Sin olas

Las elecciones en EE.UU. dejaron un sabor agridulce para Trump: logró el control del Senado, pero perdió el de Diputados, que tiene la llave de un eventual juicio político. La activa campaña de Obama le devolvió oxígeno a los demócratas y empujó reformas electorales que pueden ser claves en la próxima elección presidencial.

No hubo ni ola azul demócrata ni ola joven ni ningún tipo de ola que arrasara en una sola dirección el mapa político de Estados Unidos. Salvo contadas excepciones, las elecciones de medio mandato son un llamado de atención al gobierno en funciones, que suele perder poder en alguna o las dos cámaras del Congreso, y eso es exactamente lo que sucedió. La mayoría de los votantes dijeron que tomaron su decisión basada en su apoyo o rechazo a la gestión del presidente Donald Trump y eso quedó claro tanto con la ampliación de la mayoría republicana en el Senado como con la victoria de la oposición demócrata en la Cámara de Representantes.

 

Las elecciones de esta semana más que un plebiscito sobre el gobierno eran una prueba para la oposición demócrata, para su crisis interna y para el más amplio (y constantemente promovido como épico) movimiento de resistencia contra Trump. Los resultados demostraron que el apoyo del presidente se mantiene fuerte a nivel federal y todavía ayuda a ganar cargos, como sucedió en el Senado; que muchas de las caras de la victoria opositora en la Cámara de Representantes pertenecen a líderes que cuestionaron al aparato partidario demócrata, y que la heterogénea resistencia a Trump -encabezada por mujeres, miembros de la comunidad LGTBQ, inmigrantes y descendientes de inmigrantes- no inundó las urnas, pero sí conquistó algunas batallas importantes para crear las bases de un posible cambio en el futuro.

 

El gran triunfo de Trump en estos comicios fue, sin dudas, la ampliación de la mayoría oficialista en el Senado. Los republicanos pasaron de tener una ventaja de apenas dos bancas a una de cinco.

 

Los demócratas estaban en desventaja en el Senado, tenían que defender 26 bancas -incluidas dos de independientes que suelen votar con ellos- frente a nueve de los republicanos. El oficialismo no sólo consiguió reelegir a todos sus senadores, sino que además ganó tres nuevos escaños: Missouri, Indiana y Dakota del Norte.

 

Las tres victorias son muy parecidas: senadores que defendían su banca en distritos conservadores, en donde Trump había arrasado en las presidenciales de 2016, perdieron contra candidatos muy cercanos al mandatario y que fueron apoyados abiertamente y en repetidas ocasiones por él. Es muy temprano para saber si, por ejemplo, el voto en contra de los tres senadores demócratas en la reciente confirmación del juez Brett Kavanaugh -un magistrado denunciado por varias mujeres por abuso sexual- a la Corte Suprema fue decisivo en la derrota. De lo que no hay duda es que el apoyo de Trump a sus rivales republicanos sí lo fue.

 

A diferencia del Senado, toda la Cámara de Representantes estadounidense se renovaba en estas elecciones y, por lo tanto, la oposición demócrata tenía un escenario más favorable para recuperar la mayoría que perdió en 2010, en la primera elección de medio mandato del gobierno de Barack Obama. Debía arrebatarle al menos 23 bancas a los republicanos para llegar a la mayoría de 218 y lo consiguió con creces.

 

La veterana líder demócrata en la cámara baja y la dirigente que posiblemente sea la próxima líder de la mayoría, Nancy Pelosi, fue una de las primeras en celebrar la mayor victoria de su partido en estos comicios y prometió que su objetivo no será impulsar un juicio político contra Trump, una preocupación que el mandatario no tardó ni 24 horas en plasmar en su Twitter.

 

Pero el triunfo que Pelosi presentó como homogéneo en realidad esconde muchas de la tensiones que tienen en crisis al Partido Demócrata.

 

Por un lado, es el resultado más importante que ha dejado el movimiento de resistencia que iniciaron las mujeres contra el gobierno de Trump desde el primer día de su mandato y que exige también un cambio a los demócratas. Alrededor de 100 congresistas fueron electas -al escribir este artículo algunas elecciones aún debían definirse-, una cifra inédita que igual está lejos de eliminar la asimetría que todavía existe en ambos partidos. Por otro lado, la bancada demócrata sumó, como nunca antes, representantes de minorías y referentes de las bases que critican a la cúpula del partido y piden más democracia interna, más renovación y un programa político progresista.

 

Aunque ni las mujeres ni las minorías religiosas y étnicas del país tuvieron su tan ansiada ola en estas elecciones, sí ganaron voces claves en la Cámara de Representantes como la neoyorquina Alexandria Ocasio-Cortez, la dirigente negra de Massachusetts Ayanna Pressley, las dos primeras legisladoras musulmanas, Rashida Tlaib de Michigan y Ilhan Omar de Minnesota; y las dos primeras congresistas indígenas, Deborah Haaland de Nuevo México y Sharice Davids de Kansas. Estas mujeres no sólo intentarán marcarle el ritmo al oficialismo republicano desde el centro del poder político del país, sino también a sus propios líderes de bancada.

 

La crisis de liderazgo de la oposición también sufrió un duro golpe en Texas, donde el carismático y joven congresista Beto O’Rourke perdió su apuesta por el Senado frente a un veterano que se alineó con Trump y que hace años es una de las voces latinas conservadoras más influyentes del Congreso, Ted Cruz.

 

Beto, como lo bautizó su campaña, era la esperanza de muchos votantes demócratas para las próximas elecciones presidenciales de 2020: hombre de familia de 44 años, carismático al estilo Kennedy, con un discurso más progresista, pero amigable y sin un pasado contestatario frente al aparato partidario. La expectativa era que, si lograba ganar en el estado conservador de Texas y frente a una figura tan simbólica como Cruz, podría construir un perfil presidenciable en los próximos dos años que incluya a toda la base electoral demócrata.

 

Los resultados del martes ratificaron que la oposición está muy lejos de tener una figura presidenciable con chances reales para disputarle la reelección a Trump.

 

Más aún, las tradicionales encuestas a boca de urna que se realizan durante la jornada electoral revelaron que los niveles de lealtad a Trump se mantienen firmes desde 2016, en alrededor del 44%. Las explicaciones en este punto varían: algunos sostienen que se debe a los buenos números macroeconómicos de la gestión -pese a que, por ejemplo, la caída del desempleo esté vinculada a una precarización creciente de los salarios-, otros se lo adjudican a la falta de liderazgos y posiciones claras de los demócratas y su crisis de identidad.

 

En este escenario y con el masivo rechazo que Trump generó en las calles y los medios de comunicación en estos dos primeros años de gobierno, los resultados de las elecciones del martes no parecen tan malos para la Casa Blanca como muchos preveían o deseaban.

 

No obstante, algunos triunfos sí permiten empezar a construir un horizonte diferente.

 

El más importante, o más contundente quizás, fue la victoria de la consulta popular en Florida que permitirá restablecer el derecho al voto a todos aquellos presos con condenas firmes, una vez que terminen de cumplir su pena. En los hechos, esto significa que un millón y medio de ciudadanos recuperarán el derecho al voto de manera automática. En otras palabras, el padrón crecerá un 10%.

 

Esta cifra, contundente en sí misma, además abre un juego electoral completamente distinto en un estado en el que el oficialismo republicano conservó esta semana la gobernación por poco menos de 55.500 votos, según el escrutinio provisional; mientras que los comicios por el Senado tendrán que esperar un nuevo recuento ya que el actual gobernador republicano Rick Scott se habría impuesto sólo por 34.537 votos.

 

Estos resultados no son casualidad.

 

Florida es uno de los estados más parejos en las elecciones presidenciales y, por eso, muchas veces termina siendo decisivo. En 2016, Trump ganó por casi 113.000 votos, en 2008 y 2012 Barack Obama se impuso por más de 236.400 y más de 74.300 votos, respectivamente; y en el año 2000, quizás una de las elecciones más recordadas por las denuncias de fraude, George Bush hijo triunfó sobre Al Gore por sólo 537 votos.

 

El otro gran avance que dejaron estos comicios a nivel nacional fue imponer de manera definitiva el problema de las leyes de supresión del voto en la discusión política.

 

Desde hace más de una década, activistas, organizaciones civiles y candidatos denuncian que gobernadores, alcaldes y legisladores estatales crean leyes para limitar el derecho al voto a través de obstáculos en el registro -el voto es voluntario y para poder ejercerlo hay que inscribirse primero, sin excepción-, requisitos especiales o, sencillamente, con condiciones excluyentes.

 

Se excluye a personas con antecedentes penales o se permiten algunos documentos de identidad -por ejemplo tarjetas de registros de armas- pero no otros -por ejemplo, credenciales de estudiantes-, los trámites para registrarse se vuelven kafkianos y caros o se ponen trabas a la posibilidad de votar por anticipado, una opción vital para muchos en un país en donde las elecciones se realizan un día laborable y no existen certificados legales para presentar en los lugares de trabajo para justificar una llegada tarde o ausencia.

 

Además de Florida, Michigan también aprobó en una consulta popular una serie de reformas para facilitar el registro y la votación en las próximas elecciones. El camino recién empieza a nivel nacional; sin embargo, el grotesco espejo que proveyó el estado de Georgia en estos comicios podría alimentar la concientización social y, eventualmente, los reclamos.

 

La elección a gobernador en Georgia desnudó este tipo de prácticas, que en general buscan afectar a las minorías afroestadounidense y latina. Para empezar el candidato oficialista, el republicano Brian Kemp, es también el secretario de Estado saliente y, por lo tanto, el funcionario que debía garantizar el buen funcionamiento de los comicios.

 

Dado que Kemp ha recibido muchas denuncias por intentos de supresión de votos, el ex presidente demócrata y ex gobernador de Georgia, Jimmy Carter, le pidió públicamente que abandone el cargo durante la campaña. El funcionario se negó, aseguró que “la supresión de votos es una farsa” y, dos días antes de las elecciones, lanzó una investigación contra la oposición demócrata por un supuesto intento de hackeo contra el sistema de registro de votación.

 

Durante su gestión, se lo ha acusado de rechazar decenas de miles de registros de votantes y realizar la mayor purga en el padrón electoral -se eliminó a 1 de cada 10 electores desde 2016-, lo que se suma al requisito de mostrar un documento con foto para votar -en Estados Unidos no existe un documento nacional y no todos tienen documentos con foto, como un registro de conducir o un pasaporte- y que los datos del registro no pueden diferir ni siquiera en un detalle, como un guión, un apóstrofe o un acento, con los registros estatales. Aunque parezca mínimo, se estima que hay 50.000 personas -la mayoría afroestadounidenses- que tienen ese problema.

 

Nuevamente, esas cifras no son menores a la hora de definir una elección.

 

La mañana siguiente a la votación, la candidata demócrata a gobernadora, la afroestadounidense Stacey Abrams, se negó a reconocer el resultado del escrutinio provisorio y pidió un recuento. Según cifras oficiales, Kemp se impuso por casi 68.000 votos.

 

Las elecciones de medio mandato pusieron en jaque las prácticas antidemocráticas en algunos estados y significaron victorias históricas para las mujeres y las minorías en el Congreso federal, en las legislaturas estatales e, incluso, en algunas gobernaciones, como en Colorado, donde se impuso Jared Polis, el primer gay declarado en ocupar un cargo de ese nivel en el país.

 

Pero también desnudaron la crisis de liderazgo y valores de los demócratas y la relativa estabilidad de la popularidad del presidente Trump después de dos años de mucha verborragia violenta, xenófoba y misógina, y de cambios estructurales para el país como la reforma fiscal y la formación de la primera Corte Suprema mayoritariamente conservadora en casi 90 años.

 

 

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