Por Galvarino Apablaza; puntofinal.cl
Relato exclusivo escrito en la prisión de Buenos Aires por Galvarino Apablaza (Salvador), ex dirigente del Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
En la foto, Salvador con su hija menor Zaira, hoy de 3 años.
Lunes 29 de noviembre del 2004 a las 20 horas, estaba oscureciendo y me dirijo a buscar a Paula que regresaba a casa luego de su jornada laboral. Ni siquiera me cambié de ropa: un short, zapatillas y polera, son mi único vestuario.
Avanzo por Ruta 7, a una hora de bastante tránsito y estando a 500 metros de la entrada del pueblo donde me espera mi mujer, veo desde el frente un vehículo blanco que a la distancia comienza lentamente a cruzar el eje de la calzada hacia mí. En primera instancia, me da la impresión de que se trata de un conductor en mal estado, reduzco la velocidad y en un momento me detengo a unos dos metros del vehículo, del cual desde el asiento del acompañante del conductor sale un sujeto bien vestido de traje y corbata, un poco escuálido, con un arma en la mano y corriendo.
De inmediato pienso que se trata de un secuestro, actividad más o menos común en la zona de acuerdo a la visión de la prensa. El grito de policía no es suficiente para desechar esta posibilidad, pongo marcha atrás e intento salir a toda velocidad. Veo al sujeto que me apunta a no más de un metro de distancia por la izquierda de mi vehículo, siento un fuerte en impacto en la parte de atrás y entiendo que, o alguien me chocó o choqué alguien. Intento salir hacia adelante pues se había abierto una brecha con la camioneta que me bloqueaba el paso, pero el espectáculo era definitivo: alguien sujetaba mi cuello y una pistola se apoyaba en mi cabeza.
Miro hacia adelante y veo que estoy rodeado. A mi izquierda tengo dos sujetos, dos al centro y dos a la derecha, apuntando sus fusiles de asalto sobre la parte superior de mi cuerpo, cubiertos sus rostros con máscaras y en completa tenida de combate. Los haces de luz infrarroja de sus armas cubrían mi cuerpo y sólo nos separaba el débil cristal del vehículo. Sólo en ese minuto deseché la idea del secuestro y volvió rápidamente a mi mente el fantasma fascista.
Gritos por doquier, cada uno daba órdenes “¡quieto, levanta las manos, no te movás! ¡Busquen el fierro, no hablés ¿andás armado?” No sé a qué atenerme por lo contradictorio de las órdenes, al final opto por permanecer inmóvil, no me quedaba otra con el brazo izquierdo sujeto por detrás de la cabeza y pegado a la oreja y la mano derecha sobre la palanca de cambio que aún estaba en primera y con el motor en marcha. Estaba seguro de que cualquier movimiento en falso podía conducir a un incidente fatal.
Como es mi costumbre usaba el cinto de seguridad, me esposaron y un sujeto vestido de civil con su mano me golpea el rostro. Cuando pretenden bajarme se dan cuenta que el cinto impedía mi salida por tanto me liberan un segundo para desatármelo. Ya fuera de mi vehículo sabía muy bien de qué se trataba y en el fondo, me invadió una suerte de alivio -pues a pesar de lo difícil de la situación- pensé que podía ser el inicio del fin de una larga pesadilla. A lo orilla del camino, con las esposas hundiéndose en mis muñecas me paran al costado del vehiculo, veo como mi camioneta es revisada de manera exhaustiva, y miro por todos lados buscando a Paula que casi de manera obligatoria tenía que pasar por ahí a esa hora. De todos modos, tenía la seguridad de que más de algún vecino iba a ver todo y me reconocería de inmediato. Mi mente durante segundos recorre pasajes de mis afectos.
Me atormentaba la idea de que llegaran a casa antes que mi compañera y encontraran a mis suegros e hijos solos y no por el hecho que se enteraran de mi detención sino por la causa de la misma, pues hasta ese momento había sido el secreto mejor guardado y desconocían absolutamente mi realidad. Incluso al otro día ya debían haber emprendido el regreso a Chile luego de pasar unas semanas con nosotros por el cumpleaños de los niños.
Me embargaba un sentimiento de deslealtad que no estaba en condiciones de explicar pero de una u otra u forma, sentía haber traicionado la confianza y el aprecio que me habían brindado todos estos años. Esto mismo se repetía hacia todos y cada uno de los amigos que veía con frecuencia y que se habían transformado -a pesar de la diversidad de pensamientos e historias- en una suerte de pequeña familia. ¿Hasta dónde comprenderían y entenderían mi verdadera realidad?
De vez en cuando mis reflexiones eran interrumpidas por uno que otro diálogo con los captores. Uno de ellos se acerca y me dice: así que Apablaza ¿no?” -Sí, así mismo, fue mi respuesta. Se establece un diálogo más distendido, aparece el sujeto a cargo del operativo y me dice: “¿Todo bien? Sí, le digo a excepción del golpe que me dieron. “¿Duele?”, me dice. No. “Pero la moral sí”, agrega y se retira.
Escucho celulares y radios por todos lados, informando del éxito de la operación. Me leen mis derechos y en mi afán por divisar a mi compañera por algún lado veo en su plenitud la magnitud de la cacería, a lo menos cuento cinco vehículos civiles y un furgón con las siglas Geof; cuatro sujetos a cargo de mi vigilancia y unos cinco haciendo una exhaustiva revisión de mi vehículo, levantando alfombras e inspeccionando hasta la última cajuela.
Otro con cámara en mano filmando todo y varios sacando fotos con cámaras digitales, además de una veintena de civiles de un lado a otro. A ambos lados de la ruta, los curiosos vecinos comienzan a aparecer en los portales de sus casas, la tensión inicial comienza a desaparecer, hay amenaza de tormenta, el cielo se oscurece y la noche se empieza a iluminar con una serie de relámpagos. Caen las primeras gotas, de vez en cuando alguien me va a consultar cómo se arranca la camioneta pues tiene un dispositivo de corte.
Al rato que cómo se cierran las ventanillas y luego que el motor no arranca, en principio no sé la razón pero me doy cuenta y les informo que hay que mantener presionado el embrague. En mi interior pienso ¿cómo es posible que frente a tamaño despliegue de recursos, no estén en condiciones de arrancar un vehiculo? Pienso en mi madre, hermanos e hijas. Se acerca el momento de una larga espera de más de 30 años.
Por uno y otro lado, comenzaremos a conocer las familias. Mi madre sabrá que tiene nuevos nietos, sus hermanas, otros hermanos y yo podré conocer sobrinos. Claro hay afectos que ya no estarán y obviamente pienso en mi padre, pero creo que de una u otra forma está presente, como en todos estos años.
Converso con mis custodios y en el fondo me tratan de demostrar su eficiencia o bien mi torpeza. “Tenés lindos perros y están adiestrados”. Sólo me sacan una sonrisa ¿y las cámaras de seguridad funcionan? Obvio. “Te movés poco y sólo por la zona y nunca mirás para atrás. Por suerte te tomamos hoy porque o si no estábamos obligados a entrar en tu casa y eso hubiera sido distinto”. Me pregunto si tenían todos esos antecedentes ¿por qué este despliegue y no cuando llevaba o regresaba del colegio de mis hijos con la vianda para su almuerzo? ¿O en el supermecado, o cuando cortaba el pasto afuera de la casa o cuando los sábados jugaba alguna pichanguita?…
Pero por lo que conocemos, tu historia habla de otra cosa. Pienso, la espectacularidad en estos casos es mucho más rentable tanto política como operativamente, incluso ciertos medios de prensa (de la derecha) se hacen presentes casi de inmediato y un operativo que en sí dura segundos permanece por dos horas en el lugar, como en una situación de espera. De vez en cuando me tapaban la cara con una polera, hubiera sido mucho más simple si me metían dentro de un furgón o vehículo.
En este tiempo interminable, se acerca un custodio y me dice: “ya conversamos con tu mujer”. Como no les creí me dice: “Pasó por aquí”. ¿Con quién andaba?”, pregunto. “Parece que con una amiga”, me dicen. “¿Cómo era?”, insisto. Me da un par de señas de ella y del vehículo en que andaba y digo es Myriam, y eso me da tranquilidad pues estoy convencido de que al saber la verdad, los problemas familiares que me angustian estarán bajo control. Además ella es de armas tomar a la hora de defender sus derechos.
Me conducen hacia la camioneta, la puerta de atrás está abierta a mi izquierda, un muchachón toma nota de la parte final de procedimiento en presencia de dos testigos que estaban muy nerviosos. Me toman la siguiente declaración:
Nombre: Galvarino Sergio Apablaza Guerra
Edad: 54 años
Fecha nacimiento: de pronto desde adentro de la camioneta se escucha una voz “espera, espera”. Era quien filmaba. Se acabó la batería y se quedó sin luz la cámara. Vuelta atrás y comenzamos de nuevo. Fecha de nacimiento…
Ocupación: REVOLUCIONARIO, se miran como poniendo en duda la profesión, pero continúan.
Cédula de identidad…ni idea.
A cada una de mis respuestas, la antecede un breve silencio, después de tantos años de ser Pedro, Juan y Diego, se me hace difícil volver a ser Apablaza. Incluso hasta me suena medio raro, pienso y digo ¡putas que me han quitado cosas!. Hasta me cuesta saber quién soy, pero en el fondo me siento afortunado: tengo una familia que amo y me ama, tengo amigos -muy pocos- pero en estos días y a pesar de sorprenderse de esta situación, han demostrado un coraje y dignidad increíbles brindándome toda su solidaridad y apoyo.
Pienso con nostalgia, tristeza e impotencia en grandes compañeros y amigos del ayer y que no tuvieron ninguna oportunidad, vienen a mi mente Manuel Guerrero y José Manuel Parada, salvajemente torturados y degollados por las fuerzas de seguridad. Con el primero compartí largas jornadas de trabajo voluntario en un canal de regadío para pequeños campesinos en la zona de Rengo por allá por el año 1972. Incluso en la inauguración de esta obra estuvieron presentes el general Prats y Víctor Jara.
José Manuel fue la primera visita que recibí en el campo de prisioneros de Puchuncaví, como delegado del Comité Pro Paz y realizó variadas gestiones por mi liberación.
Imposible sacar de mi mente a un entrañable, como el “Chico” Raúl Pellegrini, con quien recorrimos quizás la parte más dura de nuestras vidas y qué hablar del “Huevo”, Roberto Nordenflytch, quien muere en Tobalaba, siempre tan compuestito y preocupado por su figura, pero con una nobleza y lealtad a toda prueba.
Al término de la declaración se hace un inventario de mis pertenencias:
Una billetera de cuero con una cédula de identidad a nombre de Héctor Daniel Mondaca numero 18792512, registro de conducción al mismo nombre, 115 dólares americanos, 100 pesos argentinos y a firmar se ha dicho. Es un gran problema porque no sé cómo hacerlo, pero no es hora de ponerse riguroso: estoy detenido y lo que menos importa es eso, así que un par de mamarrachos es más que suficiente.
Firman los testigos y me devuelven a mi posición original, parado tras un vehículo. Llueve copiosamente, pienso esto le va hacer bien a las plantas… ¿y quién mierda se va a comer mis tomates en un tiempo más?
Otra vez la prensa y a taparme la cabeza. No tengo dudas entonces de que hay interés en mostrar el trofeo. A las 22 horas nos ponemos en marcha, me suben a un vehículo pequeño, chofer y acompañante, voy sentado esposado atrás al centro de entre dos custodios. Siento que las esposas me rompen las muñecas, pienso que no les voy a dar el gusto y no hago ni una queja. Orgullo es lo que sobra en estos casos o bien lo único que queda. ¿Cómo vamos?, pregunta el conductor. Por los handy se escucha sándwich. Pienso seguro que yo soy el jamón. Está sintonizada una emisora de radio obvio que es la derechista Radio 10 y pienso “encima tengo que escuchar esta basura, yo acostumbrado a la 2×4 a puro tango, escuchando muy temprano al periodista Horacio Embón en programa El Francotirador. Que nadie piense mal, es un programa periodístico.
Sale una camioneta baliza al techo, lo seguimos, a ambos lados otro vehiculo y cierra la columna otro, No sé si continúan algunos más atrás, tomamos la ruta hacia el centro del pueblo, luego una avenida pequeña que en par de minutos nos pondrá en la ruta principal que comunica Capital Federal con la Zona Oeste. Los vehículos se desplazan con lentitud, los laterales en las bocacalles se adelantan para bloquear, observo a mí alrededor esas calles que hasta ayer y durante varios períodos me daban algo de tranquilidad. Pienso y digo “chao Moreno, gracias y la reputa que te parió”.
Durante el viaje suenan celulares y handies con frecuencia para decir acercáte más o esperá. De pronto un llamado me pareció una felicitación a quien iba en el asiento del acompañante, un hombre con cara de bueno y tranquilo. Uno de mis custodios me pregunta ¿cómo estoy? Es un muchacho, seguramente era un niño cuando imperaba el terror en América Latina. Bien, le digo. En comparación con lo que había sido mi detención en dictadura cuando no se sabía si algún día saldría. “Pero ustedes hacían lo mismo” dicen. ¿Pero como no existe ni un solo caso de detenido-desaparecido o centro de torturas por parte de las organizaciones populares chilenas? Lo único que hicimos fue defendernos y resistir.
Fin del diálogo.
Cerca de las 24 horas entro en la Unidad Antiterrorista que servirá de lugar de detención. En su entrada principal cruzamos una barrera con detección de armas, soy conducido al final de un pasillo y me ubican mirando la pared. Percibo a varias personas en un ambiente distendido. Luego me hacen pasar a una oficina con una gran mesa y un televisor. Sobre ella papeles y un tampón con tinta. Me explican que procederán a la identificación, me quitan las esposas y me dan unas fichas para llenar con mis datos personales, me dicen que espere un poco para que mis manos se recuperen de la presión de las esposas, son tres los funcionarios presentes y se genera un clima muy afable.
Me ofrecen agua y luego si quiero té o café, pido agua y café, que, por cierto, me lo brindan con amabilidad. Ocasionalmente, más de alguno me pregunta que dónde vivía en Chile, todo indica que se trata de un conocedor del país. A firmar y poner huellas se ha dicho. Por lo menos unas treinta planillas esperaban por mí, todos los dedos de ambas manos, después de ciertas dificultades para la impresión digital, por su falta de nitidez en las mismas según ellos por la mala calidad de la tinta, continuamos. Quien tomaba las huellas era un hombre maduro y con pinta de bonachón, todo indicaba que quería volver pronto a su casa. Ahí me di por enterado que había chocado un auto de ellos, naturalmente ellos en esos momentos daban una lectura distinta a mi intento de huida.
Luego sesión de fotos, el lugar no era apropiado por el fondo de sus paredes así que me llevan al pasillo principal y luego de frente y perfil. Me arreglo mi polera y trato de poner mi mejor estampa. Ahora la dignidad es mi única arma. Me conducen a una celda y me dicen que estoy incomunicado hasta que me reciba el juez y que será temprano por la mañana. Una celda muy pequeña con una letrina al piso, un lavatorio y un camastro de concreto.
No hay colchón y nada con qué cubrirse. Gracias al desorden de mi hijo -que en otro momento le hubiera costado un reto- me acercan su chaqueta del colegio. Ya más tranquilo, se van acercando quienes participaron del operativo y otros. Creo que había un interés honesto de parte de ellos por conocer a este personaje “tan peligroso”. Hablamos de parte de mi vida, familia y por cierto les interesaba conocer de mi vida combativa: Cuba, Fidel, Raúl, Nicaragua.
Sólo generalidades, se tragaron la historia del mito, la leyenda que muchas veces la prensa inventó y donde al lado mío, Bin Laden es una alpargata. Que si me había dado cuenta de que me tenían bajo control y por qué estaba tan confiado. Les dije que sí, que el control era evidente en los últimos días puntos fijos que hasta un ciego lo hubiera percibido. Una camioneta de Edenor casi en la puerta de la casa y otro vehículo en una intersección de las vías del tren, en aparente función de venta.
En todo caso, ya tenía tomada una decisión, si bien es cierto no estaba dispuesto a entregarme. Tampoco a salir huyendo, más aún cuando ello sin lugar a dudas me separaría casi definitivamente de mis hijos y compañera. Así que bueno un poco sea lo que Dios quiera. Me ofrecieron pizza y bebidas pero la situación no daba para bocado alguno. Llega el forense que me pregunta cómo estoy, si tengo algún problema de salud y visualmente me hace una revisión física. Me comunican que mi abogado estaba afuera y me acercan una nota de él, diciendo que al otro día nos veríamos en tribunales. Ya mi tranquilidad fue mayor.
Luego me sacan de la celda, otra vez esposas y me trasladan caminando a otro edificio dentro de de la misma repartición policial. Nuevamente huellas y fichas pero sólo para registro de entrada. Otra celda y a dormir si es posible. Ya eran las 4 de la mañana. Mi cabeza estaba a full. En silencio más de algún lagrimón cayó por mis hijos, mi compañera y toda mi familia que sería sorprendida por la noticia. Pero seguía muy convencido de la decisión que había tomado y ahora había que mirar hacia adelante y prepararme para este nuevo escenario y que, más allá del desenlace, comenzaba el inicio del fin de esta larga pesadilla. En algún momento la libertad tiene que llegar. Tengo salud, fuerza y muchas ganas de vivir.
Diez de la mañana a tribunales, gran despliegue, me conducen los mismos del operativo anterior ya casi con familiaridad. Ninguna hostilidad, voy en un furgón esposado y con tres custodios, afuera el sol pegaba fuerte. Les digo que en la primera conferencia de prensa que dé voy a reclamar por la falta de aire acondicionado. En tribunales el trámite de rigor: huellas, revisión física y celda de incomunicación.
Aquí las condiciones dejaban mucho que desear, en las paredes y el techo inscripciones que juran amor eterno a madres, hijos, esposas o novias y también a la Virgen y Cristo. Ahí los detenidos llegan con la esperanza de escuchar la declaración de su libertad por parte del tribunal. Cerca del mediodía me conducen por unas escalinatas hacia la oficina del juez.
Al salir por un pasillo grande es mi sorpresa: mi compañera salta hacia mí, en su rostro hay mucha fuerza y confianza, también diviso a unos metros a Claudio Molina y su compañera, quien hace unos años había estado en situación similar a la mía, y de quien nada sabía. Gritos de saludo en señal de cariño y solidaridad, sólo atino a decir gracias por estar aquí.
En la sala del juez impera un ambiente cálido, lleno de fojas por todos lados, personal judicial que entra y sale con legajos. El secretario del juez le indica al personal de custodia que me saquen las esposas y me ofrece un asiento, me saluda y se presenta como el encargado de la causa y me explica que dicha comparecencia tiene como objetivo que el juez me notifique de mi detención y la calidad de ella, así como el lugar donde debo cumplirla.
Luego entra mi abogado, Rodolfo Yanzón, perteneciente a la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. Brevemente me informa de los pasos que vienen y echamos un vistazo a la causa. De pronto entra el juez, se presenta y procede a notificarme, prisión preventiva a solicitud de la Corte de Apelaciones de Santiago bajo los cargos que ya han tenido amplia repercusión en la prensa. Me explica que la justicia chilena tiene 60 días para hacer efectivo el pedido de extradición y posteriormente, ellos tienen que decidir si es aceptada.
Me levanta la incomunicación y deriva a un recinto de la Unidad Antiterrorista, regresando al mismo lugar desde adonde había pasado la noche. Para mi dicha, era día de visitas, así que a prepararse.
Los que serían mis compañeros, que llevan largos años de prisión, ya estaban al tanto de la llegada del nuevo y “siniestro” compañero que tendrían. A pesar de las grandes distancias en historias y compromisos, de inmediato me brindan su afecto y solidaridad, que toallas, colchón, frazada, dispuestos a compartir lo poco y nada que tienen, preocupados por dar ánimo y confianza y hacer más llevadera nuestra incipiente convivencia.
Llega mi compañera y poco a poco mis grandes incertidumbres van dando paso a la sorpresa y la emoción. Mis suegros que partían ese día suspendían su viaje y ponían de manifiesto que ahora lo único importante era mi liberación. Mis hijos poco a poco irían conociendo quién era su padre y mis amigos, absolutamente todos, con una disposición total a hacer lo que fuera necesario e incluso creo que varios hasta gratamente sorprendidos.
Sin ir más lejos en el momento mismo del operativo una gran amiga la va buscar, donde yo nunca llegué y nos ayuda junto a su esposo en esos primeros minutos en los cuales lo único que uno espera es una voz que diga aquí estoy para lo que sea.
Nunca imaginé que este hecho podría tener tal connotación y menos recibir tantas y variadas muestras de cariño y solidaridad. Sin duda es la consecuencia de los nuevos vientos que soplan en el Sur. Sólo lamento que se haya producido en un momento tan trascendente para la sociedad chilena, al hacerse público el informe sobre la tortura, pero al mismo tiempo tengo mucha confianza en que más allá de los esfuerzos mediáticos que se están haciendo en torno a mi caso, en que se pretende desviar la atención del problema central y eludir las responsabilidades que de manera clara e incuestionable se desprenden del informe y afecta a una serie de oscuros personajes, la verdad se impondrá.
Todo parece indicar que la UDI no abandonará jamás la política de terror que su principal líder diseñó y que hoy por esa causa pretende enjuiciar a todos los patriotas que los enfrentamos.
En ese sentido, puedo asegurar que las únicas manchas de sangre que tengo son las de mis torturas y la de tantos compatriotas asesinados, partiendo por el Presidente constitucional Salvador Allende, Miguel Enríquez, Víctor Díaz, los muertos de Lonquén, de la Operación Albania y de nuestros comandantes José Miguel y Tamara.
Que nadie se llame a engaño, yo sí puedo mirar a los ojos a mis hijos, cosa que no pueden hacer los Fernández, los Torres, los Novoa, los Rodríguez, los Jarpa, los Edwards y obviamente los Pinochet.
Dentro de pocas horas recibiré a mi madre. En estos 30 años una sola vez la vi fugazmente, luego vendrán mis hijas y hermanos. Estoy feliz y ansioso por este reencuentro. Una nueva vida comienza y como siempre, estaré junto a quienes piensan y luchan por un mundo mejor.
Galvarino Sergio Apablaza Guerra, “Salvador”