Un tiranosaurio en América latina

Crónica de la visita de Rex Tillerson, la cara "amable" encargada de diseñar la paradójica, insólita y peligrosa versión Trump de la doctrina Monroe.

El secretario de Estado norteamericano, Rex Tillerson, funciona como una suerte de contracara amable de Donald Trump, su jefe. Una cara diplomática con un discurso menos confrontativo, según demostró con Corea del Norte y en discusiones sensibles con sus socios europeos. A más de un año del cambio de color político en la Casa Blanca y tras mucha expectativa, amenazas y pronósticos cruzados, América latina en su conjunto conoció esta semana a la versión amable del nuevo gobierno de Estados Unidos y su mensaje fue inequívoco: una defensa de la doctrina Monroe –la que sostiene que América es para los americanos, es decir, los estadounidenses– sin ofrecer nada a cambio.

 

“América latina no necesita nuevos poderes imperiales que sólo buscan beneficiar a su propia gente”, anunció Tillerson el jueves pasado en la Universidad de Texas, en la ciudad de Austin. El jefe de la diplomacia estadounidense comenzó su primera gira por la región allí, en el estado de Texas. Según la página web del Departamento de Estado, en ese primer día de la gira presentó los lineamientos de la política del país hacia América latina y el Caribe, que demostraron estar adaptados a la nueva doctrina de Defensa que identifica a China y Rusia como los principales rivales del status quo global que defiende Washington.

 

“Hoy China se está afianzando en América latina. Utiliza el arte de gobernar desde lo económico para llevar la región a su órbita. La pregunta es: ¿a qué precio? China es ahora el principal socio comercial de Chile, Argentina, Brasil y Perú. (…) El modelo chino de desarrollo liderado por el Estado recuerda al pasado. No tiene que ser el futuro del hemisferio”, afirmó Tillerson en su discurso y luego apuntó contra su otro declarado rival estratégico: “La creciente presencia de Rusia en la región también es alarmante porque continúa vendiendo armas y equipamiento militar a regímenes que no son amigos y no comparten o respetan los valores democráticos. (…) Estados Unidos representa un contraste evidente. El enfoque de Estados Unidos está basado en objetivos que ayudan a ambos lados a crecer, desarrollarse y ser más prósperos, y lo hace respetando el derecho internacional y priorizando los intereses de nuestros socios y protegiendo nuestros valores”.

«Trump quiere economías latinoamericanas abiertas, pero no tratados de libre comercio que contradigan su slogan de “Estados Unidos primero”; quiere aliados, pero no ofrece ningún beneficio para recompensarlos»

Con ese mensaje de potencia benévola, Tillerson se paseó por la región prometiendo cooperación, diálogo y apoyo; pidiendo ayuda para aislar y enfrentar al gobierno venezolano de Nicolás Maduro, y tratando de moderar la reciente amenaza de Trump de cortar la asistencia financiera a los países productores de cocaína que no logran lo que ellos tampoco pueden hacer: destruir el negocio.

 

Estuvo en México, Argentina, Perú, Colombia y, por último, pasó muy brevemente por Jamaica, un país en donde –como en Argentina– el gobierno hizo un giro en su política exterior y se negó a votar en la ONU en contra del reconocimiento de Washington de Jerusalén como la capital de Israel.

 

Tillerson vino a pedirle a sus aliados que se alejen de sus rivales, le reclamó sus compromisos con Washington y les pidió apoyo en los temas más importantes para la agenda de la Casa Blanca, pero a cambio no ofreció ninguna política, acuerdo, proyecto o siquiera visión regional.

 

Sin proyecto

En 2005, cuando Néstor Kirchner, Luiz Inácio Lula da Silva, Hugo Chávez, Tabaré Vázquez y Nicanor Duarte le dijeron que no a Estados Unidos en la Cumbre de las Américas en Mar del Plata, George Bush tenía un proyecto político y económico para toda la región: el tratado de libre comercio conocido como ALCA. Ahora Trump quiere recuperar el monopolio sobre toda la región –por eso, concentró toda su indignación democrática en Venezuela y no, por ejemplo, en el gobierno aliado de Honduras, electo en medio de denuncias de fraude y al amparo de la represión policial en las calles– pero envía a su secretario de Estado sin un proyecto que gane los corazones, la mente y el bolsillo de sus aliados.

 

Trump quiere economías latinoamericanas abiertas, pero no tratados de libre comercio que contradigan su slogan de “Estados Unidos primero”; quiere aliados, pero no ofrece ningún beneficio para recompensarlos.

 

El intercambio desigual fue evidente desde la primera escala, México, sin lugar a dudas, el país de la región más insultado y valupeado por Trump.

 

Allí Tillerson se mostró confiado en las negociaciones para reformar el tratado de libre comercio que comparte con ese país y con Canadá, el NAFTA; intentó justificar la política migratoria de detenciones, deportaciones y un muro fronterizo más largo como un esfuerzo por tener y respetar “reglas claras”, y hasta aconsejó al presidente Enrique Peña Nieto que “preste atención” a una “posible interferencia rusa” en las elecciones federales del próximo 1 de julio, en un momento que el FBI investiga un posible complot entre la campaña electoral de Trump y el gobierno ruso de Vladimir Putin.

 

En Argentina, la única diferencia fue que se quedó dos días.

 

El primer día fue una visita privada con su familia en Bariloche. Allí el ex CEO de Exxon Mobil, anduvo a caballo por el Parque Nahuel Huapí, habló del cuidado del medio ambiente con expertos locales y, aunque se informó en los medios sobre una posible visita a INVAP, una empresa estatal de tecnología emblema del país, ésta luego nunca se realizó.

«Tillerson vino a pedirle a sus aliados que se alejen de sus rivales, le reclamó sus compromisos con Washington y les pidió apoyo en los temas más importantes para la agenda de la Casa Blanca, pero a cambio no ofreció ninguna política, acuerdo, proyecto o siquiera visión regional»

El segundo día en el país estuvo en Buenos Aires y se reunió con toda la primera plana del gobierno, incluido el presidente Mauricio Macri. Nuevamente, primaron las expresiones protocolares, el énfasis en la buena sintonía bilateral y la promesa de trabajar juntos. Nada más. Voces del gobierno de Mauricio Macri o afines destacaron que el presidente y sus ministros intentaron destrabar problemas comerciales que golpearon mediáticamente la promoción de las nuevas relaciones carnales, como el arancel de más del 70% que impuso Washington al biodiesel argentino. Pero no hubo ningún compromiso ni remotamente concreto.

 

En Perú, fue un tanto distinto porque solo el apoyo verbal de Estados Unidos fue suficiente para un presidente que hace apenas unos meses sobrevivió a una destitución en el Parlamento que por momentos pareció garantizada. El mandatario Pedro Pablo Kuczynski abrazó la visita de Tillerson y ratificó una alianza, que ya había quedado reflejada en la autorización del Congreso y del gobierno de que ingresen militares estadounidenses durante todo el año 2018.

 

Sin grandes anuncios y con un perfil más bajo del que supo tener Colombia, Perú se convirtió en un punto clave para la Cuarta Flota estadounidense y una base estratégica para el Comando Sur, la parte de las fuerzas armadas norteamericanas que tiene como escenario de operación América latina y el Caribe.

 

En Colombia, en cambio, la tensión por las recientes críticas y amenazas de Trump a los países productores de drogas ilegales, principalmente cocaína, se sintió más. Tillerson no repitió su mensaje más conciliador de Texas –“El problema con la producción de coca es que es una responsabilidad compartida. No nos gusta admitirlo pero somos el mercado”–, sino que se limitó a mostrar optimismo en que alcanzarán los compromisos asumidos con Bogotá. Eso sí, no aclaró las dudas que generaron las palabras de Trump, por lo que, a su lado, en una conferencia de prensa, su anfitrión, el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, sólo pudo responder ante las cámaras que, en su opinión, el mandatario estadounidense no hizo “referencia explícita” a su país.

 

La cuestión venezolana

Mientras la tibieza, los condiciones y el protocolo caracterizaron el diálogo entre Tillerson y los líderes latinoamericanos visitados, hubo un sólo tema en los que todos se expresaron con contundencia: Venezuela.

 

El tono de la gira lo dejó claro el propio Tillerson en Texas: «Creo que habrá un cambio; uno pacífico, espero. En la historia de Venezuela y, de hecho, en la historia de otros países de América latina y de América del Sur con frecuencia es el Ejército el que maneja este tipo de situaciones. Cuando las cosas están tan mal que los líderes militares se dan cuenta de que ya no pueden servir a los ciudadanos, gestionan una transición pacífica”.

 

Con esta amenaza explícita –que ya en la región intentó moderar al afirmar que “lo que le gustaría” a Estados Unidos “es una transición pacífica”–, Tillerson testeó con sus socios latinoamericanos la posibilidad que hace tiempo viene analizando la Casa Blanca y advirtió que en breve Washington podría imponer sanciones a la industria petrolera venezolana, una herramienta que podría terminar de hundir a la economía de ese país.

 

El petróleo y sus derivados representan, por lejos, la principal exportación de Venezuela y cerca de un tercio de estas ventas son a Estados Unidos. Para Estados Unidos, en cambio, representan el 9% de sus importaciones de crudo y el 4% de su consumo, según cifras oficiales de 2016 de Caracas, Washington y la agencia de noticias económicas Bloomberg.

 

El comercio petrolero entre Estados Unidos y Venezuela se mantuvo en todo momento, aún en los tiempos de mayor tensión y confrontación política; sin embargo, hoy se encuentra en el nivel más bajo desde 1991.

 

Una de las grandes promesas de Trump es liberar de todas trabas ambientales y legales a la industria energética y pasar de ser un importador a un exportador. Está avanzando en ese sentido. Hace unos meses decretó abrir a explotación offshore casi todas las aguas territoriales de Estados Unidos, lo que no hará más aumentar una tendencia ya existente. Según Bloomberg, las exportaciones de crudo en Estados Unidos crecieron de un poco más de 100.000 barriles diarios en 2013 a 1,53 millones en noviembre pasado, con destinos tan variados como el Golfo Pérsico, China y Europa.

 

En este contexto, la amenaza estadounidense de imponer sanciones a la columna vertebral de la economía venezolana gana fuerza. Caracas no sólo podría perder casi un tercio de sus exportaciones de crudo, sino que la Casa Blanca podría congelar todas las cuentas y la capacidad de funcionar de Citgo, la empresa con sede en Texas que tiene PDVSA, la petrolera estatal venezolana, para procesar y comercializar la mayoría del petróleo que Caracas exporta a Estados Unidos. Su operación no es nada menor. Tiene tres refinerías, centros de almacenaje y distribución y una red de alrededor de 6.000 estaciones de servicio.

 

Pero Venezuela no sería la única en la región que perdería si Estados Unidos le impone sanciones. Por un lado, todos los países vecinos de América latina y el Caribe que importan crudo se verían en el dilema de elegir entre su seguridad energética y una alianza con Estados Unidos, un país que durante esta gira no se quiso comprometer a suplir esa eventual escasez con petróleo propio. Y por otro lado, una asfixia de la economía venezolana profundizaría la crisis humanitaria actual y, como ya está pasando, se expandería a las fronteras de países vecinos como Colombia y Brasil.

 

Hasta ahora, la política de Trump hacia América latina se concentró en declaraciones simbólicas, medidas muy limitadas –como las sanciones políticas y financieras a funcionarios del gobierno de Maduro– y a la frontera con México. Imponer sanciones a la industria petrolera de Venezuela supondría una intervención mucho mayor, que además requerirá para los otros países afectados más presencia y apoyo concreto de Washington.

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