Balas marcadas

La escalada criminal en Rosario coincide con el recambio de signo político y una profunda purga policial. El mensaje de las armas.

El 11 de diciembre asumió en Santa Fe el gobernador peronista Omar Perotti. Desde entonces habían transcurrido apenas tres semanas cuando, en Rafaela, su residencia fue atacada a piedrazos por una horda de vecinos ofuscados a raíz de la muerte del joven Gonzalo Glaría al estrellarse su motocicleta contra un automóvil mientras perseguía a dos ladronzuelos en fuga.

Tal tragedia coincidió con el inicio de una estadística funesta: 13 ajustes de cuentas en Rosario entre narcos rivales, solamente durante los primeros 15 días de enero. En aquel período también hubo cuatro homicidios en riña, un parricidio, además de dos muertes en tentativas de robo. Y una crisis policial como música de fondo.

Lo cierto es que el encono de la mazorca santafecina hacia las nuevas autoridades políticas había estallado allí a horas de que éstas estrenaran sus despachos. De hecho, por razones preventivas, los uniformados habían puesto “palanca en boludo”, tal como en la jerga se le llama al trabajo a reglamento. Su primer indicio fue el sorpresivo retiro de la custodia del Centro de Justicia Penal. Eso motivó un ríspido intercambio por WathsApp:

“Si no la reponen, voy a Rosario y la cosa se va poner picante”, dijo el ministro de Seguridad provincial, Marcelo Saín, en un audio enviado al jefe de la Unidad Regional II (con jurisdicción en Rosario), Marcelo Gómez.

La respuesta, a través de un mensaje de texto, no tardó en llegar:

“Buenas noches, ministro. Ya está establecido”.

Significaba que el retiro de la custodia, ordenada por él, continuaría.

Pero dos días después Gómez anunció al periodismo su renuncia debido –según sus palabras– a la “falta de comunicación” con Saín.

En realidad había sido eyectado del cargo. Y con una denuncia penal por “incumplimiento de deberes de funcionario público”.

En paralelo el ministro retiraba de circulación a otros 30 comisarios.

En la madrugada del 3 de enero el edificio del Centro de Justicia Penal fue finalmente baleado por dos sujetos desde una moto. Una situación idéntica se produjo después en la Delegación del Servicio Penitenciario y, una semana más tarde, en el Casino City Center, donde murió un apostador asomado a la vereda para fumar un cigarrillo. Eran las típicas advertencias de los barones del narcotráfico en zonas debidamente liberadas por la policía.

¿Acaso esta suma de indisciplinas eran un globo de ensayo con miras, llegado el caso, a extenderse por otras provincias al peligrar ahora en todo el país el autogobierno de las fuerzas de seguridad?

Ya se sabe que en los últimos cuatro años tal “franquicia” fue alentada a nivel nacional por el Poder Ejecutivo macrista. Y que en Santa Fe constituye una tradición de larga data.

Bien vale entonces evocar alguno de sus hitos.

La Chicago argentina

Durante la madrugada del primer día de 2012, unos cincuenta tiros sacudieron al barrio rosarino de Villa Moreno. En la canchita de la Asociación Oroño, había tres cuerpos sobre charcos de sangre. Jeremías Trasante, Claudio Suárez y Adrián Rodríguez fueron asesinados por error. Con esa certeza se topó de modo tardío un tipo con chaleco antibala y ametralladora FMK3 que huía de allí junto a otros cuatro sicarios. Era Sergio “El Quemado” Rodríguez, un alto dignatario de la hinchada de Newell’s que controlaba en aquel arrabal la venta de cocaína. En realidad las balas eran para los soldados de su archienemigo, Ezequiel “El Negro” Villalba, al que buscaba con fines de venganza.

Entonces, el aún flamante jefe de policía, comisario Hugo Tognoli, se prestó a la requisitoria periodística. “Acá hay una guerra mafiosa”, fueron sus sabias palabras. Desde entonces aquel conflicto bélico se cobraría otros 24 cadáveres. Y también el destino del propio Tognoli, quien días después quedó detenido por su complicidad con “Los Monos”, así como se lo conoce al clan de la familia Cantero, cuyos integrantes aún en la actualidad controlan desde la cárcel su imperio en sana convivencia con los sucesivos reemplazantes del desafortunado Tognoli.

Claro que –al menos en las últimas temporadas– la policía santafecina se vio obligada a disputar su lugar en aquella sociedad mixta con la delegación rosarina de la Federal. Y esta fuerza supo ganarse allí un espacio bajo el ala de la ex ministra Patricia Bullrich. ¿Aquello formaba parte de su célebre “guerra contra el narcotráfico”?

En este punto emerge la figura del comisario Mariano Valdéz, el otrora poderoso jefe de la PFA en Santa Fe, quien en septiembre del año pasado fue baleado y después detenido por razones aún imprecisas.

Tras el incidente que le ocasionó un tiro en un brazo y otro en la ingle (atribuido al principio –según sus dichos– al ataque de cuatro encapuchados desde una camioneta, en el acceso a Villa Constitución) comenzó su camino hacia la desgracia. Porque luego se determinó que en realidad había bajado del auto para dialogar con los ocupantes –no encapuchados– de esa camioneta, y que la discusión terminó a los balazos. Ante el giro de los acontecimientos, Bullrich se llamó a silencio.

Cabe destacar que este episodio tampoco dejó indemne al segundo jefe de la PFA en esa provincia, el subcomisario Alberto Bellagio, quien también fue desafectado y puesto tras las rejas. El tipo habría intentado “empiojar” la pesquisa retirando a hurtadillas un bolso de Valdéz que había quedado en el baúl de su automóvil. Ese bolso fue luego recuperado en un allanamiento.

Aquí es necesario retroceder a mayo. Por entonces Valdéz efectuaba su triunfal arribo a la provincia, mientras su antecesor, Marcelo Lepwalts, ya languidecía en un calabozo, procesado por “falsedad ideológica, sustracción de elementos probatorios, encubrimiento y tenencia de estupefacientes”. Tres efectivos de su máxima confianza corrían la misma suerte.

En paralelo, también fueron arrestados otros dos suboficiales de aquella delegación. Se los acusaba de encubrir a dealers, con quienes fueron filmados en sus propios kioscos al negociar pagos mensuales para seguir existiendo.

Apenas se trataba del signo visible de una red de recaudación delictiva controlada por la PFA y extendida a través de varias provincias.

A este escenario se le acopla un ilustrativo episodio.

Era febrero de 2018 cuando Ramón Machuca (a) “Monchi”, un líder de Los Monos departía en el locutorio de la Alcaidía del Centro de Justicia Penal (donde fue alojado durante el juicio a esa banda) con un individuo menudo, de traje gris y ojos centelleantes.

Este, a boca de jarro, le dijo:

–Te van a dar 37 años por la cabeza. Y te van a armar una causa federal. Acordate de lo que te digo.

El Monchi lo miraba de soslayo, sin pronunciar palabra alguna.

Aquel hombrecillo había llegado a él a través de Lorena Verdún, viuda del “Pájaro” Cantero, el fallecido jefe de dicha organización. Y dijo pertenecer al Ministerio de Seguridad, dándose dique por su cercanía con Bullrich.

En rigor, pretendía averiguar el paradero de 50 millones de dólares que –supuestamente– Monchi tendría a buen resguardo en algún “embute”. Pero también le soltó una propuesta indecente: efectuar tareas de espionaje desde la cárcel (entre estas, una cámara oculta) para involucrar con el narcotráfico al gobierno provincial de Miguel Lifschitz.

Semanas después Monchi se acordaría del visitante, cuando el Tribunal de Sentencia Nº 1 lo condenó a 37 años de prisión, mientras en el fuero federal se le iniciaba otra causa.

El tipo era el agente polimorfo Sebastián D’Alessio. Y en poder del juez de Dolores, Alejo Ramos Padilla, hay suficientes elementos probatorios de las comunicaciones por teléfono y WathsApp entre Bullrich y él, referidos a sus gestiones para direccionar a Monchi hacia ciertos intereses de la gestión.

Esa es parte de la constelación de hechos y circunstancias que a Saín lo aguardaba al asumir sus funciones ministeriales en la provincia.

La monarquía policial

No es una exageración afirmar que aquel hombre, uno de los especialistas más sólidos en los saberes de la seguridad (con un doctorado en Ciencias Sociales por la Universidad de Campinas, en Brasil), es actualmente el blanco de un cúmulo de animosidades previas, fruto de su paso como jefe del Organismo de Investigaciones (OI) del Ministerio Público, en Santa Fe. Perduró allí hasta ser designado por Perotti. En consecuencia, los jerarcas del comisariato local no son para él desconocidos.

Tanto es así que en su aún incipiente gestión –además borrar a Gómez–se deshizo del mismísimo jefe de la fuerza, Marcelo Villanúa y de su ladero, el influyente titular de la Policía de Investigaciones (PDI), Daniel Corbellini. Por sugerencia de Perotti, en la jefatura de la repartición fue entronizado Víctor Sarnaglia. Éste, involuntariamente, no fue ajeno al primer yerro del ministro al haber recomendado la designación en la Unidad Regional II (en reemplazo del díscolo Gómez) de Claudio Romano. Cabe resaltar que su permanencia en el cargo tuvo la fugacidad de un rayo, ya que 24 horas después de ser designado se lo desplazó “por no tomar toda la información disponible para el desarrollo de tareas preventivas”, según dijo escuetamente Sarnaglia.

Así se desató la tormenta. Y basta una sola frase para graficarla: “A los jefes nadie los forrea. Saín y Sarnaglia están pagando el precio por maltratar al personal”. Tal fue el mensaje difundido por la Utrapol (Unión de Trabajadores Policiales), un sindicato clandestino que aspira nuclear a los uniformados de Santa Fe. El ministro no tiene ninguna duda de que Villanúa y Corbellini están detrás de esta campaña. El primero manejó a su antojo al gobernador anterior y el segundo es un viejo pájaro de cuentas.

Al respecto es necesario retrotraerse a noviembre de 2018. Por entonces el prestamista Lucio Maldonado sufrió un secuestro en la puerta de su hogar. Dos días después fue encontrado con dos tiros en la nuca cerca del casino de Rosario. Un tal Esteban Lindor Alvarado resultó ser el presunto instigador.

Ese sujeto algo obeso era a los 42 años un entusiasta del bajo perfil. Por lo tanto su nombre pasaba desapercibido para el público. Pero su vinculación con el asesinato de Maldonado puso al descubierto su –diríase– importancia empresarial: se trataba del líder de una banda de narcos integrada por más de 30 personas. El telón de su verdadera actividad se había corrido para siempre.

Saín conocía la historia, ya que la trabajó desde la OI. Y también estaba al tanto de las complicidades policiales que asistían al sigiloso traficante.

Es ahí donde entra a tallar Corbellini, quien –dicho sea de paso– logró torear las imputaciones. No así su estado mayor; a saber; el ex segundo jefe de la PDI, Martín Rey; su hermano –y ex jefe de una brigada de la PDI–, Marcelo Rey. y el ex jefe de Inteligencia de la PDI, Javier Makhat, junto con otros dos destacados miembros del organigrama de Villanúa: el ex jefe de Prevención de las Adicciones, Cristian Di Franco, y el ex jefe de la Policía Judicial, Luis Queveritoque.

Se podría decir que, en tiempo record, Saín se vio obligado a efectuar el diagnóstico del área a su cargo sin que por un instante dejara de atajar penales. En esa provincia, sacudida por la disputa territorial de las bandas abocadas al narcotráfico y con una de las fuerzas de seguridad más conflictivas del país, su gestión en un desafío en medio del fuego cruzado.

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