La batalla de Salta o la revolución por otros medios 

Reflexionamos sobre la batalla de Salta, ocurrida hace ya 210 años.

Por Dr. Alejandro Morea (CONICET-UNMDP). En colaboración con el Colectivo Gallo Negro

Estamos acostumbrados a nombrar las batallas de las guerras revolucionarias en pares, Chacabuco y Maipú o Ayacucho y Junín, si nos corremos del espacio que hoy ocupa la argentina. Algo similar ocurre con Salta, que viene asociada a la de Tucumán. Sin embargo, creemos que sería mejor separarla de ésta última, que por otro lado debería estar más asociada al combate del Río Las Piedras -pero esta es una discusión que podemos retomar en septiembre-. Pero si tenemos la necesidad de seguir nombrándola agrupada a otros enfrentamientos deberíamos juntar lo ocurrido en Salta, el 20 de febrero de 1813, con las batallas que vinieron después: Vilcapugio y Ayohuma. Por eso hoy los quiero invitar a repasar algunas cuestiones en torno a la Batalla de Salta para que esto quede un poco más claro, pero también algunos otros temas que nos hablan de la importancia que tuvo esta para la revolución y lo que vino de ahí en adelante.

Arranquemos por la fecha. Aunque las autoridades hubieran querido que la batalla de Salta ocurriera antes, su fecha (aproximada) en algún punto estuvo más en línea con los deseos del general en jefe del Ejército Auxiliar del Perú, Manuel Belgrano, que con los del Segundo Triunvirato. Luego de Tucumán se produjo un cambio en el gobierno central y el grupo político detrás del nuevo Triunvirato trazó una estrategia militar mucho más agresiva, y sobre todo ofensiva, que sus predecesores. En ese sentido, fue que presionaron al victorioso Manuel Belgrano a que apresurara la marcha del Ejército Auxiliar y enfrentara a las tropas del Virrey del Perú que se habían retirado de Tucumán derrotadas, pero aún muy fuertes, y se habían instalado en Salta. Lo ocurrido ahí entonces es parte de una estrategia muy diferente de lo sucedido en Tucumán, donde la batalla tiene más que ver con un planteo defensivo y conservador, y una política casi pesimista sobre el rumbo de la revolución desplegada por el primer Triunvirato. 

Pero más allá de esto, el general Belgrano resistía las órdenes de sus superiores. Esto se debía a dos razones principalmente. Una más vinculada a lo táctico y militar, y otra más a la esfera personal. A pesar del espíritu triunfalista, Belgrano creía que sus tropas no estaban en condiciones de enfrentar a un enemigo que era superior desde lo numérico pero que también se presuponía más entrenado y disciplinado. Que el ánimo en alza no alcanzaba para compensar las diferencias evidentes entre un ejército y otro, y que era necesario reclutar más hombres, entrenarlos, disciplinarlos y armarlos. 

Belgrano insistía en que una cosa era como se veían los sucesos desde los escritorios en la lejana Buenos Aires y otra muy distinta lo que se observaba desde el campamento. En su opinión, la revolución muchas veces se había apurado a entrar en combate sin tener los soldados necesarios y por eso los resultados no habían sido los buscados con las graves consecuencias que eso podía traer. Acá es donde empieza a notarse que en su parecer tuvo un peso importante lo que le había ocurrido en la comandancia de la expedición que fue enviada a Paraguay. Esta campaña, que desde lo militar fue bastante desastrosa, le había servido a Belgrano para sacar, al menos, dos conclusiones importantes. Una es que no alcanzaba con el optimismo de la voluntad para conseguir resultados en la guerra, que los ejércitos no se construyen de un día para el otro. La otra tenía que ver con que los malos resultados te dejaban al alcance de la pedrada de tus críticos y adversarios. Recordemos que Belgrano fue sometido a un proceso para evaluar su desempeño, y una de las principales acusaciones sobre su persona versaba sobre si se había manejado de manera temeraria arriesgando a sus hombres y la suerte de la revolución. La causa terminó favorable a Belgrano, pero este había aprendido la lección y no se iba a lanzar a una nueva aventura si no pisaba sobre seguro, por eso buscó preparar bien a sus hombres. Pero a principios de 1813, ya con los refuerzos enviados por el gobierno desde Buenos Aires y la recluta realizada en la región, y la llegada de armas, vestuarios y pertrechos, Belgrano consideró que era el momento de iniciar la marcha hacia Salta. La batalla se libró en la planicie de Castañares, entre los cerros San Bernardo y San Lorenzo, pero una parte de ella, también tuvo lugar en la misma ciudad, cuando las tropas derrotadas de Tristán se refugiaron en ella y fueron perseguidas por las tropas del Ejército Auxiliar del Perú. 

La capitulación total del Ejército del Perú nos permite traer una cuestión que nos resulta muy importante señalar: las llamadas guerras de independencia fueron verdaderas guerras revolucionarias por el contenido político e ideológico que encerraban. La decisión de Belgrano, muy cuestionada en ese momento y más aún en la posterioridad, de permitirle a sus adversarios de retirarse a sus hogares tras la derrota, con la sola promesa de no volver a tomar las armas en contra del gobierno de las Provincias Unidas hay que inscribirla en este horizonte de ideas. Desde tiempo antes venía insistiendo en el componente esencialmente americano de las tropas que se enfrentaban y señalando las coincidencias que podían existir entre ambos contendientes, por lo que llamaba al encuentro para evitar el enfrentamiento y creía que esta acción podía lograr este resultado en el corto plazo. Por eso, el perdón a aquellos que había derrotado en el campo de batalla, se trataba entonces de una acción de propaganda y pedagogía política. Belgrano, pero no solo él, era consciente que las guerras que se estaban librando estaban atravesadas por una dimensión simbólica e ideológica, por lo que estas acciones podían dar cuenta de la justicia de “la causa” y por lo tanto concitar muchas adhesiones. Esta decisión de Belgrano, además, hay que inscribirla en una línea de acción en donde entra también la búsqueda por demostrar que los revolucionarios no eran impíos como señalaban sus contrincantes, y que Dios estaba de su lado. Recordemos, por ejemplo, el juramento de reconocimiento a la Asamblea del Año XIII en el Río Pasaje, en la previa de la Batalla de Salta, en donde Belgrano hizo desfilar a sus hombres y jurar lealtad a las autoridades ante una cruz formada por su sable y la asta de la bandera. 

El impacto y beneficios que se podían obtener de estas acciones era difícil de medir, y los actores lo sabían, pero no por eso dejaban de promoverlas. Ahora, la victoria obtenida en Salta tuvo algunos resultados mucho más concretos, aunque algunos fueron más duraderos que otros. Lo primero sería señalar que el éxito le abrió a la revolución nuevamente las puertas del Alto Perú, ese espacio que parecía perdido definitivamente luego de la batalla de Huaqui, pero que ahora se incorporaba nuevamente a las Provincias Unidas. Lo otro sería señalar que Salta, que aparecía como un lugar donde los contrarrevolucionarios eran un grupo importante y con los cuales podía contar el virrey del Perú para intentar derrotar a los insurgentes de Buenos Aires se terminó. Si el primero de esos logros se demostró efímero, porque a este éxito le siguieron las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma (con una importante participación de los juramentados de Salta), que pusieron fin al segundo intento de la revolución por controlar el Alto Perú, el vuelco de Salta hacia las Provincias Unidas resultó mucho más duradero. Aunque de ahí en adelante esta provincia sufrió numerosas invasiones y desde 1815 cargó sobre sus hombros con todo el peso de ser la línea de defensa de las Provincias Unidas antes las ambiciones realistas por recuperar este espacio para el Rey Fernando VII, el alineamiento con la revolución no encontró casi fisuras, y por esa razón, aunque el control del Alto Perú se esfumó rápidamente, la victoria en Salta terminó siendo de vital importancia para la conformación de un país independiente en los territorios que alguna vez habían sido parte del Virreinato del Río de la Plata. 

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