La canción de los condenados

La importancia histórica de la autodefensa de CFK y los neofascistas que atentan contra nuestras libertades democráticas.

Por Agustina Quintana
Alejandro Medici

“El imperialismo deja gérmenes de podredumbre que debemos detectar clínicamente y eliminar de nuestra tierra pero también de nuestras mentes”. Frantz Fanon (1925-1961)
Jacques Vergès, el controvertido abogado –militante anticolonial primero, defensor de nazis y terroristas después–, tomaba a su manera como supuesto implícito la diferencia, que a propósito de la “Causa Vialidad” analizamos en la nota anterior al distinguir entre “litigio judicial” y “diferendo político”. Es que los líderes y militantes del Frente de Liberación de Argelia ya estaban condenados por osar levantarse contra la metrópoli opresora, con lo cual tomaban con debida seriedad su momento, el último del que irían a disponer para hacer audible su voz antes de la sentencia de muerte. Su corporalidad sometida y sufriente era expresión de la de millones de argelinos y africanos relegados al otro lado de la “línea de condenación”, les damnés de la terre que describió Fanon. Usaban su proceso judicial como un acontecimiento político ante el mundo, tal como lo haría también Fidel Castro ante los tribunales de la dictadura de Fulgencio Batista en Cuba, donde profetizó que la historia lo absolvería.
En este marco, la táctica de Cristina es innovadora al combinar la defensa judicial profesional con la denuncia pública de una causa armada y con una sentencia ya escrita, en sus propias palabras, para lograr su proscripción, lo que en nuestra opinión sería equivalente a decapitar al movimiento popular en Argentina.
Al lawfare que veníamos describiendo en este escenario ahora se suma una tentativa real de ejecución –esta vez extrajudicial–, un intento de magnicidio a cielo abierto que también pretende, en los discursos de odio desde los que germina este acto, un puesto relevante ante la historia. La fortuna o un milagro de origen divino frustraron el intento que en su investigación judicial va develando una nueva trama donde las matanzas simbólicas y las proscripciones políticas ya no alcanzan; la violencia directa se reclama y emerge como la tenebrosa cumbre de un gigantesco iceberg cuya masa apenas atinamos a vislumbrar.
Hemos pasado de la teorización del malestar social como “fascismo societal difuso” (Boaventura de Sousa Santos) al neofascismo efectivo y concreto, no solo en la figura de distintos políticos de alto perfil como Bolsonaro, Trump, Orban o Patricia Bullrich, sino también en redes globales que podemos nombrar: “Batallón Azov” en Ucrania, “Revolución Federal” en Argentina, “Amanecer Dorado” en Grecia, entre tantos otros. Les llamamos globales porque no reducen su ámbito de participación a su ámbito territorial, sino que
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se expanden y se interrelacionan, colaborando entre sí. De hecho, en Europa existe una especie de frente común llamado “Alianza por la Paz y la Libertad”, donde muchos partidos de tendencias antisemitas, antisionistas, islamofóbicas y ultranacionalistas convergen. Si bien hasta hace poco no eran de gran interés general, salvo quizás para estudiosos de ignotos partidos fascistas del siglo XXI, hoy emergen de entre las sombras: basta con mencionar la actual relevancia de “Hermanos de Italia”, el partido de Giorgia Meloni. Dos causas catalistas para este surgimiento fueron la guerra civil siria y la actual crisis entre Rusia y Ucrania.
Al hablar de imperialismo es fácil pensar en Estados Unidos, la CIA y el FMI, pero el imperialismo también es un imperialismo mental; es la expansión sin límites del ideario fascista, uno que nada tiene que ver con las formaciones políticas americanas. Lo mismo sucede con el evangelismo, aquel apoyo ideológico-logístico para el esparcimiento del ethos derechista, misógino y conservador importado a nuestras tierras vía Brasil, otro país que lucha con una identidad fracturada por las cicatrices del colonialismo y la esclavitud. Por supuesto, Argentina no es inerme a todo esto, por más que creamos que nuestra identidad está clara. Paradójicamente, el “nacionalismo argentino” es de lo menos argentino que hay. Argentino sería defender la Patria Grande que Bolívar soñó, como dice “Plástico” de Rubén Blades y Willie Colón. Argentino no es discriminar a los bolivianos, no es odiar a los chilenos ni burlarse de los brasileños cuando pierden un partido; tampoco es aislarse en barrios privados y apenas cruzar palabra con gente “del interior”. Eso es reaccionario y coherente con los planes del conquistador, cuya lógica era dividir para conquistar. Y nos estamos dejando conquistar por un enemigo hoy invisible, virtual y letal.
Finalmente, vale contrastar los procesos políticos de los argelinos y de Fidel Castro con el de Cristina. Ellos anticiparon la emergencia de nuevas sociedades: liberación y socialismo eran sinónimo de esperanza. Hoy en medio del ajuste, el lawfare y la emergencia de grupos neofascistas, nos aferramos a los últimos tenues girones de la democracia por la que tanto luchamos y sufrimos.

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