Tres llamadas y el fantasma del «Fino» Palacios

Acabo de recibir una tercera llamada en el breve espacio de dos horas. En las tres, quien llama, tras escuchar mi voz y una breve pausa, corta. Recuerdo cuando los jefes del (luego disuelto por encubrir a los asesinos que volaron la AMIA) Departamento de Protección al Orden Constitucional (DPOC) de la Policía Federal ordenaron llamarme y amenazarme, allá por 1992, luego del atentado a la Embajada de Israel. Tardé años en descubrir (porque así quedó claro en un expediente judicial que se desarrolló a mis espaldas) de dónde provenían esas llamadas. Y enseguida, a deducir con certeza cuál era su intencionalidad.

Los jefes del DPOC estaban por entonces —es una manera amable de decirlo— aliados con Alfredo Yabrán y enfrentados con un grupo de ex «batatas», es decir, miembros del siniestro Batallón 601 de Inteligencia del Ejército coaligados con los rivales nacionales y extranjeros del entonces misterioso empresario de rostro desconocido al que siniestros tipos a su servicio como el capitán de fragata Adolfo Donda (a) «Gerónimo» o «Jerónimo» (el jefe de la ESMA responsable de la muerte de su hermano y de la apropiación de su sobrina, la diputada Victoria Donda) solían llamar en un susurro apenas como «El Cartero» o «El Amarillo» (por los colores de Ocasa, la única empresa cuya propiedad Yabrán reconocía). O, a lo sumo, como «El jefe».

Jorge «El Fino» Palacios estaba en el DPOC luego del atentado a la AMIA y participó muy activamente del encubrimiento borrando evidencias justo en la encrucijada entre la supuesta camioneta bomba y el volquete que se dejó frente a la puerta de la mutual judía antes de que el amonal demoliera el edificio y matara a 85 personas. La diferencia entre él y sus jefes es que supo conservar el aval de la CIA y agencias federales de los Estados Unidos como el FBI y la DEA, aval gracias al cual fue primero jefe antidrogas y luego jefe antiterrorista de la repartición.

Mauricio Macri confia en él porque Palacios participó en la pesquisa que culminó con su liberación del secuestro al que lo habían sometido federales y ex federales de la llamada «Banda de los comisarios», cuyos soldados confesaron sus crímenes bajo horrendas torturas a que los sometieron sus ex compañeros, federales en actividad. Esos tormentos supusieron la condena del Estado argentino —que debe pagar por ello onerosas reparaciones— por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Sin embargo, más de la mitad de los crímenes cometidos por la llamada «Banda de los comisarios» permaneció oculta, y el secuestro y asesinato de Rodolfo Clutterbuck —directivo de Alpargatas y del Banco Francés— por esa gavilla siniestra tardó más de una década en salir a la luz.

No es de extrañar, ya que Palacios —cuyos vínculos con violadores seriales de los derechos humanos y poseedores de drogas ilícitas y automotores robados son públicos y notorios— es un encubridor profesional. Así lo expliqué en la nota que publiqué la semana pasada. Se me hace que las tres misteriosas llamadas anónimas que recibí están relacionadas con ella.

Yo no suelo salir de la Ciudad, por lo que hago responsable de mi seguridad a Macri y al jefe de policía que tan irresponsablemente nombró. Y a sus colaboradores, todos provenientes de la Superintendendencia de Seguridad Federal (SSF) de la dictadura, donde funcionaba el siniestro «Grupo de Tareas 2» donde parece haber estado Palacios y funcionó luego el DPOC.

Insisto, si tienen tiempo lean mi última nota.

Y lean también otras notas publicadas en Veintitrés, Miradas al Sur y Página/12.

Si lo hacen, les garanto que estas explicaciones les parecerán ociosas.

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