Limpiar el sótano

La designación de la fiscal Caamaño como interventora de la AFI vitaliza la expectativa de una reforma profunda en el sistema de espionaje. Experiencia y desafíos ocultos en la cloaca de la patria.

Desde fines de 1983, la antigua SIDE –después rebautizada SI (Secretaría de Inteligencia), a secas– supo cultivar una vidriosa tradición en oportunidad de recibir a sus sucesivos jefes políticos: obsequiarles su legajo. Esas carpetas de cartulina amarilla siempre esperaban sobre el escritorio al tomar ellos posesión del despacho principal de “La Casa”. Claro que a veces hubo variaciones; por ejemplo, cuando en 2002 a Miguel Ángel Toma le dejaron un segundo regalo: nada menos que una zanahoria con forma fálica, sin que nunca trascendiera el mensaje que habrían querido transmitirle. Pero tal espíritu burlón no tardó en retornar al clasicismo. Y en diciembre de 2015 –ya convertido el organismo en la AFI– al “Señor Cinco” del régimen macrista, Gustavo Héctor Arribas, se lo sorprendió con un extracto de sus cuentas offshore en Panamá. En cambio, por ahora no hay constancias de que su flamante sucesora, Cristina Caamaño, haya sido objeto de algún apriete iniciático. ¿Acaso aquello se debió a la gran incertidumbre que por estas horas flota en el edificio de la calle 25 de Mayo? 

Lo cierto es que la designación de Caamaño como “interventora”, con una misión de saneamiento que deberá completar en seis meses, fue precedida por el DNU publicado en el Boletín Oficial que anula las funciones de la AFI en la órbita de la política y la justicia, además de dar fin a sus históricos gastos reservados y que pone en disponibilidad a todo el personal, sacudido a su vez por una encarnizada interna. 

Pero en este asunto también hay una parábola argumental.

Al respecto, es necesario retroceder a mediados de 2015, cuando Oscar Parrilli y Juan Martín Mena intentaban edificar la AFI sobre los escombros de la SI, en medio de las operaciones para convertir el suicidio del fiscal Alberto Nisman en un asesinato de Estado y la ofensiva judicial contra la gestión de Cristina Fernández de Kirchner. Se trataba de los primeros signos vernáculos del lawfare. En aquellas circunstancias –por decisión de CFK y la procuradora Alejandra Gils Carbó– Caamaño, una fiscal que colaboró con Nilda Garré en su paso por el Ministerio de Seguridad, fue puesta al frente de la Dirección de Captaciones Telefónicas, la estructura dedicada a la realización de escuchas. Esta, al ser absorbida por el Ministerio Público, reemplazó a la todopoderosa Dirección de Observaciones Judiciales, conocida en la jerga como la “Ojota”, que dependía de la SI.

Ello fue para la corporación de los espías como un cross a la mandíbula, ya que la Ojota era una fuente inagotable de poder, de financiamiento espurio y fisgoneo sin control. Un instrumento apto para toda clase de trapisondas y maniobras extorsivas, tanto en el campo político como en el empresarial. Cabe destacar que a partir de entonces se cortaron esos “negocios” y no hubo ni una sola filtración. Desde luego que el arribo de Mauricio Macri a la Casa Rosada puso otra vez las cosas en orden. Y Caamaño fue volada de un plumazo. 

A través de un DNU firmado exactamente al mes de asumir la primera magistratura, Macri traspasó la potestad de las intervenciones telefónicas a la Corte Suprema. Así nació el Departamento de Captación de Comunicaciones, cuyo mandamás fue Juan Rodríguez Ponte, un ex secretario letrado del juez Ariel Lijo. Su línea jerárquica ascendía hacia la Dirección de Asistencia Judicial en Delitos Complejos del Poder Judicial, dirigida por los camaristas Martín Irurzún y Javier Leal de Ibarra, quienes reportaban de modo directo al supremo Ricardo Lorenzatti. Tal era el inquietante estado mayor de un ejército compuesto por 250 agentes de la AFI convertidos en la gran oreja del nuevo Estado Secreto. 

Desde entonces la intromisión en la intimidad de los ciudadanos fue el pan de cada día. Los blancos preferenciales fueron funcionarios del gobierno anterior. Y con un método de manual: la AFI grababa al prójimo, los medios amigos difundían sus dichos y los fiscales los llevan a indagatoria.

Para los espías debió haber sido una ingrata paradoja el hecho de que ahora Caamaño haya sido elegida para normalizar su lugar de trabajo. 

Pero ellos, además, tienen otros problemas. Y en este punto no está de más retroceder otra vez en el calendario. 

“Es una de las personas que aquí más sabe de seguridad. Va al frente. Este es un tipo valiente”. Así ensalzó alguna vez Alejandro Fantino la figura de Marcelo D’Alessio en Animales sueltos. Nunca fue tan atinado el nombre del programa. Claro que había que ver a ese mismo personaje, lloroso y con las manos en posición de rezo, al implorar: “Déjenme ir a casa y yo les cuento todo”. Fue el 17 de febrero pasado, durante su indagatoria ante el juez federal de Dolores, Alejo Ramos Padilla. En su atemorizado empeño por despegarse de las acusaciones que le acababan de leer, hizo añicos un secreto de Estado: la pertenencia a la AFI de los ex comisarios bonaerenses Aníbal Degastaldi y Ricardo Bogoliuk, a quienes les atribuyó el rol de mandantes en los chantajes que lo incriminaban. ¿Acaso D’Alessio habrá sido consciente de que aquello era como huir de Hiroshima para refugiarse en Nagasaki? De hecho, su único logro fue que ambos policías terminaran tras las rejas.

Si bien, en términos generales, la ruidosa caída del falso abogado dejó a la vista del público los hilos ocultos del lawfare, el sinuoso protagonismo de la dupla Degastaldi-Bogoliuk en el caso puso al descubierto otro dato guardado bajo siete llaves: la incorporación masiva a la AFI durante la gestión macrista de policías federales y bonaerenses, ya sea en situación de retiro o exonerados. 

No es una exageración decir que ellos sembraron la discordia tanto con sus fuerzas de origen como en la AFI misma. En relación al primer conflicto, basta con remontarse a la experiencia del AMBA (Área Metropolitana Buenos Aires), una base de la AFI en el Conourbano, donde chocaron con los policías en actividad por articular un esquema de recaudación delictiva paralelo al de sus antiguos camaradas. Aunque en las entrañas de la AFI, su relación con los agentes de carrera no es mejor. 

Si bien no hay información cuantitativa sobre el personal del organismo, se estima que antes de la llegada de la alianza Cambiemos al poder había casi dos mil agentes orgánicos. Y que en los últimos cuatro años se les sumó otro millar, compuesto justamente por ex policías y algunos militares. La cuestión es que, ahora, entre unos y otros flota una indisimulable animosidad. En parte, motivada por el protagonismo (y los dispares “éxitos”) de estos últimos en las operaciones más grotescas del PRO. 

Desde una perspectiva totalizadora, fue profusa en dicho lapso la lista de dislates perpetrados por el personal de La Casa. La puesta en circulación de soplones VIP (el ejemplo de Leonardo Fariña es el más paradigmático) o las “visitas disuasorias” de espías a magistrados (como la que recibió el juez Luis Carzoglio) para provocar el procesamiento de dirigentes no alineados al Poder Ejecutivo, fueron moneda corriente. En tal contexto, si un episodio obtuvo –en el aspecto literal– el reconocimiento de los espectadores, ese fue precisamente el caso protagonizado por la ya fallecida Natacha Jaitt. Porque se requiere una audacia casi suicida para utilizar una personalidad tan voluble como la de ella en una operación de inteligencia. Ya se sabe el cariz que fueron tomando los acontecimientos ante los televidentes del ciclo de Mirtha Legrand. También se sabe que esa mujer estuvo guionada por alfiles de la vicejefa de la AFI, Silvia Majdalani. Apenas una postal del pasado reciente. 

Tal es el campo de batalla en el que Caamaño deberá lidiar.      

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