Escenas de un fallo histórico

Lo que dejó la Megacausa La Perla: sentencias inéditas, consensos renovados y algunas pistas sobre el futuro
Télam
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La imagen final del juicio del jueves 25 podría ser insumo de programas televisivos de chismes, o de esos que ahora se hacen llamar “políticos” pero que no son más que modos de espectacularizar la política. En fin, a lo que me refiero es que esos cruces de puteadas, en caliente, esos gritos y gestos de insultos entre los militares condenados y los familiares de las víctimas del terrorismo de Estado, integrantes de organismos de Derechos Humanos o militantes políticos, no puede pensarse como simple “puterío” -como se dice en el rioba-, no sólo porque están atravesados por un dolor que ya lleva décadas, por un reclamo ya histórico respecto de la necesidad de sostener la memoria, de acceder a la verdad de lo que ha pasado y, sobre todo, de que se obtenga justicia, sino -por sobre todas las cosas- porque son un detalle, un simple episodio lateral, pero que muestra que la batalla de la memoria no tiene que ver sólo con el pasado, sino con lo que ese pasado ha hecho de nosotros como sociedad. Lo mismo puede pensarse respecto de la expulsión de la sala de Cecilia Celli, militante del Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT) e integrante del Centro de Profesionales por los Derechos Humanos (CEPRODH), cuando reclamó a los gritos que se interrumpiera la “defensa” de las políticas del terror sostenidas por los genocidas en sus declaraciones. O ese contrapunto entre Cecilia Pando y Estela de Carlotto, que en su afán por reflotar la “teoría de los dos demonios” (reclamando “justicia completa” y que se juzgue a “los terroristas que pusieron bombas”) no hizo más que concretar, digamos, un episodio de “justicia poética”: en su intento por autoerigirse como en la voz moral del Proceso de Reorganización Nacional y situarse en un plano de igualdad con una referente de los derechos humanos como Carlotto, Pando dejó al desnudo con su patetismo la asimetría ética abismal entre ambas.

 

Afuera, miles de personas se congregaron bajo el sol y los casi 30ª de temperatura, para mirar lo que sucedía adentro por una pantalla gigante, para compartir un mate o una conversación ocasional, para colgar banderas y esgrimir pancartas, para saltar y cantar, para bailar al ritmo de los redoblantes, o para darle al bombo con su más generoso rencor. Había militantes del kirchnerismo, del peronismo, de las izquierdas en todas sus variantes, además de organizaciones sociales y gremiales, quizá uno de los rasgos distintivos de la jornada, pero también de las luchas por Memoria, Verdad y Justicia. Porque tal vez haya que registrar ahí un cambio de época. Con sus banderas, sus bombos, sus chalecos, remeras y gorros identificatorios, sus repertorios “clásicos”, muchos trabajadores de la alimentación (SANCORD), de la recolección de residuos (SURBAC), de los servicios cooperativos del agua y de la luz (como la COPI de Villa Carlos Paz), entre otros, se hicieron presentes en una actividad de derechos humanos, caracterizadas por lo general por una composición social más ligada a los sectores medios, a los habitantes de los barrios céntricos de las grandes ciudades. Pero esta vez no, cientos de los miles de jóvenes incorporados al trabajo formal en los últimos años –más allá de los otros miles cuyo “destino” parece ser los vínculos precarizados en el empleo obtenido durante la última década-, estuvieron ahí. Son parte de un fenómeno novedoso para el sindicalismo argentino de post-dictadura: la emergencia de nuevos delegados y algunos -pocos, es cierto, pero algunos al menos- jóvenes dirigentes sindicales. Situación que da cuenta de cierto corte con la tradición -fuertísima en el país- de la organización sindical, que por la complicidad de muchas de sus dirigencias con las políticas represivas de la dictadura (como con las políticas “privatistas” del menemismo después), no terminaron nunca de tomar en sus manos la reivindicación de “Juicio y Castigo” a los genocidas. Pero este jueves estuvieron, y con una presencia importante.

«Muchos trabajadores de la alimentación, de la recolección de residuos, de los servicios cooperativos del agua y de la luz, entre otros, se hicieron presentes en una actividad de derechos humanos, caracterizadas por lo general por una composición social más ligada a los sectores medios, a los habitantes de los barrios céntricos de las grandes ciudades»

Otro rasgo distintivo de la jornada también fue la asistencia de cientos de personas desde lugares remotos de la provincia.

 

-¿Vas para los Tribunales, flaco?

 

-Sí, me dijeron que era para aquél lado.

 

-Ah, yo pensé que vos sabías. Nosotros venimos de San Francisco, salimos de allá hace como cinco horas.

 

-Yo soy de Alta Gracia. Me vine solo porque perdí los micros que salieron temprano de Paravachasca.

 

-Nosotros vinimos en auto desde Sierras Chicas, pero la policía cortó todo como unas veinte cuadras alrededor y terminamos estacionando más lejos que si hubiésemos venido en micro y bajado en la terminal.

 

El diálogo ocasional con el cronista, puede el lector imaginarse, pudo haberse reproducido en otros rincones de la concentración, a la que asistieron miles de personas (“unas diez mil”, dicen los más moderados; “casi veinte mil”, arriesgan los más osados).

 

-Ella es mi hija- comenta un psiquiatra reconocido en el ambiente por su participación en las luchas en defensa de los derechos humanos en la salud mental, mientras una adolescente pone cara de circunstancias y saluda- Viene conmigo a las marchas desde que era así -agrega el hombre de barba un poco raleada, un poco canosa, y pone su mano a la altura de su cintura.

 

La escena también se repite en otros rincones de la manifestación. Mujeres con bebés, hombres con niños (y viceversa), grupos de madres, padres, tíos, abuelos, primos, hermanos, vecinos, compañeros de trabajo y estudio con niños correteando por ahí.

 

Una abuela de Plaza de Mayo levanta su bastón como si fuese un palo de ese que utilizan las piqueteras, o los integrantes de “seguridad” de las agrupaciones. Otra “abuela de la Plaza”, como la anterior con un pañuelo blanco en la cabeza, aplaude emocionada las palabras de un joven barbado que habla desde el escenario. Aplaude, se seca unas lágrimas de sus ojos y se acomoda en su silla de ruedas, como si estuviese en el sillón del living de su casa.

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Lo que sucedió en el Tribunal Oral Federal N°1 de la provincia de Córdoba ya es de público conocimiento: el juez Jaime Díaz Gavier leyó las condenas a 38 de los imputados en el megajuicio por los crímenes cometidos en el Centro Clandestino de Detención y Tortura La Perla, que funcionó en la provincia entre 1975 y 1979. De los 38, 28 recibieron condenas a prisión perpetua, entre ellos, Luciano Benjamín Menéndez, hallado culpable por 282 desapariciones de personas perpetradas en el campo de concentración La Perla-La Ribera, 52 homicidios, 260 secuestros y 656 casos de torturas. Es la décimo segunda condena de ese tipo que recibe el ex jefe del Tercer Cuerpo de Ejército. También Ernesto Guillermo Barreiro, uno de los genocidas que al final de la sentencia ejerció palabras y gestos de provocación, quien fuera jefe de inteligencia y de interrogaciones en el ex centro clandestino. Tres casos a resaltar de las condenas a perpetua son las de Mirta Antón, la primera mujer juzgada y condenada por participar del terrorismo de Estado en Córdoba, el de Héctor Pedro Vergez, condenado por su participación en el Comando Libertadores de América, es decir, por participar del “terrorismo de Estado” (vía represión para-estatal) antes del 24 de marzo de 1976 y Carlos Yanicelli (alias “Tucán grande”), quien fue Director de Inteligencia Criminal de la Policía de Córdoba en 1997, cuando José Manuel De la Sota estaba al frente de su primer mandato como gobernador de la provincia.

 

Los otros diez represores recibieron condenas que van de los dos años y seis meses a los doce años de prisión, y cinco quedaron absueltos.

«La batalla de la memoria no tiene que ver sólo con el pasado, sino con lo que ese pasado ha hecho de nosotros como sociedad»

El juicio de la megacausa –el séptimo juicio por crímenes de lesa humanidad en la provincia–comenzó el 4 de diciembre de 2012. Por las 354 audiencias pasaron 581 testigos y en los 22 expedientes se investigaron los crímenes cometidos entre marzo de 1975 y diciembre de 1978 contra 716 personas. Los delitos juzgados fueron privación ilegítima de la libertad, imposición de tormentos agravados, aplicación de tormentos seguidos de muerte, homicidio calificado, abuso deshonesto, violación sexual y sustracción de un menor de diez años, el nieto de Sonia Torres, nacido en cautiverio (de allí que, al finalizar la sentencia, la presidenta de Abuelas Córdoba haya expresado: “Hemos recorrido la mitad del camino: falta la otra mitad”).

 

Hacia el final de la agotadora jornada, desde el escenario, Emi D´ Ambra -integrante de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas de Córdoba, madre de dos hijos detenidos-desaparecidos de la ciudad de Alta Gracia- dijo sentir el alma llena de alegría al ver toda esa multitud. La reconocida referente de la lucha por los derechos humanos de Córdoba, sin embargo, dijo con humildad para despedirse: “me siento una luchadora, eso sí, pero no una heroína”.

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