¿Qué hacemos con el Indec?

La situación en el INDEC es un caso típico de un Estado que no controla sus propias variables. Paulatinamente, y en las últimas décadas, sus oficinas fueron colonizadas por consultoras privadas con el cual el organismo terminó trabajando para el interés de las corporaciones. Esto no significa que haya que entregárselo a ATE, porque a través de Claudio Lozano, asociado con SIEMPRO, el programa diseñado por el Banco Mundial, se cambiaría un control privado por otro.

La manipulación de datos tiene varias aristas.

Por un lado, si sus cifras están sospechadas, se abre un ancho espacio para que consultoras privadas (que no cuentan con la infraestructura ni despliegue técnico necesarios como para dar índices confiables), lo reemplacen no solo en la opinión pública sino en los ámbitos de negociación donde esas cifras son decisivas, fuera en las negociaciones salariales como en los recálculos sobre intereses de la deuda externa.

Además, sólo el Estado puede asegurar imparcialidad, ya que las consultoras pondrán en primer lugar su interés económico privado antes que “la verdad”, y ningún mecanismo de control público será eficaz para impedir la influencia de intereses privados.

Es infantil y estúpido suponer que el uso engañoso de una información pública (de naturaleza diferente, por ejemplo, al manejo de información confidencial de organismos policiales o de inteligencia) se justifica por el ahorro en pago de intereses de la deuda externa.

En la opinión pública, la falta de confianza alimenta las expectativas inflacionarias.

La manipulación de cifras tiene varias consecuencias negativas. Distorsiona toda la economía interna: ¿quién se queda con la diferencia entre la inflación oficial y la inflación real?

El crecimiento “chino” del PBI, que se calcula por la sumatoria de valores agregados deflacionados anualmente, resulta superior al real, aportando descreimiento en el discurso de la presidenta.

Los acuerdos salariales, pactados con la inflación oficial, significan en la práctica un retroceso del sueldo de los asalariados, con lo cual la redistribución del ingreso entra en un terreno pantanoso.

La situación pone en un brete a los sindicatos, porque si logran acuerdos superiores a la inflación oficial, eso alimenta las expectativas inflacionarias y acentúa la desconfianza en las cifras estatales.

Todos los programas públicos dedicados al desarrollo social y a la cobertura de sectores pobres y excluidos, que requieren financiamiento calculado con la inflación oficial, pierden valor real.
El aumento de precios de la canasta básica familiar arroja a la indigencia a los pobres, que dedican todos o gran parte de sus ingresos a procurarse alimentos.

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