusión de felicidad no esté enteramente concentrada en el resultado y se reparta un poco en el proceso». Pero somos esto y quizás por eso el Dibu conquistó tantos corazones: es el paroxismo de nosotros mismos -y eso que hace terapia-. Una sociedad que sabe estar cerca de que se le suelte el patín, que viene desesperanzada y dividida; que quiere salvarse, que el fútbol nos salve y que encuentra en el juego una chance para la reparación histórica de este sur periférico contra piratas e imperialistas. 

Aunque fuera sólo fútbol, lo cierto es que en esta tierra el fútbol es mucho más que un juego: es la vida misma, es la argentinidad. 

– Un equipo formado de muchachos que, muchos de ellos, son estrellas en sus clubes y entendieron que si toca, toca y si no también -hace poco Roma se paralizó con la bienvenida a Paulo Dybala, ídolo total, que este mes comió más banco que Vitette-. Lo que ordena se parece a la prédica justicialista que enseña que “es necesario que empujemos donde nos pongan y que empujemos con todas las fuerzas que tenemos y con la mayor inteligencia que poseemos”. Si así pasa, el triunfo es esplendoroso. Y vaya si lo es. 

Pero también este es un grupo de pibes de distintos puntos del país que, como cualquier argentino de bien, de cebollita soñaba jugar un mundial y consagrarse en primera, se proyectaban en la enormidad de Messi y así llegaron a Qatar: con ganas  de jugar, con hambre de ganar. 

– Una concepción que se expresó con los jugadores y los técnicos con definiciones al unísono: «nacimos para sufrir». Este pueblo, nuestra gente sabe de eso. Somos un puñado de padecimientos, que lejos de sacarnos de la cancha, nos hace persistir con más ganas, con la certeza de que ya nos va a tocar. Somos una línea histórica llena de episodios que mezclan derrotas, frustraciones y esperanza; perseverancia, bancar los golpes y repertorios de acción para seguir, para no dejarse caer; ilusión, ganas y la convicción en un destino de grandeza. Y, con el diario del lunes, pareciera que ganar así es más lindo. Nos ilusionamos y tenemos con qué. Estamos condenados al éxito. 

Finalmente, esta selección es hija de este tiempo y así propone:

 a) otra comunicación con su gente a través de las redes sociales, disputando la centralidad al periodismo en general pero especialmente al de la negatividad. En este plano, la figura clave es el Kun Agüero que, tras su tragedia, logró encontrar un nuevo rol en el equipo que no le suelta la mano.  Este formato es potente porque, además,  los acerca a otros ídolos/as que convocan a multitudes de jóvenes en una etapa en la que conmoverse es la figurita difícil. 

b) otras masculinidades posibles. Aunque persisten viejas usanzas, lo cierto es que se avizora una ruptura con lo trash que suele acompañar al éxito, la plata y la fama. Hay parejas, más nuevas o más viejas; hay hombres que se muestran amorosos y paternando felices; hay familias y amistades como unidad fundamental para alcanzar el alto rendimiento deportivo y emocional; hay grupos de esposas y novias que gestan sus propias complicidades, que se definen “campeonas del mundo” porque, ciertamente, son parte de esta gesta patriótica.

Quizás esto tenga que ver con el modelo Messi, si es que existe tal cosa, o  con la exigencia de la máxima profesionalización posible que hoy demanda el fútbol, o con la ética protestante que impone un mundial donde no te podes equivocar.  Sea como sea, estos hombres son argentinos y quieren volver a esta tierra, que es su casa, a tomar mate, a festejar con nuestra gente. Estos hombres nos quieren y viceversa.

“Somos felices con matices”, dijo De Paul. Es que la vida es eso: rafagas de felicidad a sabiendas de que “todo pasa”, lo bueno y lo malo, por eso hay que aferrarse fuerte a lo primero. Disfrutemos, mientras le damos las gracias y la bienvenida a esta nueva hegemonía, una en la que ya no se ven detractores de Messi. La nuestra.  

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