El misterio de Panamá

Episodio #28 de las “Memorias de un niño peronista” de Teodoro Boot.

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Luego de explicar que De Santis no estaba en el bar, y antes de colgar el auricular, Pablito Serún se quejó:

 

–¡Come rompi las pilotas iste Perón!

 

–¡Deme ese aparato! –gritó el doctor, con voz excesivamente atiplada.

 

Alberto Culacciati miró a Carlitos como diciendo “viste que yo tenía razón”.

 

El doctor arrebató el auricular de manos de Pablito.

 

–¿Quién habla ahí?

 

La dolencia de Pablito debía ser infectocontagiosa, porque también el doctor gritaba a más de medio metro de la bocina del aparato. Una vez que consiguió acercarse lo suficiente como para repetir la pregunta con alguna posibilidad de éxito, palideció.

 

–¡A mí nadie me dejó ninguna doctrina! –exclamó– ¿Quién es usted?

 

Luego de unos segundos, lanzó una carcajada y colgó el auricular:

 

–¡Muy buena imitación! ¿Quién era, Pablito? ¿Pepe Arias?

 

Pablito no supo qué contestar. Al fin de cuentas, ¿quién sería Pepe Arias?

 

Había empezado a hacerme esa misma pregunta una vez que me fui convenciendo de que era absurdo que Perón llamara por teléfono al bar de mi tío. Además de borracho y demente, Pablito era húngaro, rumano o hasta algo peor, así que cualquiera podía engrupirlo haciéndose pasar por Perón, pero no era tan sencillo engañar al doctor, más experto en peronismo que el almirante Rojas y la Junta Consultiva en pleno. El doctor se dio cuenta enseguida. “Pepe Arias”, dijo.

 

¿Pero quién era ese Pepe Arias que tan insistentemente llamaba por teléfono a De Santis?

 

Siempre abstraído en la Constitución del 49, que a esa altura yo creía una de las barbaridades que hacía Zeus, como raptar a Europa –¡nada menos que a un continente entero!– o disfrazado de cisne, posarse sobre Leda, que en la Mitología Clásica Ilustrada era todavía más linda que Kim Novak, mi viejo me explicó que se trataba de un cómico. Lo dijo así, como quien no quiere la cosa, sin contarme que Pepe Arias se había convertido en un ídolo de los contreras después de que sus monólogos en el teatro de revistas fueran prohibidos durante tres años seguidos por Raúl Alejandro Apold, el más malo de los malos depuestos.

 

Miren si sería malo Apold que no sólo censuraba a Libertad Lamarque, Niní Marshall, y Francisco Petrone, sino que le había hecho la vida imposible a Antonio Tormo porque en la Argentina de Perón y Evita no había niños mendigos que pidieran limosna en las puertas de los palacios.

 

“¡Tengo hambre, tengo frío, tenga usted de mí, piedad!”, decía el niño en la puerta de un palacio mientras débil cuerpecito, que era carne de orfandad, sufría taladrado por la lluvia del invierno.

 

No señor, dijo Apold. Los niños huérfanos están en los Hogares Escuela de la Fundación, donde ya no son rapados a cero y explotados por las damas de beneficencia.

 

Y no conforme con retar a Antonio Tormo, se le ocurrió agarrársela con Hugo Del Carril. Este es todavía más comunista que el otro, pensó Apold al enterarse de la película que Del Carril estaba rodando sobre la rebelión de los mensúes esclavizados en los yerbatales del Alto Paraná. Aunque al inicio del film se aclarara que esos sucesos habían ocurrido con mucha anterioridad a que reinara en pueblo el amor y la igualdad, Apold prohibió la película. Para peor, el argumento estaba basado en el libro de un escritor comunista, en ese momento preso en una cárcel de la provincia Presidente Perón.

 

La tirria de Apold llegó al paroxismo cuando Hugo Del Carril fue a ver a Perón, que, haciendo honor al título nobiliario que le había conferido la CGT, trabajaba hasta altas horas de la noche. Hizo un alto, conversó con su amigo Hugo, y llamó por teléfono a Apold a las 2 de la mañana, tratando de averiguar si ya se había recibido de pelotudo a tiempo completo.

 

Un adormilado Raúl Alejandro Apold llegó a la residencia presidencial de la calle Tagle, a tiempo de escuchar que Perón preguntaba:

 

–Dígame, Huguito, ¿por qué está preso ese escritor?

 

–Por orinar frente a la embajada soviética –repuso Del Carril.

 

Perón rió.

 

–Bueno, al fin de cuentas todos somos un poco comunistas ¿no? ¿O acaso no bregamos por la justicia social?

 

Apold se desmayó y la película se terminó estrenando el 9 de octubre de 1952. El público concurrió masivamente a los cines, en parte por la popularidad del actor y director, otro poco por haber trascendido la inicial prohibición de Apold y también porque siempre resultaba gratificante ver cómo dirigidos por Hugo del Carril, luego de formar un sindicato, los trabajadores se rebelaban para castigar a los explotadores.

 

En venganza, Apold contrató a Vicente José Falivene para que grabara una nueva versión de la Marcha Peronista acompañado por la orquesta sinfónica municipal.

 

Al gobierno libertador y democrático no le importó y Hugo Del Carril fue preso por cantar la marcha peronista.

 

“Pagos porque bogas y palos porque no bogas”, comentó mi abuelo al enterarse.

 

“¡Viva Perón!”, contesté.

 

Después pensé que tendría que haber consultado a mi abuelo, porque mi viejo se me quedó mirando, entre azorado y perplejo, como si yo fuese el artículo 40 en persona, cuando le pregunté por qué Pepe Arias llamaba por teléfono a De Santis haciéndose pasar por Perón. Mi viejo debía pensar que yo me estaba volviendo loco. El pobre no se daba cuenta de que loco se volvía el mundo a mi alrededor.

 

–¿Cómo Pepe Arias…? –decía–… ¿al bar…? ¿Pero Perón…?

 

Meneó varias veces la cabeza y dictaminó:

 

–No, de ninguna manera Pepe Arias va a llamar por teléfono al bar de Rodolfo. Y mucho menos, para hacerse pasar por Perón –volvió a su ejemplar de la Constitución del 49 e hizo algunas anotaciones–. De ninguna manera.

 

La seguridad con que mi viejo negaba cualquier posible participación de Pepe Arias en las misteriosas llamadas telefónicas me provocó una gran incertidumbre y me llevó a abrigar la inquietante sospecha de que tal vez fuera realmente Perón el que llamaba a De Santis desde donde mierda estuviera.

 

Fui a la biblioteca de mi viejo y busqué el Atlas, un libraco enorme y pesado, con tapas duras, como las de la Mitología Clásica Ilustrada.

 

¿Dónde quedaba Panamá?

 

Que era lejos, lo imaginaba, por el entusiasmo que había mostrado el doctor al explicar que Perón se alejaba cada vez más para ya nunca más volver, pero fuera de eso no sabía más nada, fuera de que era un país y que en ese país había nacido Luis Federico Thompson, un boxeador negro que a mi viejo y a Ulises Barrera les gustaba tanto como Cirilo Gil y Eduardo Lausse.

 

No sé qué pensaría Ulises Barrera. Para mi viejo Eduardo Lausse era el verdadero campeón mundial de los medianos, pero los norteamericanos nunca le habían dado la oportunidad. Lo había anotado en mi libretita, temiendo que eso también hubiera sido culpa de Perón.

 

Abrí el Atlas sobre la mesa de la cocina. Todavía no había descubierto el valor de los índices y me costó encontrar Panamá. No iba a ser fácil, porque debido al color de la piel de Luis Federico Thompson no tuve mejor idea que empezar por África, que estaba lleno de negros, según había podido comprobar al leer Tarzán.

 

Los negros debían ser muchos, pero países había pocos, de manera que terminé pronto, y de inmediato seguí buscando en Asia, que me parecía lo suficientemente lejos como para provocar la inmensa sonrisa que mostraba el doctor Rofo desde que Perón había tenido que irse también de Paraguay.

 

Finalmente encontré Panamá, casi perdido en la puntita de lo que el Atlas llamaba América Central. Era tan angostito que me parecía que Perón no podía caber ahí adentro, pero yo no era quién para dudar de la palabra del doctor. Si el doctor había dicho que estaba en Panamá, debía estar nomás, aunque le quedara chico. Pero lo que el Atlas no aclaraba era si había teléfonos.

 

No vayan a pensar que un teléfono era una cosa habitual, que había en todas las casas, como una pava para calentar el agua, la jarra de hervir la leche o la pinza para sacar el jugo de la carne. Mi vieja o mi tía metían un trozo de carne dentro de la pinza, apretaban y sacaban jugo. Como lo oyen. Y encima le daban a uno a comer esa porquería.

 

El caso es que en mi casa no había teléfono, por si quieren saberlo, ni en la de nadie que yo conociera. Tampoco en lo de mi tía, aunque mi tía sólo debía caminar unos metros para usar el del bar.

 

Monopolizado por el Mudo, pero bajo la administración de Pablito Serún, el del bar era el único teléfono conocido del barrio. Como pronto podría comprobar, Emilio, el gigantesco Boris Karloff de la esquina del pasaje, también tenía teléfono, pero por entonces nadie lo sabía.

 

El aparato del bar, erguido sobre el mostrador, cubierto por una gruesa capa de mugre, estaba a disposición de cualquiera que tuviera una emergencia real o aparente, porque convengamos que una llamada de emergencia era una llamada a la Asistencia Pública, a la policía o a los bomberos, si acaso había explotado el calentador o prendido fuego la cocina; avisar de la muerte de alguien o pedir turno en el dentista no eran emergencias propiamente dichas sino necesidades. Y las personas recurrían al teléfono cuando era inevitable, por una emergencia o una necesidad impostergable, pero siempre con reticencia y a desgano. Excepto el Mudo, ya saben. Y Pablito, aunque lo de Pablito ya era más raro, porque si bien se abalanzaba sobre el aparato no bien empezaba a sonar, en realidad no hablaba con nadie. Excepto con Perón. O Pepe Arias.

 

Ante cualquier emergencia o necesidad, cuando cualquiera, ya fuera don Samuel, el carnicero kosher, o doña Berta, la mamá de Inesita, o la nuera de doña Teresa, o, más frecuentemente, la enfermera que alquilaba una pieza en la casa de doña Juanita, necesitaban el teléfono, sin preguntar para qué mi tío Rodolfo se inclinaba sobre el mostrador y clavaba sus gruesos dedos en la horquilla, cortando la comunicación en lo mejor de los susurros del Mudo.

 

Desde el allanamiento, sin decir agua va y sin que nadie se lo pidiera, mi tío le sacaba el aparato al Mudo con cada vez mayor frecuencia. Quería que estuviera libre, por si llamaba Polo.

 

El tío Polo había llamado en la nochebuena mientras el tío Rodolfo masticaba trabajosamente un sandwich de matambre arrollado lamentando la prematura muerte del pavo. Habló con mi tía. Cuando mi tía le reprochó que no hubiera llamado antes, Polo se excusó explicando que el teléfono del bar daba siempre ocupado.

 

–Che, así no se puede hablar –se quejaba el Mudo, sin hacer jamás el menor intento de poner el aparato fuera del alcance de mi tío. En silenciosa plegaria, elevaba resignadamente la mirada hacia la sagrada imagen de Héctor César Pederzoli, el centrohalf de Argentinos Juniors.

 

Una enorme fotografía de Pederzoli presidía la pared principal del bar, detrás del mostrador, por sobre la estantería donde se alineaban las botellas, entre las que destacaban la de Hesperidina Bagley, la de anís y la de Mariposa Coussenier. Desde abajo era posible advertir que la foto estaba dedicada, a mi tío, al bar, o a los muchachos del bar, por el mismísimo Pederzoli, que a veces pasaba por ahí a tomar un vermú o a hablar por teléfono.

 

Integrante junto a Nappe y Di Stefano de la que en la Paternal era considerada la mejor línea media del mundo, Pederzoli era ya entonces un auténtico mito viviente. Pero no tenía teléfono.

 

Miren entonces si no era razonable que yo me preguntara si en Panamá habría teléfonos o si Perón tenía que tomarse el tranvía hasta Costa Rica cada vez que quería llamar a De Santis.

 

¿A quién podía consultar? Para mi abuelo, los teléfonos eran un invento de “O demo”, un misterioso ser malvado, en el que solía cagarse tan frecuentemente como en Ceuta. Y si le hacía más preguntas como esa a mi viejo, terminaría por encerrarme en un loquero. O encerrarse él. ¿Y qué podría decirme de Panamá el tío Rodolfo? ¿O el Pelado, el Mudo o Carlitos y Alberto Culacciati?

 

Estaba seguro de que el doctor Rofo sabía todo cuanto era necesario saber sobre Panamá y el sistema telefónico mundial, pero podrán imaginarse que lo último que se me ocurriría hacer sería consultarle. Podría sospechar y hasta requisarme la libretita.

 

Con las cárceles llenas de sindicalistas, funcionarios, artistas y diputados peronistas, no cesaba de preguntarme qué haría con los niños peronistas el gobierno libertador y democrático. Tal vez hasta habían abierto una cárcel en la República de los Niños.

 

Esto también era culpa de Perón, por imprudente y agrandado. Fíjense que tres años antes había declarado, muy suelto de cuerpo que así como la elección previa la había ganado con los hombres y en la que acababa de realizarse le habían dado el triunfo las mujeres, la siguiente la ganaría con nosotros, los niños.

 

Desde entonces, todos los niños estábamos en capilla: en cualquier momento, los contreras se largarían a sacarnos los gérmenes de la doctrina liberticida y corruptora.

 

Eso debía doler todavía más que las inyecciones de calcio.

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