El sueño del señor juez

De la Guardia de Hierro peronista a la guerra con Irán: vida, obra y parentescos de Claudio Bonadio, el juez siempre ubicado en el lugar justo.
Foto: Soledad Aznarez

Por razones que son de dominio público no está de más evocar en estos días la figura del doctor Ronald Freisler, quien presidió el Volksgerichshof (Tribunal del Pueblo) del Tercer Reich entre 1942 y 1945.

 

Aquel sujeto, un comunista arrepentido que había tomado muy a pecho revertir el lastre de su origen, fue un resorte del régimen nazi a la vez temido y despreciado. Sus farsas judiciales, cuyas puestas en escena incluían insultos groseros y todo tipo de humillaciones –como prohibir a los acusados el uso de cinturón para que al declarar se les cayeran los pantalones–, le depararon una ominosa popularidad. Llegó a condenar a muerte a un adolescente de 15 años por repartir panfletos. También rubricó otras 5.000 ejecuciones. El final de su carrera no fue menos dramático: justo después de anunciar la pena capital para el teniente Fabian von Schlabrendorff, implicado en el atentado a Hitler del 20 de julio de 1944, un bombardeo aliado cayó sobre el tribunal. Su cadáver fue hallado bajo los escombros con el expediente de la causa entre sus brazos.

 

¿Acaso existe alguna similitud entre dicho personaje y el juez argentino Claudio Bonadio? Claro que no. Porque decir lo contrario implicaría caer en la “banalización del Holocausto”, tal como suelen vociferar a coro los hacedores locales de la restauración conservadora cuando se los tilda de fascistas. Al fin y al cabo su trapisonda más reciente no fue más que una imaginativa diablura, y sólo consistió en interpretar que se está “en guerra con la República Islámica de Irán” para así meter tras las rejas por “traición a la patria” a funcionarios y operadores del gobierno anterior, además de solicitar con ese mismo propósito el desafuero parlamentario de su presidenta. Una jugada que en el caso del ex canciller Héctor Timerman requiere –debido a su debilitada salud– una dosis extrema de crueldad. Pero lo notable es que pudo efectuar tal maniobra en un país aún democrático y bajo el imperio –eso sí, algo descascarado– del estado de Derecho. En consecuencia la pregunta correcta sería: ¿cuál hubiese sido en la Alemania nazi el límite de su accionar?

 

A continuación, vida y obra de esta estrella del firmamento judicial.

 

El juez del momento

Una silueta un poco obesa detrás de un fogonazo fue la última imagen que el hampón Germán Lorenzatti, alias “Pirincho”, se llevó al Más Allá. Lo cierto es que había alcanzado a disparar su revólver al estómago del acompañante de su matador al desplomarse sobre el pavimento. Tal vez haya dejado de existir antes de concluir la caída. Aún así recibió otros seis balazos a quemarropa. Junto a él gemía Daniel Villa, alias “Monito”, su cómplice. La sangre le corría por el tórax. Un tiro de gracia lo silenció para siempre.

 

Entonces, con actitud casi deportiva, la silueta obesa enfundó su Glock calibre 40 en la sobaquera para caminar hacia el Audi frenado en la esquina de Matienzo y San Martín, de Villa Ballester. En la cabina yacía el otro herido. Y el tirador, como para infundirle ánimo, le palmeó un hombro con delicadeza. A lo lejos ya se oía el ulular de las sirenas.

 

Era la noche del 28 de septiembre de 2001. Ambos habían llegado hasta ese sitio con el propósito de visitar un templo umbanda situado a media cuadra de allí. No pudo ser. El atraco que ese hombre acababa de repeler hizo que su amigo terminara en un quirófano del Hospital Central de San Isidro, mientras él era indagado en el despacho del fiscal Luis Celaya por “doble homicidio en defensa propia”. Se trataba del juez Bonadio.

 

Así, en cuestión de horas, supo pasar al otro lado del mostrador dado que en durante la mañana de ese viernes había interrogado al malhechor Cristian Battiga, detenido por el secuestro extorsivo del empresario textil Abraham Awada. No era otro que el ya fallecido progenitor de la actual Primera Dama, a cuyo esposo Bonadio ahora sirve en calidad de garrote judicial. Vueltas de la vida.

 

La suya, sin duda, fue una existencia signada por la audacia, el don de la oportunidad y sus consiguientes dobleces. Tanto es así que, durante los meses posteriores supo encarcelar a Leopoldo Galtieri, Emilio Massera y al “Tigre” Acosta. Pero enturbió tales proezas al ordenar también el arresto –en la causa de la Contraofensiva– de los ex jefes montoneros Fernando Vaca Narvaja y Roberto Perdía. Semejante apego a la teoría de los dos demonios le valió –ya en octubre de 2003– un duro apercibimiento por parte de la Cámara Federal.

“A los 37 años, aquel hombre pretendía desembarcar en la justicia federal, algo que finalmente logró en 1994. No es un secreto que su nombre encabezaba la famosa servilleta del ministro”

En los seis meses previos hizo todo lo posible por congraciarse con el gobierno de Néstor Kirchner. “Soy peronista desde los 15 años”, solía repetir por esos días ante todo micrófono que tuviera a tiro.

 

Fruto de una familia de clase media afincada en la localidad bonaerense de San Martín, el joven Claudio se recibió de bachiller en el colegio La Salle a fines de 1973. Pero tardó 15 años en obtener el diploma de abogado. En dicho lapso alternó su condición de estudiante universitario crónico con la militancia en Guardia de Hierro, una organización peronista entre cuyos cuadros hubo personajes tan polémicos como José Luis Manzano y la olvidada Matilde Menéndez, además de contar entre sus simpatizantes con el sacerdote jesuita Jorge Bergoglio. Al concluir la dictadura se vinculó con Miguel Ángel Toma y Eduardo Vaca, los líderes del Frente de Unidad Peronista (FUP) que dominaba el PJ de la Capital. En ese contexto le cayó en gracia al ascendente Carlos Grosso; así consiguió conchabo de asesor en el Concejo Deliberante. Y en los albores del menemismo éste lo acercó al hombre que sería su definitivo mentor: Carlos Corach. Por su intermediación, Bonadio pasó a ser funcionario del Ministerio de Salud a cargo de Eduardo Bauzá. Después fue nada menos que el segundo funcionario en la estructura de la Secretaría Legal y Técnica de la Presidencia, a cargo del propio Corach. En tanto, Bonadio aún fatigaba los pasillos de la Facultad de Derecho. Recién se recibió en 1989.

 

“¿Querés ir al Tribunal Oral de Morón?”, dicen que le propuso Corach a fines de 1991. “Creo que no estoy preparado”, fue la encomiable respuesta de Bonadio. En realidad, a los 37 años, aquel hombre pretendía desembarcar en la justicia federal, algo que finalmente logró en 1994. No es un secreto que su nombre encabezaba la famosa servilleta del ministro. Su bautismo de fuego: haber acelerado un expediente por “enriquecimiento ilícito” contra Domingo Cavallo, ya enemistado con Carlos Menem y Corach.

 

El nombre del flamante magistrado comenzaba a circular en la opinión pública, aunque con mala prensa. Una constante en su carrera.

 

Por una cabeza

Alineado en el frente judicial con los magistrados menemistas Gustavo Literas y Adolfo Bagnasco, el doctor Bonadio supo satisfacer en tiempo y forma los deberes impuestos por el Poder Ejecutivo. Y sin un ápice de pudor.

 

Tanto es así que desde el Juzgado Federal 11 investigó al corresponsal del Financial Times en Buenos Aires, Thomas Catan, para determinar el modo en que accedió al dato sobre unas coimas solicitadas por algunos senadores a ciertos banqueros para frenar una ley que los perjudicaba. También puso en su mira al inefable Marcelo Bonelli por revelar la declaración jurada del entonces titular del PAMI, Víctor Alderete. Una afrenta inadmisible.

 

Sin embargo, dadas sus lealtades zigzagueantes, ya bajo el gobierno de Kirchner no dudó en procesar a Alderete por “administración fraudulenta” y también a María Julia Alsogaray por irregularidades en la contratación de un estudio jurídico durante el proceso privatizador de la ex ENTel.

 

Esa misma etapa de su carrera judicial coincidió con profundos cambios en su propia persona. Aquel juez que nunca había ocultado su inclinación por las armas, los vehículos de lujo y las motocicletas de alta cilindrada, renunció súbitamente a su extravagante look: cabello largo atado con colita –a pesar de su semicalvicie–, anteojos oscuros y camperas de cuero. Así acostumbraba a dejarse ver en el edificio de Comodoro Py. Pero a partir de entonces empezó a lucir trajes con demasiada fibra sintética, y siempre con el cuello de la camisa montada sobre el saco. No obstante su trabajo judicial fue tan sinuoso como siempre.

 

En resumidas cuentas, Bonadio acumuló 51 denuncias ante el Consejo de la Magistratura. Un record en la materia. La mayoría fueron desestimadas. Pero al menos nueve continúan vigentes. Entre sus irregularidades procesales más conspicuas resaltan las trabas impuestas a los abogados defensores para acceder al expediente. “Se maneja como un comisario; la instrucción es de él, y de nadie más”, dicen de él sus propios empleados. Sin embargo también incurrió en otros desajustes más graves, como demorar a propósito determinadas causas para favorecer a los procesados. Ese fue el caso del expediente que investigaba el uso irregular de subsidios por pare de la curtiembre de Emir Yoma. Y el que tramitaba por defraudación al Estado y administración infiel contra Tandanor. De todas formas su tardanza más escandalosa fue la que mantuvo paralizada por años: una denuncia presentada por pacientes hemofílicos a raíz de una “mala praxis” que los contagió de HIV. Mientras Bonadío demoraba en citar a los imputados, los querellantes se iban muriendo.

“En los seis meses previos hizo todo lo posible por congraciarse con el gobierno de Néstor Kirchner. “Soy peronista desde los 15 años”, solía repetir por esos días ante todo micrófono que tuviera a tiro”

Ya en 2013 comenzó a ser inocultable su animosidad hacia la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Fue cuando la puso en su mira por la llamada causa Hotesur. Fue el inicio de su ofensiva contra ella, un quehacer que intensificó durante el gobierno de Mauricio Macri con otros expedientes instruidos de modo antojadizo e inquisitorial. Sobre ello corren diariamente ríos de tinta. Y hasta el papa Francisco ha destacado su parecido metodológico con el estilo judicial de la Revolución Libertadora.

 

De hecho, si hay alguien a quien Bonadio se le parece es al inolvidable Próspero Germán Fernández Alvariño, más conocido como “Capitán Gandhi”. Se trataba de un ex comando civil notoriamente chiflado, quien fue puesto a trabajar por los militares que derrocaron a Perón en lo que peor podía hacer un paranoico: la investigación de delitos. Así fue puesto al frente de la llamada Comisión 38, con sede en una oficinita del Departamento Central de Policía. Ante su escritorio desfilaron “sospechosos” de la talla del historiador José María Rosa y Héctor J. Cámpora, entre otros.

 

Allí, en aquel oscuro cubículo, el tal Gandhi despuntó su gran obsesión: probar que el suicidio del hermano de Evita, Juan Duarte –ocurrido en 9 de abril de 1953–, fue en realidad un asesinato ordenado nada menos que por el presidente derrocado. El asunto –sin duda un antecedente profético del caso Nisman– tuvo ciertos ribetes dignos de mención. En el marco de esa pesquisa, fue interrogada una antigua amante del difunto, la actriz Fanny Navarro.

 

Y tal vez para diluir la reticencia de la señora, Gandhi simplemente dijo: “Le voy a mostrar algo que la va a ayudar a recordar”.

 

Entonces puso en medio del escritorio una caja de cartón, y lo abrió con estudiada lentitud.

 

Antes de caer desmayada, ella alcanzó a ver la cabeza descompuesta de quien en vida fue el cuñado del General.

 

Cualquier similitud con la actualidad es una mera coincidencia.

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