Los muertos que vos matáis

Por Daniel Gurzi, especial para Causa Popular.-

Se nos dice que el Mercosur está en vías de desaparición, o en terapia intensiva, o catatónico, que no sirve y hasta que está muerto, según reprochan los actuales presidentes de Uruguay y Paraguay. Curioso reproche dirigido a Brasil y Argentina, olvidando cuánto han hecho los predecesores de Tabaré Vázquez en el Uruguay y de Néstor Kichner en Argentina, o la endémica inestabilidad política paraguaya para que se pueda expedir -en forma ciertamente prematura- un certificado de defunción.

De mirarse las cosas como son y no como deberían, o en todo caso, como nos gustaría que fuesen, el Mercosur no es ahora nada muy distinto a lo que fue en su origen: un pacto entre los dos principales países del subcontinente, luego de casi dos siglos de rivalidad, enfrentamiento y desencuentros. Si hay algo que quedó claro a los presidentes que dieron el puntapié inicial al pretendido proceso de integración, incluido el uruguayo Julio María Sanguinetti, es que nada podría construirse en Sudamérica, ni en América Latina, sin la confluencia de intereses argentino-brasileños.

Convicción y empeño que animaron a Getulio Vargas y a Juan Domingo Perón durante sus primeras presidencias, tan desacopladas en el tiempo y, más tardíamente a un Joao Goulart sin interlocutor en Argentina. Así, el Mercosur fue un serio intento de invertir la dirección y objetivos de la política exterior de ambos países por parte de las primeras autoridades legítimas emergidas luego de la retirada de las respectivas dictaduras.

En ese pacto Brasil-Argentina, que consiguió sobrevivir -algo magullado pero al fin de cuentas todavía vivo- a la vocación pro-norteamericana del menemismo, radicó la fortaleza básica del Mercosur y también su esencial debilidad estratégica, su imposibilidad de avanzar hacia una auténtica integración subregional que vaya más allá de ese -todavía inexistente- mercado común.

Independientemente de los nombres de fantasía a que se apele, las integraciones subregionales (no ya sólo comerciales, sino políticas y estratégicas) son un prerrequisito para esa tan imprescindible como trabajosa unidad regional sud y tal vez latinoamericana, a la que jamás se podrá arribar de golpe sino apelando a la “teoría de la mayonesa”, esto es: batiendo la pequeña mezcla inicial siempre en la misma dirección y expandiéndola con cuidado, agregando el aceite necesario en forma gradual y no todo de una vez. De otro modo, la mayonesa “se corta”.

En esa “misma dirección” y no en las dificultades de orden práctico está el punto débil, el verdadero talón de Aquiles de este proyecto que, hoy por hoy, sólo puede ser llevado adelante por gobiernos animados de una cierta ideología en común, que algunos llamarán “progresistas” y otros “centroizquierdista”, pero que no es otra cosa que el viejo nacionalismo popular latinoamericano.

Es que en nuestros países -tal vez con la sola excepción de Brasil, por su pasado y tradicional vocación imperiales- los sectores conservadores, sean liberales como nacionalistas, eso que solemos llamar “derecha”, y en muchas ocasiones la autodenominada “izquierda”, no son matices diferentes de una mirada del país desde el país, sino una mirada del país con ojos extranjeros, desde el interés de las naciones dominantes.

Para decirlo en forma practica: un hipotético triunfo electoral de la derecha en Argentina, un golpe de Estado exitoso en Venezuela, no sólo influirán en el plano interno de los respectivos países, implicando mayor o menor distribución del ingreso, más o menos justicia social, sino que significarán un escollo insalvable en el camino hacia la integración latinoamericana. De igual manera, el casi seguro triunfo de Manuel López Obrador en las próximas elecciones presidenciales mexicanas, transformará drásticamente nuestra realidad común, abriendo perspectivas hoy inimaginables.

Ocurre que la construcción de una nación latinoamericana es la única construcción nacional posible, es nuestra sola posibilidad de independencia. No se trata de una opción comercial, táctica o aun estratégica: es un destino común o acabará por ser nada, fuera de una nueva balcanización, un aggiornamiento de nuestro tradicional papel de satélites económicos y políticos del imperio, para beneficio de las oligarquías nativas y mayor perjuicio de las gentes de a pie. En fin, lo de siempre.

Hoy, a raíz de algunos conflictos bilaterales, particularmente de la nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia, muchos se apresuran a certificar la “muerte” del Mercosur, siendo que aquella debilidad esencial de que hablábamos, contiene un elemento de notable fortaleza, ese pacto argentino-brasilero sin el cual, aun con las distorsiones que provoca, es imposible siquiera pensar en una unidad sud y latinoamericana.

El nuevo protagonismo venezolano y la irrupción de una Bolivia puesta de pie están muy lejos de debilitar ese proyecto común. Por el contrario: lo fortalecen y suponen la superación del Mercosur inicial, el tránsito del acuerdo argentino-brasilero a una integración más amplia y profunda, que pasa por un renovado proyecto político común que se plasmará en una integración más real y práctica, de una común infraestructura y de una creciente complementación productiva en pos sí de un mercado común, que no consiste en un simple tránsito de mercaderías y el libre paso de personas a través de las fronteras, sino que es el mercado común interno de Latinoamérica, el de la integración social, económica, productiva y de consumo de la enorme masa de excluidos, denominador común de todos nuestros países.

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