La misma piedra

Teodoro Boot y un recuerdo del pasado que, como la fatalidad, resuena en el presente.

Mi abuela tenía siempre un refrán en la punta de la lengua, listo para salir disparado a la primera ocasión propicia.

 

Las ocasiones propicias para que mi abuela descerrajara un proverbio oportuno se daban varias veces al día, o bien porque la vida traía pocas novedades o porque ella atesoraba refranes como quien acumula clavos, tornillos y arandelas oxidadas en un frasquito: de a cientos, por las dudas y al divino botón.

 

El bibliorato de la sabiduría

A diferencia de mi abuela, además de los clavos, tornillos y arandelas, mi padre coleccionaba sentencias, pero no anónimas, fruto de la escéptica sapiencia y la amarga experiencia popular, sino salidas de la agudeza de algún clásico. Y no las acopiaba en un frasquito sino en hojas canson, tamaño carta, agujereadas con la perforadora de escritorio y prolijamente encarpetadas en un enorme bibliorato.

 

Cada hoja contenía, transcriptas en tinta china, con plumín o pluma cucharita, entre seis y diez sentencias, dependiendo de su extensión, siendo recomendable su brevedad: para resultar efectiva, la verdad debe ser tan escueta, contundente y precisa como esputo de trompetista.

 

Pero así como la formidable memoria de mi abuela y su indudable capacidad de asociación le permitían tener a mano, siempre pronto, el adagio adecuado para cualquier ocasión, algo parecía ocurrirle a mi padre: olvidaba las sentencias apenas pasadas a letra gótica, como si de solo constar en la hoja canson adquirieran vida propia y, por sí mismas, alcanzaran la potencia suficiente como para enderezar los torcidos asuntos humanos.

 

Al igual que Mahoma con el Corán, mi padre jamás se rebajó a releer su bibliorato de la sabiduría, de ahí que en su estilo de homeópata unicista recurriera a una máxima universal, adecuada para las ocasiones más diversas y contradictorias.

 

A decir verdad, las sentencias eran dos pero, de mirárselas con alguna atención, podrá advertirse que se trata de dos aspectos de una única fatalidad: “Nada nuevo hay bajo el sol”, y su sofisticada variante: “El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”.

 

Más allá de las fantásticas imágenes que metáforas de esta clase pueden provocar en una mente infantil, se trataba, indudablemente, de una Gran Verdad, de la clase que sólo los padres son capaces de formular. Aunque nunca pude sacarme de la cabeza la sospecha de que, a sus ojos, nada de lo que yo pudiera descubrir revestía la menor novedad y, muy probablemente, yo acababa de tropezar por décima o vigésima vez con la misma estúpida piedra.

 

A tantos años de distancia todavía no acabo de discernir si el adagio era acertado o no se trataba más que de uno de esos tantos macanazos que nuestros mayores solían propinarnos con la desaprensiva prodigalidad de quien arroja una torta de crema al rostro de su vecino, porque no me digan que no es jodido ser echado a trastabillar por el mundo con la certeza de que por más que se haga y deshaga, jamás se conseguirá descubrir cosa alguna capaz de alterar o, al menos, engañar al destino.

 

No es casual, entonces, que uno se niegue tozuda, ciegamente, a darle crédito a semejantes sentencias pero, andado el camino, no puede más que convenir que, sino en su carácter ontológico y en mayúsculas, al menos en su encarnación colectiva de pueblo, comunidad, grupo, hinchada de fútbol o asociación filatélica, el hombre no hace otra cosa que tropezar siempre con la misma piedra.

 

En la esperanzada ilusión de que se trata de piedras diferentes, demora un tiempo en comprobar, con la consiguiente amargura, que su fantástico avance consistió en regresar al punto de partida, aunque con el dedo gordo del pie más machucado que antes.

 

Sin antídotos

 

Más modesto o acaso más sabio que Mahoma, Moisés, Aristóteles, Marx, Einstein, Adolf Hitler o cualquiera de los demás Evangelistas, mi padre ha de haber vacilado antes de legar al mundo su bibliorato de la sabiduría, seguramente temeroso de los males que podría provocar de ser manipulado por gentes inexpertas o desaprensivas: nadie ha conocido el destino de las hojas canson que compendiaban, tal vez mejor que ningún tratado, todo el saber humano acumulado tras miles de años de no descubrir nunca nada nuevo y de tropezar una y otra vez con la misma piedra.

 

Una lástima: así como había descubierto un antídoto para cada uno de los refranes con los que a lo largo de su vida lo aburrió mi abuela (a un “Al que madruga Dios lo ayuda” se correspondía un infalible “No por mucho madrugar se amanece más temprano”), tal vez había descubierto una contraindicación para que los humanos del siglo XXI pudiéramos alentar la esperanza de que las piedras con las que nos machucamos el dedo gordo del pie fueran, al menos a veces, diferentes.

 

El bibliorato extraviado podría acaso habernos servido de consolación cuando los actos cotidianos parecen hasta tal punto remakes de acontecimientos remotos que, en cualquier momento, uno espera ver una multitud aplaudiendo en Plaza de Mayo el asesinato de Santiago Maldonado. No sería extraño: en la tarde de un domingo 10 de junio de 60 años atrás, otra multitud saludó los primeros fusilamientos desde 1931, exigiendo a viva voz que el gobierno libertador y democrático acabara, de vez por todas, con la leche de la clemencia.

 

Dando cumplimiento al mandato de sus fieles, el gobierno libertador y democrático procedió a asesinar a más de treinta ciudadanos de manera tal que, unos días después, el 14 de junio de 1956, un exultante Alberto M. Candioti, embajador argentino en Londres, pudiera escribir al vicepresidente Issac Francisco Rojas, principal artífice de la ordalía: “Gracias a la ejemplar violencia con que fue aplastado el movimiento y a la ejemplarizante aplicación de la ley marcial (que detendrá futuras criminales intentonas) el crédito ha renacido, y en estos mismos instantes están tratando en el Banco de Inglaterra, en Londres, dos representantes de nuestro Banco Central con los representantes de varios bancos centrales europeos para establecer las normas de un intercambio comercial en sistema multilateral de pagos”.

 

Argentina volvía a entrar al mundo, una vez más, para lo cual todos los diputados y senadores peronistas habían sido alojados en las más diversas cárceles del país junto a ex ministros, empresarios, más de 3500 activistas políticos y gremiales y hasta el presidente de la corte suprema.

 

Es sabido lo que ocurrió en años posteriores y, puesto que, según establecen los principios de la inercia, una cosa lleva a la otra, es igualmente posible saber qué ocurrirá en el futuro. Pero desde que suena perfectamente natural que quien corte rutas en favor de los terratenientes sea beneficiado con una banca de senador y quien las corte en defensa de los que poco y nada tienen merezca ser asesinado, es evidente que –mal que le pese al padre del aula Sarmiento inmortal– la sangre no enseña nada y sino los hombres en general, al menos los hombres de esta tierra parecen estar condenados a seguir machucándose el dedo gordo siempre contra la misma piedra.

 

Uno, que desde aquel entonces ha escuchado hablar, a medias, como se habla delante de los niños o como los niños creen que se habla delante de ellos, ha podido leer y escuchar ya de adulto acerca de esas mismas historias, en ocasiones, de boca de testigos, víctimas y verdugos. Es así que los vítores y aplausos con que el público saludó a la gendarmería –la misma que poco antes había asesinado a un joven por el delito de cortar una ruta en solidaridad con los nadie– en momentos en que procedía a detener a un diputado nacional cuyo crimen comprobado es el de haber sido ministro de un gobierno al que se tiene por “depuesto”, de algún modo me recordaron el relato que escuché del suboficial Andrés López en el living de su departamento de Parque Centenario.

 

El suboficial mayor Andrés López fue uno de los siete refugiados políticos que en junio de 1956, en momentos en que Argentina volvía al mundo, el general Domingo Quaranta arrancó de la embajada de la República de Haití con la intención de fusilarlos.

 

Transcribí las palabras del suboficial López, con las omisiones y agregados del caso, en una historia con pretensiones de novela compuesta, casi a partes iguales, de ficción, documental y testimonio. He aquí, de Sin árbol, sombra ni abrigo, el relato de don Andrés López

 

Una negra de mierda

–¡Tanco! ¡Nada menos! –exclamó el general Quaranta.

 

El general Domingo Quaranta tenía un cerebro de peso standard y volumen aparentemente normal, que no funcionaba con normalidad. Convocó a un grupo de sus hombres e irrumpió en la legación diplomática de Haití en momentos en que, en el Palacio San Martín, el embajador comunicaba que también el señor Raúl Demetrio Tanco, de profesión militar, se encontraba bajo la protección de la República de Haití.

 

El grupo de agentes de la SIDE se dirigió directamente a la construcción anexa a la residencia del doctor Brierre y sacó violentamente a los refugiados de las habitaciones que ocupaban. Las barajas quedaron desparramadas por el piso.

 

–Pero la puta que lo parió –bufó García.

 

A los empujones, el contrariado García, los coroneles Salinas, González y Digier, el capitán Bruno, el suboficial López y el general Raúl Tanco fueron llevados hasta la calle y alineados en la vereda, de espaldas al muro de ladrillos de la embajada, y obligados a colocar las manos en sus nucas. Tres de los veinte hombres con que Quaranta había realizado el inusual procedimiento se apostaban en medio de la vereda, con sus metralletas en la cintura, listos a descargar sus ráfagas sobre los detenidos.

 

–Tanco –murmuraba un sonriente general Quaranta–. Ahora vas a ir a hacerle revoluciones a san Pedro.

 

Su deficiente cerebro estaba enviado señales eléctricas al general Domingo Quaranta.

 

Las señales decían: “No sea menos que nadie y fusílelos acá mismo”.

 

Acá mismo era la embajada de Haití.

 

Los agentes de la SIDE apuntaron sus metralletas, pero Therese Brierre, esposa del embajador, irrumpió a los gritos, tratando de librar a Domingo Quaranta de las perniciosas señales eléctricas de su descompuesto cerebro.

 

–Antes tendrán que matarme a mí –exclamó la mujer interponiéndose entre los refugiados y las bocas de las metralletas.

 

El general Domingo Quaranta la apartó de un empujón.

 

–¡Callate, negra hija de puta! –dijo.

 

Si la Revolución Libertadora había sido hecha para que el hijo del barrendero fuera barrendero y los suboficiales siguieran siendo suboficiales y no pretendieran dar órdenes a los oficiales, era de sentido común que también los negros debían seguir siendo negros, y no embajadores. Y de las negras, ni hablar.

 

El tumulto llamó la atención de transeúntes y vecinos.

 

–Vamos a la esquina –ordenó Quaranta.

 

Con las manos entrelazadas detrás de la nuca, los detenidos caminaron en fila india hacia la esquina de Monasterio y San Martín, rodeados de los agentes y ante las miradas de vecinos y curiosos. De haber conocido el barrio, Quaranta hubiera llevado a los hombres hacia la mucho menos transitada esquina de Arenales, donde podría haberlos ametrallado con comodidad, pero nadie puede saberlo todo, y menos que nadie, el jefe de la Secretaría de Informaciones del Estado.

 

Apenas llegados a la calle San Martín, Quaranta ordenó a los detenidos colocarse contra la ochava. Un par de ráfagas, y listo el pollo, se dijo, cuando un colectivo se detuvo en medio de la calle. El chofer no podía apartar su vista de las ametralladoras de los agentes dela SIDE, de la hilera de hombres con las manos sobre sus cabezas y del grupo de vecinos que aguardaba a prudente distancia, sobre la calle Monasterio.

 

El chofer no podía ver el chisporroteo que sus deterioradas terminales nerviosas provocaban en el cerebro del general Quaranta, pero sí podía ver al general, forcejeando en la vereda con una mujer negra.

 

El general Quaranta no llevaba uniforme, por lo que el chofer no podía saber que se trataba de un general ni, mucho menos conocer su nombre, pero Therese Brierre era ostensiblemente negra. Una mujer negra, alta y elegante, forcejeando en la vereda con un hombre de aspecto desquiciado ante un público compuesto de vecinos, transeúntes muy atildados y hombres armados, tenía que llamar la atención de cualquiera.

 

Curiosamente, pensó el chofer, los siete hombres alineados sobre la ochava parecían indiferentes al tumulto y permanecían con las manos sobre sus cabezas.

 

Demoró pocos segundos en asociar esa imagen con los fusilamientos que se habían sucedido en los días anteriores.

 

–Los van a fusilar –gritó, sorprendido y a la vez excitado. No todos los días era posible ver un fusilamiento.

 

Desde que el 1 de febrero de 1931, cuando los anarquistas Severino Di Giovani y Paulino Scarfó caían muertos en el mismo patio de la Penitenciaría Nacional en que acababa de ser abatido el general Juan José Valle, no había tenido lugar en el país ninguna clase de fusilamiento. Pero en esos días de junio, no se hablaba de otra cosa.

 

–La puta que lo parió –seguía bufando García–. Tenía 32 de mano.

 

A su lado, López sonrió:

 

–Te salvaste. Yo ligué un siete y un seis de espadas.

 

–Siempre el mismo mentiroso.

 

–¡Cállense! –gritó Quaranta, apartando una vez más de su lado a Therese Brierre. Al hacerlo, giró a medias y su mirada se cruzó con la del boquiabierto chofer del colectivo. Sobresaltado por el brillo enloquecido de los ojos de Quaranta, el chofer colocó primera. Quaranta lo encañonó con su pistola reglamentaria.

 

–¡Alto! –gritó. Y rápidamente agregó, dirigiéndose a uno de sus agentes– Incaute ya mismo ese colectivo. Nos llevamos a los insurrectos a otro lado.

 

Sin contemplaciones, algunos agentes bajaron a los pasajeros mientras los detenidos, encañonados por las ametralladoras, subían por la puerta delantera.

 

El grupo de vecinos se acercaba más y más. Su presencia intimidaba a Quaranta, quien, en prueba de que no había perdido del todo la cordura, creía contraproducente fusilar a los insurrectos en plena calle y ante tantos testigos.

 

–Vamos –ordenó Quaranta.

 

Debido al nerviosismo, el chofer desembragó con brusquedad, el colectivo dio un salto hacia adelante y Quaranta estuvo a punto de caer al piso. Se aferró con su mano izquierda al parante detrás del asiento del chofer, al que no dejaba de encañonar con su pistola reglamentaria.

 

Los hombres y en especial las mujeres del vecindario habían rodeado el colectivo, al que golpeaban con furia.

 

El rostro de Bruno se ensombreció. Estaba sentado junto a una ventanilla, a la que había abierto apenas, para dejar entrar un poco de aire.

 

–¿Qué gritan? –preguntó Salinas, a su lado.

 

–Quieren que nos maten –susurró Bruno.

 

Ajeno a la popularidad que hubiera tenido en el vecindario el ametrallamiento de los detenidos, prueba de que las gentes distinguidas sí habían perdido completamente la cordura, Quaranta urgía al chofer a alejarse del lugar.

 

–Vamos, siga para allá.

 

Varios asientos más atrás, López murmuró.

 

–Nos llevan para el río. Estos hijos de puta nos van a fusilar en la costa.

 

García cerró los ojos y suspiró.

 

–Está cortada en Libertador –dijo el chofer que, como López, parecía leer la mente del general Quaranta.

 

Todo parecía planeado por el mismo diablo peronista para que Quaranta no pudiera cumplir su cometido.

 

–Vuelva atrás –ordenó al chofer–. Vamos a la capital.

 

Al llegar a Madero, el colectivo dobló a la izquierda, volvió a doblar en Arenales y subió hacia Maipú.

 

Al arribar a Monasterio pudieron observar que en la vereda de la embajada, Therese Brierre continuaba gritando, rodeada por los vecinos.

 

Les salauds! Ils les ont pris pour les tuer! Sans parler du viol de la souveraineté d’Haïti! –exclamó antes de entrar corriendo en la residencia, desde donde se comunicaría con el Ministerio de Relaciones Exteriores de su país y denunciará la violación a la soberanía de Haití a las agencias periodísticas internacionales.

 

–Negra de mierda –gritaban los elegantes y educados vecinos y vecinas de Vicente López.

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