No es casual que Colombia tenga el triste privilegio de encabezar las estadísticas sobre homicidios en América Latina. A pesar de la presencia militar norteamericana, de la DEA y las bandas parapoliciales, el narcotráfico, con sus ejércitos privados, está enquistado en un país que exhibe agudos índices de pobreza, flexibilización laboral y exclusión.
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Junto con el tráfico de armas, el negocio de la droga facilita grandes negocios bancarios, y las instituciones que los reciben no son oscuras oficinas de extramuros sino las prestigiosas multinacionales financieras con sede en Wall Street.
De allí que el lavado de dinero sea, como la transparencia, un problema que queda siempre a medio resolver; y que el narcotráfico sea un fantasma incorporado a la realidad cotidiana. EEUU, el mayor consumidor mundial de narcóticos, no combate el consumo y la venta callejera tanto como pretende suprimir las plantaciones de coca y amapola, esas que suele rociar con un desfoliante similar al que usó en Vietnam antes de ser derrotado por Ho Chi Min.
Y -sin olvidar las triangulaciones de drogas por armas que organizó la CIA con el consentimiento de la Casa Blanca- se subordina a la estrategia de que “si no puedes destruirlo, únete a él”, un punto de vista que ha tenido sus seguidores entre anteriores autoridades de la provincia de Buenos Aires, el área más conflictiva en consumo de drogas, pero también en exclusión e inequidad.
Con semejante escenario es muy difícil, o quizás imposible, resolver el problema sin ir a las causas. El tema es sumamente complejo, y muestra el rostro esquizoide de una sociedad de consumo que combate el mismo consumo que alienta, tanto como la fuga hacia los paraísos químicos como vía de evasión y aliciente para la competencia.
Componente principal de la sensación de inseguridad, tiene puntos de contacto con la privatización de la vigilancia: en un país seguro, el negocio se cae, como se cae el de la prevención del consumo de drogas si se reduce ese consumo.
El secuestro de personas con fines extorsivos, cuyo grado de organización es superior al del hurto callejero, está profundamente relacionado con este teatro violento.
El negocio de las bandas organizadas no distingue entre secuestro y tráfico de drogas, prostitución y armas ilegales. Antes bien, la del secuestro puede ser una rápida vía de capitalización para obtener recursos a fin de establecer redes más eficientes de narcotráfico, un negocio con menos complicaciones.
Para combatirlo hay que centrarse en la exclusión social donde se mueve como pez en el agua, en la reinsersión laboral y la creación de fuentes de trabajo genuino, en un control estatal efectivo del tráfico de armas, en el combate a la corrupción policial y en una revisión seria de la política educativa y cultural.
Perfeccionar la represión, aumentar las penas y construir nuevas cárceles atiende a las consecuencias, sirve para la foto, pero no resuelve las causas.