Sarmiento, la Educación Sexual Integral y el adoctrinamiento escolar

“En ningún lado Alberdi confía a la ‘mano invisible del Mercado’ toda la regulación de las relaciones sociales, sino que lo toma como punto de partida, en todo caso, para que a través del Estado ellas sean posibles”. Un análisis sobre las ideas que forjaron la educación pública argentina y sus ecos en el presente. Por Manuel Jerónimo Becerra

Debemos partir de una base: reconocerle la adscripción liberal al proyecto que fundó el Estado argentino y, en ese mismo acto, una concepción sobre lo público que luego fue profundizado por el peronismo. La Generación del 80 y sus inspiradores –Sarmiento, Roca, Alberdi, Mitre, Joaquín V. González, Carlos Pellegrini— se ocuparon de coronar el proceso abierto con la independencia con un modelo de Estado que hoy tantos señalarían como “comunista” o “zurdo”.

Hoy asistimos a una suerte de extraño homenaje, muy selectivo por cierto, a figuras de la segunda mitad del siglo XIX argentino. La reivindicación de Roca sólo toma su faceta genocida, pero olvida oportunamente la pelea con la Iglesia Católica por el control no sólo del sistema educativo, sino también del registro de nacimientos, defunciones y matrimonios, y la expulsión de los embajadores del Papa en nuestro país (lo que hoy sería un verdadero escándalo y en ese momento lo era aún más). Sacarle atribuciones a la Iglesia –celestial, trascendente, intérprete de Dios— era impugnarla como tutora de las familias –terrenales, contingentes, falibles— y, por lo tanto, de la sociedad.

El Estado nación, esa tecnología descomunal inventada por las burguesías triunfantes del siglo XIX, venía a ofrecer un nuevo marco de intervención sobre la sociedad. Pero también un nuevo marco moral que tenía que ver, esencialmente, con la necesidad de establecer nuevas reglas del juego para convivir entre millones de personas. Parte esencial de eso fue la creación de un espacio público, un ágora, que filosóficamente no fuera de nadie y a la vez fuera de todos y que jurídicamente perteneciera a la institución creada para ese fin: el Estado nación capitalista. Así como también la creación de calles, parques, agua potable, escuelas, libertad de expresión, libertad de culto, y más adelante: libertad de sufragio para elegir democráticamente a los representantes del pueblo. En definitiva, se trataba de tomar el proverbio Vox populi, vox Dei y hacerlo carne, sin intérpretes, pero a través de un enorme dispositivo de control social: las instituciones estatales.

En Argentina, los fascistas de mercado (si se me permite la expresión) reivindican de la figura de Juan Bautista Alberdi, su postura a favor de la libertad de comercio y de empresa, y tal vez su preferencia por las ciencias exactas e industriales por sobre las morales, pero olvidan que diseñó una Constitución que le dio amplias atribuciones a la autoridad estatal para configurar ese capitalismo y esa sociedad que él imaginaba. Sus Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina no son otra cosa que reflexiones sobre cómo desarrollar al país a partir de la construcción de un Estado, no un alegato en contra del Estado. Sólo un gobierno organizado, unido, consolidado en un Estado articulado y coherente, abre la puerta a la prosperidad de la Nación, dicho en palabras decimonónicas. En ningún lado Alberdi confía a la “mano invisible del Mercado” toda la regulación de las relaciones sociales, sino que lo toma como punto de partida, en todo caso, para que a través del Estado ellas sean posibles. De hecho, Alberdi nunca tiene que explicar por qué el Estado debe cobrar impuestos, esa palabra pecaminosa y herética para este fascismo de mercado, básicamente porque Alberdi estaba hablando de otra cosa. Por supuesto, la reivindicación actual de Alberdi olvida por completo esta construcción compleja del argumento y de la relación entre la libertad económica y la organización de un país próspero: se queda en palabras y pasajes sueltos, como quien cree que un negocio que vende plantas es un bosque y un ecosistema.

Por otra parte, el fascismo de mercado se olvida bastante convenientemente de Sarmiento, férreo promotor de la igualdad de oportunidades y del Estado como garante de la educación pública para crear una comunidad de iguales. Festejamos el Día del Maestro, le cantamos himnos, en Argentina reconocemos allí a una tradición brillante donde supimos ser una referencia mundial. ¿En qué liberalismo pueden embanderarse quienes quieren demoler la educación pública argentina?

También se olvidan de Carlos Pellegrini, que tensionaba con Roca acerca de la necesidad de abrir el juego institucional a la participación popular por medio del sufragio. También, desde ya, de Joaquín V. González, preocupado por la educación pública y por las condiciones de trabajo de la clase obrera. Sólo se reivindica el genocidio y la libertad de mercado entendida no como la planteaban los liberales argentinos, sino como la supervivencia del (económicamente) más apto. Tiene sentido: una utopía de millonarios sin vínculos entre sí, aislados, sin lazos sociales, sin tolerar disidencias, y aniquilar a todo el resto. Un poco lo que es la figura del incel, complementado con lo que no tiene: millones de dólares y la posibilidad real de eliminar a quienes considera una amenaza. No es una utopía social, como la de Alberdi o la Argirópolis de Sarmiento: es un grito desesperado de sufrimiento por una vida desolada que sólo cobra sentido a través de las pantallas. Es como en la pandemia, como si muchos no hubieran logrado salir todavía de ahí.

El dedo en la llaga, el arma liberal

La Educación Sexual Integral un poco funciona como un mecanismo que pone blanco sobre negro en este estado de la cultura y sus expresiones políticas, y de ahí que genere reacciones en contra cada vez más intensas. A través de ella se desnudan los mecanismos del patriarcado, que desde hace miles de años forman parte de nuestras conductas. Y dado que el patriarcado ha sido una parte fundamental en la construcción de la riqueza capitalista –y en otros órdenes económicos también—, sosteniéndose sobre la producción gratuita de riqueza de las mujeres en el ámbito doméstico, señalarlo es echar sal a la herida. Y para peor, al mismo tiempo pone límites claros, y concientiza acerca de las violencias sexuales y afectivas que también hemos naturalizado durante milenios. El movimiento feminista y de disidencias sexuales y de género arma, entonces, la tormenta perfecta: pone palabras y argumentos para que más de media humanidad empiece a poner límites a las violencias que históricamente ha sufrido. Pero además la invita a asumir una voz que también es ocupar un espacio en el debate. Dicho de otro modo: cada vez más quienes encabezan y activan los centros de estudiantes de las escuelas secundarias son predominantemente mujeres o personas no binarias. Esa asunción de la palabra y un cuerpo que ocupa el espacio correspondiente, también silencia –no voluntariamente— a quienes antes estaban ahí hablando y empujando: los varones. Las masculinidades tradicionales están heridas mortalmente y los varones no sabemos bien qué hacer con eso. Por lo pronto, ese silencio público se retrotrae a esa vida desolada virtual: proliferan foros y ataques virulentos a referentas de ese movimiento. Ofelia Fernández es un caso brutal y típico: mujer joven, politizada, de argumentos sólidos y articulados, avasallante en su discurso, desmarcada de los mandatos tradicionales de lo que “debe ser” una mujer joven, no sólo física sino también moralmente. Ofelia es una desobediente y en su desobediencia señala la estructura que está desobedeciendo.

Como docente, no deja de preocuparme el silencio de los varones jóvenes que vinieron a nacer en un mundo de cuestionamiento a las identidades masculinas tradicionales. No hay forma de construir una sociedad tensa pero democrática si esos pibes no comienzan a decir, a articular en palabras, cómo transitan ese cuestionamiento. El señalamiento del fascismo de mercado a la ESI, entonces, parece tener también esas raíces. Y sin embargo, los reclamos que habilitan los feminismos y las disidencias parten de tradiciones rigurosamente liberales: la igualdad ante la ley, el derecho a la propia identidad. Las personas homosexuales lucharon por su derecho al matrimonio, para acceder a los mismos beneficios que ese acto garantiza a las personas heterosexuales: patrimonio común, herencia, acceso a cobertura médica. Las personas que se autoperciben de un género diferente al sexo biológicamente asignado, lo mismo: el derecho a la propia identidad, y que esa identidad no sea un obstáculo social ni mucho menos una razón para sufrir violencia. Y en la misma línea puede inscribirse el derecho al aborto (aunque, en este último caso, queda irresuelto el planteo filosófico-moral acerca de si un feto es o no una vida, planteo que no tiene por qué tener un correlato jurídico). Igualdad ante la ley, identidad personal, derecho a la integridad física: derechos netamente liberales, íntimamente individuales. Alberdi dijo algo que nos puede ayudar: tenemos que construir una sociedad que garantice “la igualdad de los hombres (de todas las personas, agregaríamos nosotros), el derecho de propiedad, la libertad de disponer de su persona y de sus actos… “. La ESI es liberal, y al mismo tiempo la ESI entronca con un movimiento histórico que señala frontalmente estructuras históricas de opresión.

Vale la pena una digresión: la ley no garantiza una identidad a aquél que “se autopercibe perro” o “se autopercibe helicóptero”, o cosas por el estilo, básicamente porque las personas que se autoperciben perro o helicóptero no han sido tradicionalmente objeto de persecuciones, matanzas y exclusiones como sí lo fueron –y son— las mujeres, los homosexuales o las personas trans o no binarias.

Y otra digresión más: en el opaquísimo ámbito del consentimiento en las relaciones íntimas, deberíamos comenzar a pensar desde las escuelas no en una idea de un contrato explícito y completamente corta clima –cuando muchas veces hasta el propio deseo es difuso— sino en la necesidad de registrar a la otra persona como una contraparte de ese deseo. No se trata de firmar un papel para dar un beso o para coger, diré brutalmente, sino de que en el juego de seducción y en el acto corporal se registren, se sepan leer, los deseos (y dudas, y resistencias) de la otra persona. Como bien planteó Tamara Tenenbaum: es cierto que hay besos que se roban, el problema es cuando eso es un avasallamiento en un contexto donde no da.

En síntesis, la Educación Sexual Integral ha abierto la puerta para discutir esto en el único lugar donde parece posible de hacerlo masivamente: la escuela. Y eso, para el fascismo de mercado, para la masculinidad tradicional silenciada, es inadmisible.

El sutil arte de adoctrinar

En la escuela se habla de política. En la escuela, además, se ejecutan acciones que son profundamente políticas, en el sentido de que es el Estado quien define –políticamente— qué contenidos se deben enseñar allí, en función de una idea, un modelo de sociedad que imaginan sus gobernantes y, a través de ellos, todos nosotros. Y aún si el sistema educativo fuera completamente privado –como propone el fascismo de mercado—, esa acción también sería profundamente política, pues parte de una idea de sociedad determinada. El mercado, a través de los productos que ofrece por medio de  la publicidad que embellece hasta los tachos de basura, hace política pura. Intenta dirigir los consumos –mayormente innecesarios— de miles de millones de personas es una acción brutalmente política.

Dicho esto, asistimos a escenas donde, a partir de discursos del fascismo de mercado, se señala como “adoctrinadores” a aquellos docentes que ensayan, en clase, un debate político-partidario, o incluso cuando se trabajan contenidos de ESI. “Adoctrinar” es una palabra muy conveniente para señalar los temas de los que no queremos que hablen nuestros hijos. En principio, los pone en un lugar de idiotez, de invalidez mental expuesta a las maldades de los docentes: “los niños son inocentes, desconocen lo bueno de lo malo, no entienden nada del mundo que los rodea, y en consecuencia son completamente permeables a un docente que sostiene que tal candidato tiene una propuesta destructiva para la sociedad”. Además de partir de una mentira sobre quiénes son esos niños, niñas y adolescentes que van a la escuela (porque pierden de vista que tienen ideas propias, que negocian con el mundo el desarmado de muchas ideas); además de suponer erróneamente que los alumnos son tabulas rasas; la acusación de “adoctrinar” supone que los alumnos no tienen ninguna herramienta para esa negociación, como sí parece que la tienen para la infinitud de contenidos culturales circulantes en internet, o las propias ideas que maman en sus hogares. Pero es cierto que es una acusación que revela una incomodidad frente a alguien que puede tener acceso a argumentos sólidos y complejos (¿el docente?) sobre un tema controversial, frente a una percepción de que los propios están armados débilmente, pero son suficientes y necesarios de ser defendidos. En todo caso, hay cierta polisemia en el término, así que le pregunté a mis alumnos de cuarto año qué creen ellos que significa.

Palabras más, palabras menos, me contestaron que para ellos es cuando un docente intenta imponer de forma sutilmente agresiva un punto de vista sobre un tema que ellos consideran necesario de ser más debatido, o sobre el que tienen una opinión diferente que quieren contrastar. La cancelación del debate a partir de una conclusión unilateral, concluyo yo, es lo que ellos perciben como “adoctrinamiento”. No se puede negar que, salvo cuestiones concretas –discursos de odio, agresiones directas, amenazas, defensa de crímenes de lesa humanidad— clausurar un debate sobre un tema espinoso, en una escena de confrontación álgida, no es un recurso pedagógico recomendable. De la misma manera, no podemos admitir que la escuela sea un recorrido anodino donde se hable de naderías inofensivas. Sí, sobre todo en estos tiempos, es necesario evitar por todos los medios la bajada de línea no sutil, que además de exponernos a escraches virtuales evidencia una completa falta de profesionalismo: es un recurso narcisista inconducente e impertinente. Es necesario dar lugar a la pregunta y al prejuicio de los alumnos para desarmarlo con amor y cintura pedagógica. Un recurso es guiar la conversación hacia preguntas éticas: ¿Les parece bien que una mujer que fue ama de casa toda su vida criando pibes, cocinando, lavando, deslomándose para sostener el hogar, cobre una jubilación? ¿Les parece bien que las parejas homosexuales puedan heredar el patrimonio si uno de ellos se muere, como las parejas heterosexuales? ¿Les parece bien que el Estado use sus autos, sus edificios, sus armas, para desaparecer personas –más allá de lo que hayan hecho— y robar bebés? Tal vez desde la ética podamos llegar a consensos básicos para después examinar cómo se expresan partidariamente esas posiciones.

No es casual que la acusación de “adoctrinamiento” aparezca alrededor de la política partidaria –y específicamente cuando se critica a las expresiones de derecha— y la Educación Sexual Integral. Es que, justamente, son los dos campos de disputa acerca del Poder, así con mayúscula. Cuando debatimos política partidaria, discutimos sobre aquellos grupos que concentran suficiente relevancia social como para condicionar a gobiernos enteros con sus políticas: los grandes empresarios, siempre tan escondidos del debate público cuando se habla de sus responsabilidades ciudadanas. Y, por el otro lado, como ya mencioné, el patriarcado, indisociable del poder político, como estructura histórica de dominación. Y, claro, la reacción aparece, pues al Poder no le gusta que se hable del Poder. El Poder está naturalizado, el Poder es una sombra, ni siquiera un espectro –que se ve y se teme—. El Poder es algo que ni sabemos que está en el aire, y señalarlo es señalar sus mecanismos.

El miedo a los otros

Tal vez vivimos en una época donde estamos congelados de terror. Como si los síntomas del ataque de pánico –parálisis, certeza de la muerte inmediada, dificultad para respirar— marcaran el ritmo de nuestras relaciones sociales: “el otro es una amenaza”. Y la escuela es una institución plagada de otredad, donde la mayor otredad la constituye la relación entre docentes –representantes de una generación envejecida, portantes de un saber antiguo— y alumnos –la nueva generación, que no comprende las lógicas de los adultos, que parecen intentar convencernos de absurdos o sinsentidos—. Y si además en esa institución de otredad pura se ponen en cuestión las estructuras del Poder, de lo Innombrable –el patriarcado, la burguesía concentrada contratista del Estado, con nombres y apellidos—, ahí es cuando tenemos la tormenta perfecta que ya nombré. Y, claro, hay expresiones políticas que se aprovechan de ese pavor colectivo hacia los otros, y lo capitalizan para los poderes de siempre, los poderes que callan, los invisibles de todos los tiempos.

De cara a un nuevo Día del Maestro, recordando a Sarmiento pero también a nuestras mejores tradiciones pedagógicas populares, en una época en que entrar al aula se parece cada vez más a una profesión de riesgo, es necesario tomar nuestro lugar en esa tormenta perfecta, y asumir nuestra responsabilidad de hablar del Poder en el aula.

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