El estalinismo light

Los ángeles pueden volar porque se toman a sí mismos a la ligera.
G.K. Chesterton

Quien escribe una nota, un ensayo, un libro, no debe polemizar con sus lectores. Si no una regla del periodismo, al menos es un mandato del sentido común: la consecuencia de polémica semejante sería una obra más voluminosa, confusa y aburrida que la de un enciclopedista disléxico y tartamudo.

Los lectores leen y piensan y dicen lo que se les canta, y si entienden mal, pues es problema de quien se expresó mal, aunque hay veces en que resulta palpable cierta dificultad en la comprensión de textos, atribuible tal vez a las deficiencias del sistema educativo, a la desatención, al prejuicio o acaso a la demencia. Pero no siendo pedagogo ni psiquiatra ni, hasta donde sé, demente, me enfocaré en el prejuicio, que viene a ser un modo de no salirnos del tema.

El prejuicio de algunas gentes las ha llevado a la disparatada conclusión de que en la nota “Ay mamá, ¿qué pasó?” el autor defiende a Lanata, Tenembaum, Caparrós y ainda mais, simplemente por sostener que cada uno de ellos está en su derecho a decir y divulgar lo que piensa, siente o le piden que digan. No por eso todas las opiniones han de valer lo mismo ni se debe o puede estar de acuerdo con todos.

La cosa es distinta, y lo lamento, pero no fui yo quien alguna vez creyó a Lanata un adalid de la libertad humana o consideró grandes pensadores a doña Leuco o a un tarambana como Ernesto Tenembaum, que posando de langa ofició de precursor de ese periodismo superficial y banana que luego cultivaron un cacho más bufonescamente los movileros y noteros de CQC, entre otras audacias antimenemistas.

Audacias antimenemistas…

“Con Menem todos éramos progresistas”, dice Aliverti.

Medio al bulto, uno sabe a qué se refiere. Sin embargo, la afirmación es equívoca: ¿qué diablos era ser “progresista” en tiempos de Menem? Por definición, Menem nunca fue reaccionario ni oscurantista ni conservador, en lo que a las costumbres se refiere el término. En rigor de verdad, era un zarpado que con el mayor desparpajo podía desde andar de fiesta con alguna vedette, sodomizar a las sex symbols del liberalconservadurismo criollo, bailar tango con Beba Bidart y jugar al futbol con la selección, hasta pasarse por el quinto forro del palo de golf más de setenta años de luchas populares, sacrificios, ideas, persecuciones y todo eso. Y así, de un alegre braguetazo, con el apoyo y en medio de la algarabía general, hasta la de sus opositores, acabó con el fruto de los esfuerzos, trabajo y luchas de numerosas generaciones de argentinos.

Pero ni Menem ni el menemismo fueron ejemplos de mojigatería o ultramontanismo. Al contrario: fueron abanderados de la modernidad, y, en ese sentido, más progresistas que los autodenominados progresistas, porque si hay algo que puede definir al progresismo es el ser “moderno”. Ocurrió lo mismo con el roquismo, porque, y ya que estamos, el roquismo fue oligárquico, antinacional, genocida, pero no reaccionario: es difícil concebir algo más progresista en esos tiempos que la ley del matrimonio civil, por no hablar de más cosas.

Habría que completar la tesis de Aliverti: con Menem todos éramos progresistas, especialmente Menem.

En suma y como para no abundar, que «progresismo» es un término elusivo, incapaz de definir nada, a no ser que uno crea en la existencia de algo tan difuso y absurdo como “la buena gente”. Autodenominados y denominados progresistas sucedieron a Menem. Fuera del detalle menor de inaugurar su período con el asesinato de dos manifestantes correntinos a manos de gendarmería, durante la gestión del más progresista de los jóvenes progresistas radicales, el entonces ministro de Interior Federico Storani, la gran crisis de ese gobierno tuvo lugar cuando Chacho Álvarez denunció la compra de votos en el Senado.

Muy progresísticamente, el vicepresidente denunció la coima, olvidándose de la razón por la que el oficialismo debía coimear hasta a sus propios senadores. La inmoralidad no estaba en la coima sino en la ley que precarizaba el empleo, pulverizando el resultado de décadas de esfuerzos, sacrificios, sinsabores, peleas y, en suma, derechos adquiridos mediante las luchas de la clase trabajadora, para desagrado estético, muchas veces, de los autodenominados progresistas.

Casi podemos utilizar el ejemplo, reciente, como una parábola: el progresismo, si acaso existe, se detiene en la forma, cuando el problema es de sustancia. ¿o acaso alguno de los progresistas a los que ahora otros supuestos progresistas acusan de traición, fueron al fondo y no se detuvieron en las formas cuando Carlos Menem, con el apoyo del peronismo, gran parte del cual anda ahora travestido en otra cosa, pulverizó las posibilidades nacionales privatizando, extranjerizando en realidad, YPF, Gas del Estado, Agua y Energía, Elma, Aerolíneas y la aparentemente sin importancia Caja de Ahorro, entre otras numerosísimas atrocidades?

No fueron muchos, apenas lo hizo Caparrós, al menos en los años 89 y 90. Los demás nunca han dicho y hecho otra cosa de la que ahora hacen y dicen, jamás se fijaron en el centro, en el fondo, en la sustancia de las cosas, sino apenas en su apariencia. El problema de las privatizaciones estaba en los negocios oscuros que hacían los funcionarios. La tragedia social no era el desempleo, la precariedad, la desindustrialización, el endeudamiento y la extranjerización, sino el dinero mal habido, el enriquecimiento desaforado y desprolijo de los cualquiera.

¿Eso es ser progresista? Entonces se entiende que lo fueran también conspicuos golpistas y promotores de dictaduras oligárquicas como Mariano Grondona, Magdalena Ruiz Guiñazú o Ernesto Sábato, que ha ganado fama de prócer y hombre de bien mediante el extraño procedimiento de arrepentirse de todo cuanto ha hecho inmediatamente antes. También se entiende, se comprende, que quien en alguna ocasión se haya sentido cercano, casi hermanado a sujetos de la catadura de los nombrados, hoy se sorprenda, sienta horror de sí mismo y hasta se asombre porque otros como él no hayan tenido el mismo insight, hecho la misma toma de conciencia. Se entiende el espanto o la perplejidad, pero no se entiende ni se justifica ni se puede compartir la intemperancia, el agravio y esa peligrosa tendencia a la moralina, la solemnidad y el pensamiento monolítico y unidimensional.

Peligrosa tendencia que ha llevado a la reacción airada de algunos lectores, que llegaron a acusar a Juan Salinas de “gorila”, tan sólo por permitirse publicar en su blog una burla al programa 678, que ni siquiera era de su autoría.

Pero ¿de dónde 678 ha devenido en el Corán del kirchnerismo? Nadie duda de su importancia política, más bien anímica entre los seguidores de Néstor Kirchner y/o Cristina Fernández: en el momento de la mayor ofensiva opositora, cuando medios, mediáticos, tarambanas y políticos reclamaban la urgente remoción de este populismo insoportable, cuando la campaña progolpista llevó a los propios kirchneristas a avergonzarse de su oficialismo, cuando ser oficialista volvía a cualquiera sospechoso de haber perpetrado algún delito, algo feo, sucio, desagradable, acaso inconfesable, el programa 678 fue un grito de “Vuelvan caras. No están solos”. Junto a Carta Abierta fue la última trinchera anímica, una suerte de club de solos y solas kirchneristas, el último refugio donde aguantar hasta que el gobierno decidiera hacer algo con su vida, despertando de esa nube de pedo a la que lo había llevado la rutina, el facilismo, la alcahuetería y la complacencia de los grandes medios. Se trató de una operación política y propagandística muy exitosa, no obstante sus vicios y exageraciones, y durante mucho tiempo fue todo lo que el kirchnerismo pudo exhibir. Muy meritorio, por cierto, porque a la vez que constituyó un desfile de muy presentable “fuerza propia” o “amiga”, la edición permitía revelar el catálogo de miserabilidades de que resultaban capaces dirigentes políticos opositores y cagatintas varios con tal de congraciarse con sus patronales.

Pero de aquel progresismo de que antes hablábamos provienen los editores, la mayoría de los opinadores de 678, y gran parte de su público, lo que explica tal vez la cólera que experimentan y no consiguen disimular hacia aquellos que siguen siendo lo que ellos ya dejaron de ser. Uno no debe meterse en entreveros sicoanalíticos, pero sí puede perpetrar alguna que otra desmesura en materia de analogía histórica: Tomás de Torquemada, el gran inquisidor de Castilla y Aragón que puso al judaísmo fuera de la ley, provenía de una familia de conversos. Pero eso no es todo ni lo más, y en todo caso, es muy discutible: lo verdaderamente peligroso, lo que induce a quien escribe a considerar con mayor seriedad la tesis que esbozó en broma, es la reacción de numerosos lectores.

Si burlarse de un programa de televisión vuelve a un coso cualquiera un réprobo incurso en el delito de traición a la patria, estamos en problemas. En graves y serios problemas, no subsanables mediante la administración de una pastillita tranquilizante, que permita a los afectados recuperar el sentido de las proporciones. Son graves porque simplificar la vida, los conflictos, los bandos, constituye siempre una tentación. Todo se reduce a la intemperancia y la descalificación, y si bien puede argüirse que apenas si se trata de reproducir en espejo, de pagar con la misma moneda la intemperancia, la descalificación y la irresponsable liviandad de la que abusan los críticos y opositores al gobierno y al raro fenómeno político y cultural que ese gobierno ha desatado, se trata de una tentación muy peligrosa: así como quien no vive como piensa termina pensando de acuerdo a cómo vive, también es inevitable transformarse en aquello que se refleja, muy especialmente cuando se lo hace con tanta obsesividad.

No es un fenómeno intrascendente y superficial. Por el contrario, es la siempre presente tentación al estalinismo. Que se trate de un estalinismo incruento, sin confinamientos, torturas o fusilamientos, en suma, un estalinismo light, no le quita gravedad. El estalinismo en versión criminal es un detalle, una deformidad, de un fenómeno más profundo, de un tranquilizador mecanismo de la mente en pos de la simplificación. Buenos y malos, amigos y enemigos, traidores y leales. Si alguien necesita recurrir a él para sobreponerse a las vicisitudes y complejidades de la vida, que lo haga, pero téngase presente que la descalificación sistemática de cualquier idea diferente lleva a la supresión de las disidencias internas, a la búsqueda de una uniformidad cuya consecuencia inevitable es la exaltación de la obsecuencia, la anulación del pensamiento crítico y la consagración de la alcahuetería, el oportunismo, la mediocridad y la estupidez.

Si lo único que faltaría es que algunos se pusieran a pontificar acerca de la conveniencia de tal o cual contratapa de Barcelona, perorando sobre los supuestos límites del humor. ¿O acaso ya se ha hecho?…

En fin, que para Orwell, si la libertad significara algo, eso sería el derecho de decirle a los demás lo que no quieren oír. Puede ser, pero uno se conforma con menos, apenas si con reírse entre otras cosas del absurdo sketch que en un par de oportunidades protagonizaron Ricardo Forster y Robert Cox, secundados por el panel de 678. ¿O no es graciosa la obsesión de Forster por educar a un perplejo Robert Cox, súbitamente atrapado en la telaraña del surrealismo latinoamericano? Si a Ricardo sólo le falta agarrar el puntero y pegarle en los dedos al pobre viejo antes de hacerle escribir cien veces “Hugo Chávez no es un dictador”.

Y si por tal motivo uno se expone a que, a pedido del público y en medio de una implosión de ira, Orlando Barone lo acuse de agente de la antipatria y Sandra Russo lo expulse ignominiosamente del movimiento nacional justicialista, pues habrá que correr el riesgo. Al fin de cuentas, ya antes nos hemos expuesto a otros algo más serios.

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