Falla de origen

En su breve existencia, la policía porteña alcanzó el récord de dos homicidios por mes. Negocios, violencia y dictadura: historia y presente de la mazorca PRO.

A fines de agosto, el ahora reelegido vicejefe porteño –y también ministro de Seguridad–, Diego Santilli, recorría La Paternal con fines de campaña. Y dijo:

“Queremos seguir mejorando la seguridad para cuidar más a los vecinos”.

Hablaba como si viviera en un mundo paralelo. Días antes un policía de la mazorca que dirige había matado a un peatón con una patada en el pecho.

Se sabe que durante la era macrista las “ejecuciones preventivas” fueron una cuestión de marketing. Por eso no fue extraño que los noticieros repitieran una y otra vez el video de ese crimen con la naturalidad de quien difunde las imágenes de una infracción futbolera. Bien a tono, el secretario de Seguridad, Marcelo D’Alessandro, supo explicar al respecto: “Es el protocolo; el policía mantuvo la distancia con la pierna para evitar que el sospechoso genere algún daño”. El hecho cayó rápidamente al olvido.

En cifras –según la Comisión Especial de Seguimiento y Prevención de la Violencia Institucional de la Legislatura y los registros de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) –, durante los últimos 26 meses la Policía de la Ciudad mató a 43 personas (dos cada 30 días). A la vez hay otro dato notable: es sus filas aún subsisten 282 efectivos que prestaron servicios durante la última dictadura.

¿Cuál será el futuro de esa fuerza de seguridad cuando a nivel nacional rige un nuevo paradigma policíaco basado en la anulación de las doctrinas que alentaban el gatillo fácil entre los uniformados?

Quizás parte de la respuesta esté en la historia misma de dicha milicia, una criatura con malformaciones de origen.

La fusión no hace la fuerza

Corría el 5 de octubre de 2016 en el playón del Instituto Superior de Seguridad Pública, de Villa Lugano. Allí se desarrollaba la presentación de la Policía de la Ciudad –fruto del ensamble de la Metropolitana con el sector de la Federal absorbido por el gobierno porteño–, y Horacio Rodríguez Larreta sonreía de oreja a oreja. Pero aquel evento –en el cual fue exhibida una muestra vehicular de la fuerza naciente– se malogró al descubrirse que la estrella de su flota, un espectacular helicóptero, era en realidad una unidad del SAME ploteada a las apuradas para la ocasión. El fracaso de ese acto de ilusionismo anticipó otras desventuras. La peor, el arresto de su primer cabecilla, José Pedro Potocar, un comisario que venía de la Federal.

Por lo pronto, el asunto que precipitó su desgracia –ser el presunto líder de una asociación ilícita abocada a cobrar coimas a comerciantes y trapitos en la jurisdicción de la comisaría 35ª– era casi una nimiedad frente al hecho de haber sido el responsable institucional y operativo de una fuerza de seguridad que en apenas 15 semanas de vida consumó los siguientes hitos: la emboscada con golpizas y detenciones arbitrarias a mujeres tras la marcha organizada el 8 de marzo de 2017 por el colectivo Ni Una Menos; el ataque con proyectiles de goma a vecinos de La Boca que el 21 de marzo protestaban por el asesinato de una mujer y graves heridas a otra durante una desaforada persecución de La Bonaerense a supuestos delincuentes; el ataque furibundo del 9 de abril a los docentes que armaban la Escuela Itinerante en la Plaza de los dos Congresos y la intimidación del 21 de abril a estudiantes y profesores de la Escuela Normal Mariano Acosta por efectivos de la Comisaría Vecinal 3A.

En la mañana del 25 de abril la voz de Potocar tartamudeaba por Radio Mitre: “Vea, se…señor Longobardi, no voy a quedar de… detenido…no voy a quedar. Porque me voy a hacer respaldar por ser policía”.

Su tono sonaba atravesado por un lagrimeo contenido.

El tipo soltó la frase desde un Chevrolet Tracker que avanzaba con el hijo al volante y la esposa en el asiento trasero hacia el Palacio de Tribunales. Tenía la intención de ofrecer allí una declaración espontánea.

Al rato, el entonces ministro de Seguridad, Martín Ocampo, miraba por TV el dramático ingreso del jefe policial al edificio en la calle Talcahuano.

Ya al mediodía de ese martes, Ocampo seguía clavado ante el televisor. De pronto, la placa roja de Crónica interrumpió una tanda publicitaria. Así se enteró que aquel hombre, la esperanza blanca de su política de seguridad, era llevado en ese preciso instante tras las rejas.

El súbito contratiempo hizo que la fuerza quedara a cargo del secretario D’Alessandro, un ex diputado del Frente Renovador que había encontrado en el PRO su lugar en el mundo. Pero carecía de formación policial. Por lo tanto fue otro federal, el ex jefe de la Superintendencia de Seguridad Metropolitana, Guillermo Calviño, quien desde la sombra sería el verdadero jefe.

Claro que el tipo arrastraba algunas máculas. A saber: una causa por frenar el allanamiento en una financiera, y otra por proteger a subordinados suyos que habían plantado droga a dos motociclistas con fines extorsivos; también exhibía una denuncia por liberar la zona del asesinato de dos barras boquenses –Ángel Díaz y Marcelo Carnevale– en el marco de una violenta interna de “La 12”, a lo que se sumaba su procesamiento –impulsado por el mismísimo Ministerio de Seguridad de la Nación– por facilitar la fuga de otro barra de Boca, el célebre Maximiliano Oetinger, quien –alertado por Calviño– se habría esfumado de un paraavalanchas de la Bombonera justo cuando iba por él una brigada de la División Antisecuestros.

La trascendencia mediática de aquellas cuentas pendientes impidió la oficialización de sus funciones.

Su fantasmal jefatura duró hasta mediados de junio, cuando también fue citado por la Justicia por esa extorsión a comerciantes y trapitos.

Aquel día, vestido con jean y campera celeste de nylon, Calviño ingresó al Palacio de Tribunales por una entrada lateral. Lo acompañaba su abogado. Tenía la intención de ofrecer allí una declaración espontánea.

Ya al mediodía de ese viernes la placa roja de Crónica interrumpió una tanda publicitaria para informar que el comisario era llevado tras las rejas. Y mostró una imagen de aquel hombre rubio y retacón que ahora cubría con la campera sus muñecas esposadas. Ocampo era uno de los televidentes.

Al ministro le costó recuperar la compostura; recién entonces lo llamó a Rodríguez Larreta para transmitirle la mala nueva, una información que ya corría entre la opinión pública como por un reguero de pólvora.

El pobre D’Alessandro había quedado pedaleando en el aire.

Recién a fin de año encontró un respiro, al ser puesto en la cúpula de la Policía de la Ciudad el comisionado Carlos Arturo Kevorkián.

Al igual que su afamado homónimo, el “Doctor Muerte” –así como la prensa internacional llamaba al médico estadounidense Jack Kevorkián, el rey del suicidio asistido–, él tampoco era un fanático de la vida ajena.

Eso lo supo en carne propia Fernando Blanco, de 17 años, quien dejó de existir por los golpes recibidos en un patrullero de la Policía Federal luego del partido entre Chacarita y Defensores de Belgrano disputado el 25 de junio de 2005 en la cancha de Huracán. El operativo de seguridad estuvo al mando del comisario inspector Kevorkian. De esa jornada hay un video que lo muestra gritándole a los hinchas: “¡Te hago cagar a palos! ¿Cuál es el problema?”

Ahora, al ser anunciada su designación, ese sujeto macizo como un toro pese a tener 66 años, sonreía bajo su mirada torva y el cabello oscurecido con matizador. Lo secundaría el comisionado Gabriel Oscar Berard. Apenas unos días antes éste había encabezado la memorable represión en la Plaza de los Dos Congresos para apaciguar las protestas por la reforma previsional. Un verdadero festival del garrote.

Pero medio año después, Kevorkian dio un paso al costado. Su decisión fue sorpresiva y silenciosa. “Razones personales”, se dijo entonces. Algo casi normal s su edad. Sin embargo, no era exactamente así.

Averiguación de antecedentes

Corría el 21 de junio cuando a Kevorkian le comunicaron una pésima noticia: el arresto de tres viejos camaradas de armas; entre ellos, Esteban Sanguinetti. Éste figuraba en el organigrama de la policía porteña como jefe de Ceremonial y Protocolo, un cargo simbólico ya que su situación era la de “adscripto”; es decir, cobraba el salario sin cumplir ninguna función. Lo grave del asunto es que aquel trío estaba acusado por un delito de lesa humanidad: el asesinato de tres militantes montoneros durante un operativo “antisubversivo” efectuado el 19 de abril de 1977 en un departamento de la calle Bacacay 2215 por cuenta de la Superintendencia de Seguridad Federal.

¿Acaso Kevorkian imaginó entonces que el arresto de su amigo sería el prolegómeno del fin de su carrera?

Porque él, desde que egresó en 1970 de la Escuela Ramón Falcón, supo transitar en patrullero dos dictaduras (la de Lanusse y la de Videla).

De modo que en sus años mozos integró la temible Superintendencia de Seguridad Federal, la élite policíaca más destacada del país durante el imperio del terrorismo de Estado. Y bajo las órdenes del comisario Juan Lapuyole –un alfil del general Albano Harguindeguy–, quien con Carlos Gallone y Miguel Ángel Timarchi dirigía el Grupo de Tareas 2 (GT2) que operaba bajo la órbita del Batallón 601. Allí el joven Kevorkian hizo amistad con otro sabueso de fuste: el oficial Jorge “Fino” Palacios. Ellos fueron inseparables. Tanto es así que desarrollaron sus aptitudes investigativas en la sede de dicha división, situada en el sombrío edificio de la calle Moreno 1417. Es de suponer que ambos hayan conocido los rincones más recónditos de aquel lugar de nueve plantas. Desde la primavera de 1975, en el tercer piso funcionó el cuartel general del GT2. Y su delegado militar, el teniente coronel Alejandro Arias Duval –que murió condenado por sus crímenes–, solía atravesar los mismos pasillos que esos dos jóvenes policías. Al tiempo, entre el quinto y el séptimo piso se habilitó un centro clandestino de detención por el cual pasarían unas 800 víctimas del régimen. En esa edificación no había efectivo o empleado civil que ignorara las actividades que se realizaban allí. Máxime cuando el acceso de vehículos que transportaban a ciudadanos secuestrados se hacía a través de un patio descubierto con entrada por la calle Moreno. Desde tal sitio, atravesando oficinas y guardias, se llegaba a la zona de detención.

Todavía se ignora el área donde Kevorkián se desempeñó durante su permanencia en la Superintendencia de Seguridad Federal ni se sabe cuáles fueron sus tareas. Pero hay que reconocer que sobre él no hay denuncias por crímenes cometidos en la dictadura ni testimonios de sobrevivientes que lo incriminen. Sin embargo, por alguna razón, los detalles de aquel segmento de su historial permanecían guardados bajo siete llaves.

Aún así, después del encarcelamiento de Sanguinetti, los organismos de derechos humanos habían pedido su legajo para revisar los servicios policiales que prestó entre 1970 y 1983. Y antes de que el agua llegara al río apuró su retiro, de común acuerdo con Ocampo. Tales fueron las “razones personales” de su renuncia. Ello ocurrió el 17 de agosto de 2018.

Ocampo, a su vez, fue eyectado del ministerio en noviembre de ese año, tras el desafortunado operativo de seguridad en el Monumental con motivo de la Superfinal entre River y Boca. Desde entonces, Santilli alterna sus tareas de vicejefe de Gobierno con la gestión ministerial.

Lo cierto es que el caso de Sanguinetti fue la punta de un iceberg. Ahora saltó a la luz que en la nómina de la Policía de la Ciudad aún hay 282 oficiales que actuaron durante la última dictadura. Y que su actual jefe, el comisionado Berard –quien inició su carrera en 1982– es uno de ellos. El pasado siempre vuelve.

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