Amarillo y verde oliva

La violencia institucional, una pesada herencia que Cambiemos convirtió en plan de gobierno. Del peso de las fuerzas de seguridad en la mesa macrista a la reacción social.
Foto: Pablo Piovano

Desde que Cambiemos arribó a la Casa Rosada, hace ya dos años, las fuerzas de seguridad se sentaron a la mesa chica del presidente Mauricio Macri. Los uniformados de todos los colores, con el verde oliva de la Gendarmería en primer lugar, comenzaron a tener una presencia constante en la vida política de la Argentina. Si el PRO y sus aliados llegaron al poder con la pátina de una “derecha moderna”, democrática y dialoguista, la novedad fue declinando al mismo tiempo que la fascinación por los bastones, el gas lacrimógeno y las balas de goma reencausaron al oficialismo en la senda de la derecha clásica, que viene a poner “orden” y a hacer valer su “autoridad” por sobre cualquier otra variable.

 

Junto a las vallas que en los actos separan al jefe de Estado de los ciudadanos, el factor policial se volvió una pieza clave en la postal macrista del espacio público. En los últimos días esto quedó dolorosamente en evidencia, y lo hizo de manera tan cruda que incluso logró atravesar el vasto dispositivo mediático que filtra y edulcora la experiencia cotidiana de los argentinos.

 

Sin embargo, sería equivocado pensar que la herramienta represiva es para el gobierno una innovación estimulada por los calores de fin de año y la arrogancia post triunfo electoral. El 22 de diciembre de 2015, cuando apenas habían pasado doce días de la asunción de Macri, Cambiemos tuvo su bautismo de fuego con los operarios de la avícola Cresta Roja, que acampaban sobre la autopista Riccheri en reclamo por la continuidad de sus puestos de trabajo y el pago de sueldos atrasados. Esa mañana, los gendarmes avanzaron con hidrantes, gases y postas de goma.

 

A partir de ese episodio fundacional, las imágenes de espaldas, brazos y piernas salpicadas de perdigones, de rostros ensangrentados por los bastonazos y de personas arrastradas por el piso, irían ganando cotidianeidad. “El Estado debe regular la protesta social versus la libre circulación”, sostuvo en aquel entonces la vicepresidenta Gabriela Michetti, que hoy sigue teniendo el mismo parecer. Luego de la cacería uniformada en las inmediaciones del Congreso, Michetti aseguró que “las fuerzas de seguridad actúan sacando a la gente como la tengan que sacar. Si no la pueden agarrar, viene el hidrante. Y sino, una bala de goma en la pierna. Tenemos que dejarnos de embromar”. La línea de pensamiento de quien supo ser el “rostro humano” del macrismo es, a la vez, reflejo de una continuidad ideológica de profundo arraigo en el Poder Ejecutivo. Una convicción que ya estaba madura cuando el PRO llegó a Balcarce 50, tras ocho años al frente del gobierno de la ciudad de Buenos Aires.

 

Normalidades

En sus dos primeros años de gobierno, Cambiemos puso en marcha una progresiva naturalización de la violencia institucional. El proceso, aun inconcluso y ahora en disputa, busca colocar en el plano de lo común aquello que hasta hace poco ocupaba el renglón de lo no tolerable, de lo repudiable. No significa, por supuesto, que la violencia estatal haya nacido con el macrismo. Del ’83 a esta parte, es extenso el listado de heridos y muertos bajo la represión uniformada, y atraviesa a todas las experiencias que pasaron por la Casa Rosada. Pero sí es una innovación del oficialismo el rol otorgado a los “agentes del orden”. El PRO y sus socios gestionan con la policía y la Gendarmería a mano, reivindican y alientan sus métodos –incluso en los escenarios más adversos– y ven en ellas un recurso estratégico para afrontar una amplia variedad de situaciones contrarias al país que tienen en mente.

 

A diferencia de los gobiernos que tuvieron una relación problemática o culposa con la faz represiva, y de aquellos que la usaban de forma velada y la impugnaban de cara a la sociedad, Cambiemos la aplica sin pudor, en la lógica de quien busca dar un mensaje, un ejemplo y una advertencia. Dejó más que probado que no le tiembla el pulso a la hora desalojar a palazos a manifestantes que piden por trabajo; que no le pesa la decisión de avanzar con escudos y bastones sobre docentes; que puede infiltrar marchas para romperlas; y que está dispuesto a pagar el costo de la difusión de fotos y filmaciones con las víctimas. Los casos de Santiago Maldonado y del joven mapuche Rafael Nahuel, así como el respaldo al accionar uniformado fuera del Congreso, son la expresión extrema de esta decisión política.

“A diferencia de los gobiernos que tuvieron una relación problemática o culposa con la faz represiva, y de aquellos que la usaban de forma velada y la impugnaban de cara a la sociedad, Cambiemos la aplica sin pudor, en la lógica de quien busca dar un mensaje, un ejemplo y una advertencia”

Con el argumento de ser el espacio que viene a recomponer el orden y a terminar con las concesiones hechas durante la gestión anterior, Cambiemos ve en el conflicto social un desafío a su autoridad, que debe ser abordado con mano dura y sin titubeos. La colisión de derechos, reflejo jurídico de las contradicciones que se agitan en el caldo social, constituye para el oficialismo una amenaza a la gobernabilidad y a su capacidad de preservarla.

 

Cada vez que dos derechos entran en puja, el gobierno se ocupa de imponer a aquel que supone la extinción de la protesta. Si la garantía de peticionar ante las autoridades se enfrenta a la de circular libremente por rutas y autopistas, el criterio gubernamental fallará en favor de los automóviles. Si el reclamo por una potestad ancestral sobre la tierra se topa con los títulos de propiedad privada, los gendarmes van a velar por las hectáreas en manos de Joe Lewis y Benetton. Si el pedido para tener paritarias nacionales riñe con la ocupación de la vía pública, la Policía Federal terminará golpeando a los maestros hasta despejar la Plaza de los Dos Congresos. La regla se aplica de forma invariable.

 

Correr los límites

La situación vivida el pasado 18 de diciembre fue tan escandalosa como, en cierto modo, previsible. Había que proyectar la escalada de hechos represivos acumulados por las fuerzas de seguridad y tomar al pie de la letra la defensa cerrada que hacían los funcionarios, incluida una promesa de mayor endurecimiento.

 

Algunos ejemplos:

 

1. Semanas después de lo sucedido en Cresta Roja, el 8 de enero de 2016, frente a la municipalidad de La Plata, la Bonaerense disparó balas de goma y arrojó gases lacrimógenos a un centenar de empleados públicos cesanteados por el intendente macrista Julio Garro.

 

2. El viernes 29 de enero, un grupo de gendarmes protagonizó una vergonzosa incursión en la villa 1-11-14, del Bajo Flores: resultaron heridos varios niños y adultos que ensayaban en una murga.

 

3. El 16 de agosto, la Federal y la Prefectura desalojaron a jubilados que se manifestaban sobre el puente Pueyrredón por un mayor incremento de haberes. Los empujaron con los escudos y un carro hidrante les arrojó chorros de tinta azul.

 

4. Ya en 2017, el 30 de marzo, la policía irrumpió en el comedor Los Cartoneritos, de Villa Caraza, Lanús. Reprimieron a niños y adolescentes. Justificaron la razzia afirmando que perseguían a un delincuente.

“En sus dos primeros años de gobierno, Cambiemos puso en marcha una progresiva naturalización de la violencia institucional”

5. El domingo 9 de abril, la Federal arremetió violentamente contra los docentes que intentaban montar una escuela itinerante frente al Congreso. “Tenemos que entender que cuando un oficial nos da una instrucción, lo tenemos que obedecer. Es parte de educar también”, consideró el senador y entonces ministro de Educación Esteban Bullrich.

 

6. El 1 de agosto desapareció Santiago Maldonado en un operativo a cargo de la Gendarmería en Chubut, en la Pu Lof en Resistencia Cushamen. Apareció 78 días después, muerto en el río Chubut. En ese tiempo, el gobierno trabajó para exculpar a los uniformados y ensuciar a la víctima y su entorno, agrandando hasta el absurdo la figura de la vaporosa RAM.

 

7. El 25 de noviembre, un balazo terminó con la vida del joven mapuche Rafael Nahuel, de 22 años, tras la represión a una toma contigua al lago Mascardi, cerca de Bariloche. El proyectil que lo mató, calibre 9mm, coincide con el de las pistolas que usa el escuadrón Albatros de la Prefectura Naval, que actuó en la zona buscando a miembros de la RAM. “No se trató de un grupo de protesta o de reivindicación sino de una metodología de violencia armada, inadmisible con la democracia y el Estado de derecho”, lanzó en un comunicado la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich.

 

En disputa
Foto: Nicolás Stulberg

Si bien la represión desatada mientras se debatía la reforma previsional marcó un pico por su escala y virulencia, tal vez lo inédito de lo ocurrido no haya que buscarlo en la actitud del gobierno –que, de hecho, acumulaba múltiples antecedentes– sino en la reacción social. Por primera vez desde que Cambiemos tomó el poder, la ciudadanía manifestó un claro rechazo, transversal y masivo, a la agresividad patotera del aparato de seguridad y a su cobertura desde el funcionariado y la bancada oficialista.

 

No se trató de un repudio partidario opositor, de una medida de fuerza sindical o de una convocatoria de sectores de la sociedad civil más o menos organizados. Lo que se vio en las calles, más aún con los cacerolazos que llegaron a la noche, desafiando al miedo en una jornada regada de escenas de salvajismo policial, fue una muestra bastante representativa de esa Argentina urbana a la que el gobierno suele analizar y escuchar en sus focus groups.

 

De todos modos, a diferencia de lo sucedido anteriormente con otras facetas de la gestión, en las cuales Cambiemos supo leer el descontento y recalculó o matizó sus medidas, Macri no parece dispuesto a negociar un centímetro de su política represiva, incluso si eso supone ir contra las recomendaciones de sus principales y exitosos asesores: el marketing y las encuestas.

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