Tirar centros y cabecearlos

Autor de Gorriarán, La Tablada y las “guerras de inteligencia” en América Latina, Salinas recupera para ZOOM sus vivencias durante la cobertura de aquel insólito y dramático día de enero de 1989 en que un grupo de militantes del MTP intentó tomar el Regimiento 3 de Infantería ante la sorpresa y el desconcierto de todo el país.

Hacía muchísimo calor, había hiperinflación y frecuentes cortes de energía, y el presidente Raúl Alfonsín se debatía en la impotencia mientras un patilludo candidato justicialista, Carlos Menem, veraneaba en Mar del Plata rodeado de sus “apóstoles”, varios de los cuales habían sido años antes laderos del ex almirante Emilio Eduardo Massera. El asalto al cuartel de La Tablada me sorprendió en medio de una reunión de cierre del mensuario cooperativo El Porteño. Las primeras noticias hablaban de un ataque del “Ejército Nacional en Operaciones”, nombre de fantasía que a veces habían utilizado los militares “carapintadas”.

Con Ricardo Patán Ragendorfer llegamos a las inmediaciones del cuartel en un taxi Ford Falcon cerca del mediodía. Se escuchaban disparos por todas partes y pronto resultaría evidente que casi todos provenían de policías. Había centenares de ellos, de uniforme y con armas reglamentarias, y de civil y con armas estrafalarias. La mayoría estaban muy nerviosos y fuera de control. Actuaban por las suyas, sin recibir órdenes de nadie. Recuerdo a uno que llevaba unos pantalones negros con sendas tiras plateadas y camisa con bordados. Parecía de un grupo de cumbia, pero en vez de guitarra o bajo empuñaba una ametralladora alemana de la Primera Guerra. Me dijo que estaba en un baile cerca de su casa cuando, a la madrugada, había sido alertado del ataque tras lo cual se había precipitado a su casa a buscar la vieja “tartamuda” que atesoraba, producto váyase a saber de qué “mexicaneada”. Claro que eso fue después que él y sus compañeros estuvieran a punto de despenarme. Porque cuando trataba de acercarme al cuartel por la paralela a la avenida Crovara, me dieron el alto desde un primer piso apuntándome a la cabeza y obligándome a arrodillar. Otros dos policías se me acercaron apuntándome con sus metralletas. Mientras me hincaba y antes de elevar mis manos hacia el cielo, grité que era corresponsal extranjero y extraje del bolsillo de la camisa una credencial-pechera del Diario de Barcelona (en el que había trabajado siete años atrás) que me metí en la boca. Fuera de ella, de mis documentos y de algo de dinero, no llevaba nada. Estaba con pantalones cortos verde loro que hacían juego con una camisa a cuadritos verdeamarillos y acaso, como soy rubio, les haya parecido extranjero, váyase a saber si europeo o brasileño. Lo cierto es que tras unos segundos que me parecieron una eternidad, uno de los policías se me acercó y me quitó el plástico de la boca. Luego de que él y sus compañeros se convencieron de que era periodista y no subversivo (“Son los mismos de los 70” repetía uno) y con la misma naturalidad con que no hubieran dudado en destriparme, se comportaron como si fuéramos amigos de toda la vida, conduciéndome junto con un par de colegas más a una ubicación privilegiada para observar “el combate“: una fábrica de bulones que estaba justo enfrente del cuartel.

Arreciaba la balacera y muchos policías y movileros hacían cuerpo a tierra pero a mi juicio estaba claro que todos los tiros iban hacia el cuartel pero nadie los devolvía. Junto a la alambrada y muy cerca de la puerta central que rara vez se abría, estaban tirados bajo un ardiente sol de justicia los cadáveres de dos incursores. Estaban hinchados y uno tenía la piel como quemada y cuarteada en la cintura al descubierto. El otro era el de una mujer joven.

Solícito, uno de los canas me condujo a través del depósito de bulones hasta el único teléfono de la pequeña factoría: uno de los clásicos aparatos negros de la vieja EnTel estatal. Estaba por levantar el tubo, cuando se estremeció en un largo riiiiiiiiiiiiiiiiiiing. Me lo llevé a la oreja. “¿Quién es?”, me dijo una voz femenina. “¿Quién es usted”, repliqué. “La dueña de la fábrica”, me contestó. Le expliqué que era periodista y que había entrado prácticamente en andas de los policías. Pegó un grito de horror. “¿Policías? Me van a robar todo…”. Me sentí ridículo al intentar tranquilizarla. Por fin lo conseguí, pude cortar y llamar a Página/12, el diario en el que no trabajaba porque en El Porteño me había enfrentado con Jorge Lanata, pero en el que me había autoacuartelado durante la tercera y hasta entonces última rebelión carapintada (la de Villa Martelli, donde los alzados carapintadas de Mohamed Seineldín y las tropas leales que los habían cercado terminaron uniéndose para disparar sobre los civiles que procuraban sofocar la asonada y cometieron la imprudencia de quedar entre los dos fuegos). Aunque Lanata y yo habíamos sido enconados adversarios —o quizá por eso— tenía por entonces línea directa con él. Acaso porque lo había felicitado enfáticamente en el debut de Página/12 cuando apareció insólitamente dubitativo a las tres de la madrugada por La Paz donde acababa de devorarme aquel primer ejemplar.

En cuanto Lanata se puso al habla, le dije más o menos estas palabras: “Jorge: acá está pasando algo raro. Los atacantes no son fachos. Los fachos argentinos no tienen mujeres combatientes y me dicen que hay varias mujeres muertas”. No recuerdo qué monosílabos usó para contestarme. Seguramente estaba pasando uno de los peores momentos de su vida, tras haber corroborado que el mismo Enrique Gorriarán Merlo que había puesto el capital inicial para sacar el diario, había dirigido el ataque y huído. Recuerdo aquel llamado y me siento el rey de los gaznápiros. Porque no tenía la menor idea de que Gorriarán fuera inversor del diario. Días después, decidí escribir un libro sobre el ataque al cuartel de la Tablada. Y unos pocos meses después, el directorio de Página/12 llegó a la errónea conclusión de que yo no sólo sabía que Gorriarán era el principal accionista, sino que era inminente que lo hiciera público. Lo que lo impulsó, por si las moscas, a iniciar una campaña denigratoria contra mí y Julio Villalonga, mi socio en la hechura del libro en ciernes. Una campaña “preventiva” que cambiaría el curso de mi vida.

Durante 15 meses de 1974 y 1975 había hecho la colimba en el Regimiento 3 de Infantería “Manuel Belgrano” de La Tablada. Había estado primero en la compañía “A”, luego en la Comando y Servicios y por fin en la “B”, Tuyutí, la misma que la artillería del general Alfredo Arrillaga hizo volar por los aires el 23 de enero luego de que un obús acertara en el polvorín de su sala de armas. Curiosamente, el jefe de esa última compañía había sido el capitán Jorge Ismael Zamudio, quien para entonces y con el grado de teniente coronel era el jefe del regimiento. Zamudio, ausente en el momento del ataque, era miembro del estado mayor carapintada. Cuando en diciembre de 1990 Seineldín lanzase la última y más plebeya rebelión carapintada se descubriría que Zamudio en realidad reportaba a la SIDE de Menem. Y posiblemente a La Embajada.

Ya llevaba unos diez meses de servicio militar cuando me saltaron los antecedentes policiales como miembro de “la gloriosa” Jotapé. Traté de zafar haciéndome el loco y pasé largas temporadas en los calabozos, aullando canciones de Moris y cantando una y otra vez la Cantata de los puentes amarillos de Spinetta. Intentaba no hacer más guardias, ya que los oficiales que integraban “los comandos locos”, la Triple A, no tendrían dificultades en balearme… y encima echarle la culpa al ERP. Así que golpeaba las rejas de los calabozos buscando estar en ellos hasta que llegara la bendita hora de que me firmaran el DNI y me dejaran ir.

Fue el estupor de ver que tantos muchachos entraban por su propio pie a morir a un lugar del que me había costado tanto escapar el disparador de la escritura del libraco que terminaría llamándose Gorriarán, La Tablada y las “guerras de inteligencia” en América Latina.

Gracias al silencio de Página/12, El Porteño vendió durante los meses siguientes muchos ejemplares. Y cuando por fin se hizo el inicuo juicio a los incursores (y algunos que ni siquiera habían entrado al cuartel) fui uno de los poquísimos periodistas que lo cubrió (para el diario Nuevo Sur) y un amplio resumen de esa cobertura integró el Gorriarán… Como sostenía que resultaba evidente que (al igual que había sucedido en diciembre de 1975 con el ataque al cuartel de Monte Chingolo por el ERP) el ataque al cuartel de La Tablada había estado “cantado”, Gorriarán se puso furioso y sus fieles llegaron a volantear Plaza Once acusándome de connivencia con la policía (los volantes, evidentemente redactados por el propio Gorriarán, también acusaban a Horacio Verbitsky y a Rodolfo Matarollo, pero mientras decía que éstos cobraban en divisas, a mi me acusaba de contentarme con la devaluada moneda nacional). Por fin, tiempo después, fue el propio Gorriarán quien acusó de Judas a un antiguo ladero suyo, el ya fallecido Floreal Canalis, más conocido como “el Petiso Esteban”, acusaciones que, por cierto, carecían de asidero. Hasta el punto de que cuando hace unos años Gorriarán publicó una gruesa autobiografía, ni siquiera recordó haberlas formulado. Claro que tampoco se disculpó.

Los ataques que me dirigió eran todavía menos fundamentados. ¡Si al momento del ataque yo era corresponsal del quincenario Mate Amargo, de los Tupamaros, aliados del MTP! Declaré durante horas a pedido de los abogados defensores de los muchachos a quienes Gorriarán había conducido a una trampa y a su favor. Entre otras cosas pude demostrar —desenmascarando a un agente del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército, del que di su nombre de fantasía y su nombre real— que Gorriarán y los suyos habían sido víctimas de una campaña de intoxicación de los carapintadas, campaña que aseguraba que era inminente un golpe de estado que pondría como presidente/mascarón de proa al vicepresidente Víctor Martínez o Arturo Frondizi (que para esa época era un anciano que babeaba sobre las manos de la misma corporación militar que lo había derrocado), del mismo modo que los militares uruguayos habían puesto como presidente al anciano Aparicio Méndez en 1976. Una vez que los carapintadas dieran el golpe —aseguraba la sibilina campaña de rumores— provocarían un baño de sangre o “Noche de San Bartolomé”, asesinando o fusilando a unos 500 dirigentes de la izquierda, de organizaciones de derechos humanos y periodistas. Así me lo había dicho el desenmascarado agente civil de los servicios de informaciones del Ejército, sin que le creyera nada. A mi juicio, era evidente que no había condiciones para que un golpe militar tuviera éxito.

Por fin, también me parece importante destacar a la distancia que fue gracias a mi cobertura (más que por sus virtudes, porque fue la única digna de tal nombre) que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos pudo condenar al Estado argentino por haber avasallado e incluso aplastado los derechos de quienes estaban siendo juzgados. También me parece pertinente recordar que los militares sitiadores querían ostensiblemente matar a todos los incursores sin permitirles rendirse, que remataron a varios heridos, y que asesinaron a varios después de que se rindieran, como Francisco Provenzano, Iván Ruiz y José Díaz (a los dos últimos después de que salieran de los calabozos por una ventana y se rindieran frente a las cámaras, incluso las de la TV española, dirigidas aquel día por Juan Irigaray).

Dicho todo esto, con la esperanza de que tanta estupidez no se repita y para finalizar, se imponen algunas mínimas, suscintas conclusiones.

Desde la recuperación de la democracia a causa de la catástrofe de Malvinas, Gorriarán, a través la revista Entre Todos que dirigía el recordado miembro de la resistencia peronista Carlos Quito Burgos, había apostado a la consolidación de la democracia representativa a través de pacientes “trabajos de base” en barriadas populares, donde sus militantes impulsaban sociedades de fomento y otros emprendimientos similares. Pero todo progresaba —si es que progresaba— con mucha lentitud. En cambio, los amigos del MTP en el gobierno, viendo que no había casi radicales dispuestos a ponerle el pecho a la creciente insolencia carapintada, los empezaron a considerar la única “fuerza propia” (o casi) dispuesta a enfrentarla, y alentarlos a que lo hicieran. Tragándose la campaña de intoxicación informativa en curso, y con el único pretexto de que sabían que había contactos entre Menem y Seindeldín (¡chocolate por la noticia!), Gorriarán y sus fieles le imprimieron un drástico giro al MTP (con el resultado de que aproximadamente la mitad de su militancia lo abandonó), subordinándolo al “núcleo de acero” del puñado de quienes habían combatido en Nicaragua en el último tramo de la ofensiva sandinista contra el dictador Anastasio Tachito Somoza. Creyendo que era inminente un golpe y viendo a Alfonsín tambalear, Gorriarán se pasó de vivo: como no sabía cuándo sobrevendría una cuarta rebelión carapintada (que habría de postergarse casi dos años más), decidió, más que provocarla, directamente fabricarla.

Créase o no, su descabellado plan era sofocar la fingida rebelión militar, conseguir que en torno al cuartel se congregara gran cantidad de militantes de otros partidos (comunistas, radicales, intransigentes, algunos peronistas antimenemistas) y luego de sacar los blindados del Escuadrón de Caballería Blindada 10 que estaba dentro del cuartel, marchar hacia la Plaza de Mayo y tras llenarla, impulsar y respaldar una radicalización del vacilante Alfonsín, de modo de juzgar y condenar a los militares golpistas. En términos muy gruesos, algo parecido a lo que querían hacer los Montoneros en Ezeiza cuando fueron sorprendidos por la balacera de la derecha: llevar en andas a Perón hasta la Casa Rosada para imponerle una radicalización hacia posiciones socialistas.

Mientras el grueso de los militantes del MTP entraban al cuartel en tromba (con sus propios automóviles, con damajuanas de refrescos y casetes de música para amenizar la larga marcha hacia la Rosada, como si fueran a un pic nic o romería) precipitándose en la trampa, otros, integrantes del mencionado “núcleo de acero” lo hacían caracterizados de militares carapintadas y arrojando volantes que fingían una rebelión que justificara que aquellos la sofocaran. En fin: Gorriarán y los suyos teatralizaron una acción que justificara su reacción.

Tal despropósito, que sirvió para poner al borde del KO a Alfonsín, hundir a la izquierda y allanarle el camino al poder al detestado Menem, no debe extrañar demasiado en quien, como Gorriarán, no tenía grandes luces como analista político pero en cambio amaba las operaciones encubiertas. Una investigación hecha entre otros periodistas por Julio Villalonga y quien escribe (posterior a la publicación del Gorriarán…) pudo demostrar que el 30 de mayo de 1984 Gorriarán participó de un intento de matar con una bomba al ex comandante sandinista (entonces contra antisandinista y hoy nuevamente sandinista) Edén Pastora, durante una rueda de prensa que aquél celebraba en La Penca, Costa Rica. La bomba no mató a Pastora pero sí a cuatro de sus colaboradores, a tres periodistas, e hirió de gravedad a una docena de personas. Durante años, el atentado le fue achacado equivocadamente a la CIA.

La Tablada fue un despropósito similar. Que puede parodiarse con el cuento con que desde hace siglos muchas madres inducen a sus bebés a comenzar a comer huevo diciéndoles que a ese un dedito lo puso, otro lo hirvió, otro lo saló, otro lo sirvió y “este pícaro gordito se lo comió”. Despropósito que está descrito en un refrán tan añejo y castizo como el que recuerda que no es posible “ir en la procesión (o decir misa) y repicar las campanas”. Lo que los argentinos hemos retraducido y actualizado como “No se puede tirar centros y cabecearlos”.

Pues eso.

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