Esta noche no va a pasar nada

Episodio #38 de las “Memorias de un niño peronista”, de Teodoro Boot.

¿Por qué los que estaban en esa casita de Villa Martelli jugando a las cartas mientras esperaban escuchar en la radio la pelea de Lausse o la proclama revolucionaria, iban a darle pelota a De Santis, que ni siquiera estaba seguro de quién le había dicho que no había que confiar en los militares? De Santis ya no sabía qué pensar y no podía distinguir lo que decía Velazquez de la insurrección popular o la desconfianza de María Elena en los militares, de lo que le explicaba la voz en el teléfono. Si ni siquiera podía estar seguro de quién era la voz en el teléfono.

 

Polo estaba tomando conciencia de esa dificultad, de lo inútil que había sido ir hasta ahí, de lo peligroso que resultaría, con tanta improvisación y desorden…

 

No se lo confesó en ese momento a De Santis, que por su culpa había perdido la entrada para el Luna y podría reaccionar mal. Sin embargo, De Santis había empezado a comprenderlo por su cuenta. No tendría ánimos para subirse a un banquito, conseguir silencio y decir: “Perón me llamó por teléfono…”

 

Me iban a cagar a patadas –dijo De Santis.

 

–Y te lo tendrías bien merecido –contestó Friedman. Había terminado de hablar por teléfono y estaba en el patio, cortando queso en una coqueta mesita de hierro forjado pintada de blanco. Había cuatro sillas haciendo juego, en una de las cuales se había derramado De Santis.

 

Antes de seguir hablando, Friedman terminó de masticar el cuadradito de queso que se había echado a la boca.

 

–Dice don José que busques una embajada. No van a parar hasta encontrarte.

 

El gesto de sorpresa de De Santis parecía decir “¿A mí?” y al mismo tiempo preguntar qué era una embajada. Pero guardó silencio. No tenía ánimos de decirle a Friedman que él también tendría que esconderse. Era preferible que el ruso se fuera dando cuenta solo, a medida que De Santis contara qué había ocurrido durante esa noche, tan larga que se le había hecho eterna. Retomó el relato.

 

Un tipo que acababa de entrar discutía en voz muy baja con el dueño de casa.

 

–Haga lo que quiera. Pero a ese muchacho –el recién llegado señaló con la cabeza hacia un grupo que conversaba en el extremo opuesto de la pieza– no me lo lleva a ninguna parte, ¿me oye?

 

El dueño de casa se encogió de hombros ante ese hombre menudo, cetrino, de anteojos oscuros.

 

–Quédese tranquilo. Además, me parece que esta noche no va a pasar nada.

 

De Santis estaba solo en medio del cuarto, rodeado de algodones. No sentía el piso bajo sus pies. Todo ocurría al mismo tiempo y muy lentamente a su alrededor.

 

Polo tomó del brazo al de anteojos oscuros.

 

–¿Qué hace usted acá?

 

El hombre se sorprendió.

 

–Ah, es usted. Vine a llevarme a ese pibe. No sé cómo mierda se le ocurrió venir. ¿Y usted?

 

–Me mandó Velázquez, para disuadirlos. Perón no quiere saber nada de un golpe militar.

 

–¿Está seguro?

 

Completamente.

 

¿Y qué más dice?

 

Que vamos por buen camino, eso es lo que puedo decir. En algún momento Velázquez le va a informar. Ahora ya debe estar en viaje a Santa Fe –agregó adelantándose a la pregunta del otro.

 

Entonces haga algo. Esta gente tiene que volverse a sus casas. No entiendo qué pretenden. ¿Salir a aplaudir? Si ni armas deben tener.

 

–Ni una en toda la casa. Ya lo confirmé –repuso Polo–. ¿Pero qué puedo hacer? ¿Le parece que me darán pelota?

 

El otro meneó la cabeza.

 

–Usted va siempre armado, Marcelo –prosiguió Polo–. Tiene que salir de acá lo antes posible. Si cae la policía sólo servirá para empeorar las cosas. Yo voy a tratar de hablarles. Y si no, no se preocupe: me llevaré al pibe ese…

 

–Carlitos –dijo Marcelo–. Se llama Carlitos.

 

–Sí, Carlitos. Me lo llevo de las orejas, si hace falta. Pero usted se tiene que ir ya mismo.

 

Está bien. Y apúrese, que esto es una ratonera. No hay más salida que la puerta que da al pasillo.

 

Ya estaban junto a la dichosa puerta. Polo la abrió y Marcelo salió rápidamente.

 

Polo se volvió hacia De Santis. Tal vez lo vio pálido. O desencajado.

 

En esos momentos, en Avellaneda, desde lo alto de la torre de la escuela técnica Salvador Debenedetti, donde acababa de instalar la antena del radiotrasmisor por el que el teniente coronel Irigoyen difundiría la proclama revolucionaria, Rubén Mouriño vio cómo un numeroso grupo de militares fuertemente armados irrumpía en el establecimiento.

 

Los sublevados, que esperaban la llegada de los cincuenta policías que se sumarían al levantamiento, fueron sorprendidos por el destacamento militar enviado para reprimirlos y se rindieron sin resistir.

 

Rubén vio cómo un oficial lo encañonaba con su pistola.

 

–Bajá o te bajo yo de un tiro.

 

–No sea burro, hombre –intervino Irigoyen–, que es un chico.

 

–Acá no hay chicos que valgan –contestó de mal modo el militar, y volvió a dirigirse a Rubén–. Bajá de una vez. Y a estos llévenselos a todos.

 

Un soldado salía de la casa del portero llevando a Ercolano y a su hija de 19 años.

 

–A estos también –ordenó el oficial.

 

–No tienen nada que ver –volvió a intervenir Irigoyen, recordando que Ercolano era socialista.

 

–¿Así que no tienen nada que ver? ¿Y por qué le voy a creer a usted? –el militar señaló con la mandíbula a la hija de Ercolano. La muchacha se abrazaba temblorosamente a su padre– Esa, seguro que es la secretaria de Valle.

 

Con las manos en alto, Irigoyen, Costales, Albedro, Lugo, los hermanos Clemente y Norberto Ros, el joven Mouriño, Ercolano y su hija, de ahí en más, “la secretaria de Valle”, fueron llevados a la Unidad Regional de Lanús, una dependencia de la policía provincial donde veinte años después funcionaría un eficiente y activo centro clandestino de detención y tortura dependiente del Área 112 de la Zona 1, Subzona 11, que abarcaba las localidades de Quilmes, Avellaneda, Adrogué, Burzaco, Cañuelas, Monte Grande, La Matanza, La Plata, City Bell, Ensenada, etcétera, etcétera.

 

Contó De Santis que todo lo que antes se había movido con lentitud, ahora parecía haberse paralizado por completo. Las figuras y los objetos se veían borrosos. Los sonidos no llegaban a sus oídos. Algún centro específico de su cerebro descartaba todo cuanto no tenía interés, de manera que sus sentidos, su atención, sus pensamientos eran automáticamente atraídos por un par de poderosos imanes: dos hombres que recordaba haber visto entre los oficiales de la Marina y los comandos civiles que, después de destruir las neuronas de mi tía, habían irrumpido en el bar para interrogar a Pablito Serún y llevarse presos a Carlitos y Alberto Culacciati por no tener documentos y a un desconcertado doctor Rofo por sospechoso de ser peronista.

 

De Santis se dirigió al baño. Estaba tras un pequeño hall, que comunicaba a dos habitaciones.

 

Polo lo alcanzó antes de que llegara.

 

–¿Adónde va?

 

–Está la cana –dijo De Santis. Se metió en el baño y cerró con llave.

 

Muy cerca de ahí, en Campo de Mayo, los coroneles Eduardo Alcibíades Cortines y Ricardo Santiago Ibazeta, que acababan de tomar agrupación Servicios de la 1ra División Blindada, esperaban la transmisión de la proclama y el corte de energía eléctrica de la guarnición, rodeados por los 5000 efectivos que habían permanecido leales al general Juan Carlos Lorio.

 

Traten de ponerse en el lugar de Polo. De Santis había descubierto por lo menos un policía al que, entre tantos desconocidos, Polo no tenía forma de identificar.

 

¿Qué harían ustedes? ¿Saldrían corriendo? ¿Dejando encerrado en el baño al hombre de Perón? ¿Con qué cara enfrentar a los compañeros? ¿Y cómo explicárselo a Perón? Porque el General algún día regresaría; de eso, a Polo no le cabía ninguna duda.

 

Además, se había comprometido con Marcelo a llevarse a Carlitos, que ahora jugaba al chinchón con Carranza y Francisco.

 

Polo fue hasta la cocina, donde el dueño de casa preparaba mate.

 

–¿Usted conoce a todos los que están acá?

 

–A varios –dijo Torres–. Algunos son vecinos, otros amigos… o amigos de Gavino. Y a otros, como usted, no los vi en mi vida. Pero usted llegó con Carranza, así que por mí, está bien.

 

–Venga, vamos a ver si hay alguno que no conoce o no sabe cómo vino.

 

Ambos se pararon en el vano de la puerta de la cocina. Torres iba recorriendo con la vista la habitación, por sectores.

 

–El pibe ese…, el que juega a las cartas con Carranza.

 

–De ese no se preocupe –repuso distraídamente Polo. Seguía los movimientos de dos hombres que evolucionaban de grupo en grupo. Primero había detectado a uno, pero después advirtió al otro. Parecían haberse repartido la habitación. Como de casualidad, se encontraron cerca de la puerta.

 

–¿A esos dos los conoce?

 

–No, pero me parece que los invitó Gavino.

 

–¿Dónde está Gavino?

 

En la Capital, en lo que nadie jamás sabría decir si era parte del barrio de San Cristóbal, Barracas o Parque Patricios, el suboficial principal Ernesto Garecca, vestido de civil y guarecido del frío con un sobretodo de color negro, atravesaba la plaza de armas de la Escuela de Mecánica del Ejército en dirección al puesto de guardia ubicado en la entrada del 1919 de la calle Combate de los Pozos.

 

–¿De franco, mi principal? –preguntó el aspirante afectado a la guardia.

 

Garecca asintió con un cabeceo, y se inclinó para encender un cigarrillo.

 

–¿De dónde es, aspirante?

 

–Monte Caseros, mi principal –respondió el jovencito.

 

Garecca agitó el fósforo ante los ojos del aspirante, como si fuera a hipnotizarlo, hasta que se apagó.

 

–Te estás cagando de frío ¿no?

 

–Ni que lo diga, mi principal.

 

–¿Quién es el oficial de guardia?

 

–El teniente Miranda.

 

El aspirante se volvió, inquieto: le había parecido advertir un movimiento de personas en la calle.

 

–¿Y eso?

 

Un segundo después, el propio soldado no hubiera sabido decir si “eso” que tanto lo había sorprendido era el grupo de civiles que convergía sobre la puerta de Pozos 1919 o la pistola con la que lo encañonaba el sargento Garecca.

 

–Abrí la puerta –ordenó Garecca, abandonando su trato afable.

 

En la casita de Villa Martelli, Gavino esperaba impaciente ante la puerta del baño. Polo dejó a Torres y fue hacia él.

 

–¿Conoce a esos dos que se están yendo?

 

Los hombres habían abierto de calle y salían al pasillo, sin saludar a nadie.

 

–Deben ser amigos de Torres –dijo Gavino.

 

–Carajo –murmuró Polo. Dio varios golpes a la puerta del baño–. Vamos, salí de una vez. Ya se fueron.

 

Del lado de adentro, De Santis giró la llave. Se asomó apenas.

 

–¿Estás seguro?

 

–Sí, vamos.

 

De Santis abrió.

 

–Ya era hora, viejo –dijo Gavino de mal modo.

 

De Santis no supo qué responder.

 

Gavino se metió al baño y cerró de un portazo.

 

–¿Y a este qué bicho le picó?

 

–Vamos, vamos –decía Polo–, que no hay tiempo.

 

Al salir del baño, De Santis se sintió sorprendido por el silencio que de pronto parecía haber caído sobre la habitación. El único sonido era la voz de Bernardino Veiga. Salía por el parlante de la radio. Todos se habían concentrado a su alrededor.

 

–Vamos –dijo Polo.

 

De Santis se deshizo de Polo con brusquedad y se acercó a la radio.

 

–¡Empezó la pelea!

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