Basta de Kirchner

Politiqueros y editorialistas de los grandes medios, que denostaron sistemáticamente al ex presidente durante años, mutaron en estos días a un elogio uniforme que solo parece la operación para ensalzar al ausente en desmedro de la autoridad de la Presidenta de la Nación.

Fuera del caso de algún tonto irredimible que envió su pésame «institucional» desde la ciudad de Buenos Aires, la reacción general de medios y políticos opositores fue primero de una encomiable prudencia que pronto mutó en elegía, dando cuenta tal vez del fervoroso afecto popular manifestado en las calles. Así, gentes que habían acusado a Néstor Kirchner de las peores infamias, como la de «traidor a la patria», y eso es mucho decir, y que hace un par de meses nomás le endilgara Solanas, descubrieron súbitamente en él un modelo de virtudes cívicas, republicanas y patrióticas (también Solanas, que no parece estar del todo cuerdo).

Es posible que personas de a pie, ante la certeza de la muerte y la brutal toma de conciencia de la posibilidad del fin de lo que disfrutan y muy livianamente critican, opten por mirar la realidad con menos capricho y mayor objetividad, pero no cabe esperarse similar reacción de los escribas a sueldo de los monopolios ni de politiqueros (y politiqueras) capaces de bestialidades del estilo «sería divino que Cristina quedase viuda». Sin embargo, los escribas se apuraron a ensalzar la figura de Néstor Kirchner, reconociendo, de súbito, como fruto de un asombroso satori, el auténtico milagro de que fue artífice y que consistió, permítase recordarlo, en evitar la disolución nacional.

Nada menos.

Y detrás de estas yeguas madrinas de los grandes diarios, se encolumnó rápidamente la tropilla de politiqueros, politiqueras, pretendidos productores y chamuyantes de toda laya, todos al grito de «Kirchner fue Gardel».

Fue. Nótese.

De mirarse las cosas con ingenuidad o ignorancia de visitante de la galaxia Andrómeda, llamarían la atención los muy diferentes y contradictorios roles que Néstor Kirchner parece haber jugado en la realidad política argentina: mediocre gobernador de una lejana provincia de pastores de ovejas, desaliñado candidato a presidente, títere de Eduardo Duhalde, montonero confeso, montonero encubierto, comunista, falso montonero, nazi, usurpador de los derechos humanos, setentista resentido, hegemónico, chavista, sionista, cornudo, tirano, pollerudo manejado a su arbitrio por una neurótica, autoritario, verdadero poder detrás del trono, etcétera, etcétera, etcétera.

En cambio, de haber vivido algunos años en este país y de mirar las cosas sin anteojeras ni lentes deformantes, hasta el visitante de Andrómeda podría haber comprendido que nadie, ni un demente irremediable, ni un poseso por el espíritu de Asmodeo, podría haber sido víctima de tal multiplicidad de tan contradictorias personalidades. Y aguzando más la vista, podría advertirse que siempre y en todos los casos, se trató de difamar, deteriorar, erosionar, vaciar la autoridad política no de Néstor Kirchner, sino del presidente de la nación.

¿Es un espíritu, un propósito libertario el que ha movido y mueve esta
demolición? ¿O es en cambio el permanente intento de llevarnos a la
disolución?

Cabe sospechar y con bastante fundamento, que esto último es lo que está detrás de las grandes campañas, de las grandes operaciones mediáticas de erosión del presidente, o la presidente. No importa la de quien: basta con que sea la de aquél dispuesto a construir y defender esa autoridad. Y no por autoritarismo, sino porque en esa autoridad radica la unión y en consecuencia, la fuerza y la libertad de nuestra sociedad.

Viene desde el fondo de nuestra historia. Tras la independencia y la larga guerra civil -que según algunos comenzó en 1820, con la batalla de Cepeda, y que según otros en 1813, con la detención de los delegados constituyentes artiguistas ordenada por Alvear- fue Rosas quien, valido de la autoridad y el poder que le conferían su personalidad y el dominio de la provincia de Buenos Aires, consiguió impedir que los cuatro países en que nos convertimos durante la independencia hubiesen terminado siendo seis, o diez. Hasta sus enemigos se lo reconocieron, post mortem naturalmente, y es así que la Constitución de 1853/60 recoge fundamentalmente uno de los principios centrales de las Bases de Alberdi, el que sostiene la necesidad de elegir periódicamente, por tiempo determinado y sujeto a la Constitución, a un monarca al que, por una concesión republicana, llamamos «presidente». No hace lo que quiere, sino que está sujeto a las leyes. Pero sólo y únicamente sujeto a las leyes. De ahí la existencia del poder del veto y del de desempate en el senado a favor del ejecutivo, que viene a ser siempre «el oficialismo», detalle que debería hacer reflexionar sobre la flagrante violación a la Constitución que perpetra casi cotidianamente el señor Cobos.

En verdad, en ningún sitio la Constitución dice que el vicepresidente debe obligadamente desempatar a favor del ejecutivo, de la misma manera que no dice que el presidente no deba oponerse a sí mismo. Eso es tan obvio que no es necesario decirlo (como no es necesario decir que está mal visto violar al abuelito hemipléjico y nonagenario): simplemente se desprende de la lógica del texto y del espíritu de lo que está escrito. En este caso, la Constitución.

No es casual que los países americanos, donde la ilusión fue anterior a la realidad, las leyes a la sociedad y el Estado anterior a la nación, imperen abrumadoramente los regímenes presidencialistas, en contraposición a los europeos, donde la nación fue anterior al Estado y la sociedad a sus leyes, donde los regímenes, monárquicos o republicanos, son parlamentaristas. En unos, sometidos a fuerzas e influencias centrífugas, se trata de construir la nación a través de una autoridad central; en los otros, de limitar la autoridad central en una nación ya construida. Son procesos y circunstancias históricas muy diferentes, y es necesario reconocer en todo momento dónde está uno parado para no quedar confundido por los principios abstractos. Digresión que viene a cuento para entender el cómo y el porqué de la persistente tendencia a erosionar la autoridad presidencial, cuando ésta se ejerce, claro.

Desde esta perspectiva es sencillo entender la seguidilla de contradictorias infamias de que en vida fue víctima Néstor Kirchner así como su exaltación actual, pues siempre se trató de evitar la unidad y reconstrucción nacional impidiendo la edificación de un poder político central; en los casos americanos, presidencial.

Puede ser verdad que en su ausencia temporal y, mucho más, en la definitiva, sea posible calibrar la verdadera dimensión de los hombres, la calidad e intensidad de su influencia en nuestras vidas, pero en la persistente, en casos sorprendente, desconcertante exaltación de Néstor Kirchner se oculta el mismo terno y soterrado propósito: socavar la entidad y autoridad política presidencial en la persona de la presidenta actual. Así, la otrora histérica y neurótica harpía que manejaba de la nariz al incauto bobalicón patagónico, la crispada yegua autoritaria, ha devenido en una pobre y débil mujer librada a su suerte tras la muerte de quien era su verdadero mentor, una detestable Evita trasmutada por arte de magia mediática en una patética y débil Isabelita.

Esto es una operación política y ya dijimos cuál es su propósito. A esta operación no se le responde con un «Fuerza Cristina», «Cristina Conducción» o disparates que gracias al cielo no se han dicho, del estilo de «Cristina es Néstor», porque lo que viene detrás es la intención del retroceso, la reconstitución de un «consenso federal» sujeto al arbitrio de caudillos provinciales conservadores, el deshilachamiento de los bloques parlamentarios, el avance de caudillejos pejotistas y, en consecuencia y en defensa propia, de “tutti cuanti”. Y siempre a expensas de la autoridad política presidencial, que es donde, guste o no, radica la unidad y posibilidad nacional.

Pero la operación mediática tiene sus efectos indeseados, sus daños
colaterales: la exaltación a ultranza de Néstor Kirchner por parte de
quienes ayer nomás fueron sus más acérrimos difamadores hará que más de un distraído empiece a pensar y evaluar las cosas según la debida perspectiva con que las cosas deben ser evaluadas, la perspectiva histórica, los grandes trazos, los trazos gruesos en los que tan imbécil resulta detenerse en minucias y detalles. Y junto a este «efecto colateral», a esta «indeseable consecuencia» está lo que el veterano Víctor García Costa definiera como «El más sonoro cachetazo de nuestra historia», el que el pueblo argentino le propinó a esa falaz y descreída clase mediático-política en estos días de aguerrido duelo en gran parte de las plazas del país. Fue una plaza emblemática, que aunque novedosa y sorprendente para algunos, resultó para otros un revival: más allá de las múltiples excepciones, desde su composición social y etaria, fue una plaza propia de los momentos de ruptura, transformadores, revolucionarios si se quiere: trabajadores, profesionales, intelectuales, estudiantes, artistas, amas de casa, empleados de comercio, oficinistas y pobres casi privados de todo (excepción hecha de lo conseguido en los últimos años), en forma abrumadora, mayoritariamente menores de 30 años y por encima de los 55/60. Es una conjunción explosiva, de una potencialidad tan asombrosa como arrolladora; así de mayoritariamente juvenil y heterogénea fue la plaza del 17 de octubre y así fueron las «plazas» de los 70. Y así fue, seguramente, la composición de esa abigarrada, dolida, agradecida y militante multitud que en 1933 transportó a pulso el féretro de Hipólito Yrigoyen en escenas que inevitablemente era posible evocar en Río Gallegos.

La similitud de las imágenes sorprende y alienta esperanzas tanto como
templa ánimos ante la insidiosa y atractiva operación mediática que exalta a Néstor Kirchner como forma de disminuir a Cristina Fernández. Y no por Cristina Fernández en sí, sino por Cristina Fernández como máxima autoridad política nacional. Porque de eso se trata: no de destruir a un partido, a una facción, sino de impedir ya definitivamente la construcción nacional.

Tal vez, sólo tal vez, quienes desde una hipotética y artificial «izquierda» tan útiles han venido siendo a la más concreta y real de las derechas, consigan ver las cosas en su debida perspectiva y comprendan qué es lo que se encuentra en juego.

Tal vez, sólo tal vez…

El punto aquí parece ser que el peronismo, el kirchnerismo, cesen en los homenajes y su duelo tan rápido como puedan acabar con los sectarismos, que si demuestran algo eso sería que no se entiende la situación por la que se atraviesa. A nadie que mira la realidad con alguna objetividad puede escapársele las enormes chances que tiene la señora presidenta de ser reelecta. Está en la calle, está en la súbita toma de conciencia de tantos argentinos, es uno de los «daños colaterales» de la operación mediática gracias a la cual Néstor Kirchner sería hoy absolutamente imbatible, tanto como Luiz Ignacio Da Silva lo es en Brasil, cuando ya no es candidato.

Es muy probable la reelección de Cristina Fernández, cuando llegue el
momento y si al momento se llega en auge y no en caída. Hay número y
consenso para ello, pero es necesario recordar que los pueblos no valen tanto por su número como por su organización y la calidad de sus dirigentes.

De la calidad de la máxima dirigente nadie puede tener la menor duda. Y lo sigue demostrando. De los demás y de la organización no puede decirse lo mismo y es ahí donde está el centro de gravedad de la pelea política: organizarse y organizar al pueblo. De esa organización surgirán los nuevos dirigentes que tanto la sociedad como la presidenta estarán necesitando.

Que a Néstor Kirchner lo ensalcen los escribas de los monopolios. Nosotros no necesitamos hacerlo: lo llevamos en el corazón.

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