Privatizar y castigar

El proyecto para privatizar el sistema carcelario en Argentina volvió a entrar en el debate político. Las experiencias de Estados Unidos y Uruguay.
Foto: M.A.f.I.A.

Una caja de Pandora. Esa es la expresión que se repite una y otra vez cuando especialistas críticos hablan o escriben sobre las consecuencias que podría provocar la privatización, total o parcial, del sistema carcelario en Argentina. Aún no hay proyectos o propuestas concretas, pero en los últimos meses, especialmente después de la aprobación a fines del año pasado de la Ley de Participación Público-Privada (PPP), una receta redactada en otras latitudes y aprobada de manera calcada en todo el Cono Sur, comenzaron a aparecer voces en off de funcionarios y empresarios sobre la posibilidad de utilizar esta nueva herramienta de privatización de la obra pública para expandir la capacidad penitenciaria del país y solucionar el problema de hacinamiento.

 

El diario El Cronista publicó por ese entonces que el número uno de una de las constructoras más importantes del país pronosticaba que las empresas de ese rubro iban a hacer uso de la nueva ley en sectores claves: “Para el próximo año (por 2017) seguramente vamos a tener licitaciones bajo este modelo en concesionarios viales, algunos proyectos de generación eléctrica y algunas cárceles”. Perfil, en tanto, adelantó que el gobierno bonaerense de María Eugenia Vidal estaba evaluando la posibilidad de construir la primera cárcel con algún grado de privatización.

 

Las versiones no se quedaron en un entusiasmo inicial. Este mes un funcionario de la Subsecretaría de Relaciones con el Poder Judicial y Asuntos Penitenciarios, un organismo que depende del Ministerio de Justicia nacional, le adelantó al diario Tiempo Argentino, que en los próximos años ampliarán la capacidad carcelaria del país y que, para hacerlo, están mirando varios ejemplos, aunque sólo nombró uno por su nombre: la prisión de Punta de Rieles en Uruguay.

 

Mientras el mundo entero se maravilló en los últimos años con la experiencia de “cárcel abierta” de la prisión pública de Punta de Rieles, donde alrededor de 600 detenidos viven en una suerte de barrio, casi sin conflictividad, y trabajan en sus propios emprendimientos privados, el gobierno argentino está mirando a otra Punta de Rieles, la nueva mega cárcel que se construyó al lado y que se inaugurará en agosto próximo de manera parcial y en diciembre al 100% de su capacidad. Este edificio gigantesco, que mantiene los principios tradicionales de detención y no retoma las enseñanzas de su institución vecina y homónima, es la primera obra pública construida en Uruguay con el sistema de PPP. Costó unos 97 millones de dólares y tendrá cerca de 2000 plazas, una cifra más que significativa en un país con una población carcelaria de unas 11.000 personas.

 

Para los que celebraron el éxito de la otra Punta de Rieles como un modelo ejemplar para la aún incompleta reforma penitenciaria uruguaya, aún dentro del gobierno del Frente Amplio, la nueva prisión homónima es una decepción. Volvió a dejar el control interno de la prisión en manos de policías, en vez de civiles; retornó a los edificios gigantescos, con miles de presos, un modelo que en el mundo entero demostró y sigue demostrando ser incompatible con el respeto a los derechos humanos y la baja tasa de reincidencia; y, además, incluyó la lógica de lucro en la ecuación.

 

Según el contrato que el Estado uruguayo firmó con el consorcio privado, encabezado por la empresa española Abengoa -acosada a nivel internacional por un escándalo judicial en Madrid y por la declaración de quiebra en Estados Unidos el año pasado-, el primero deberá pagar durante 27 años y medio unos 555 pesos (308 pesos argentinos) por preso, una cifra que se actualizará según la inflación y el aumento de los salarios de los empleados. De esta manera, recuperará su inversión original y obtendrá una ganancia. Según calculó en una entrevista el director general del Ministerio del Interior uruguayo, Charles Carrera, supondría un ahorro de alrededor de un tercio de lo que el Estado paga hoy, aunque el Estado seguiría haciéndose cargo de las funciones principales de la institución: su dirección, la seguridad, el sistema de salud y los planes de reinserción.

“Las cárceles no le importan a nadie, entonces, ¿por qué le van a importar a las empresas? Sólo se me ocurre una razón: para lucrar”

Entre las condiciones del contrato figura que pasado un tiempo inicial, el Estado pagará siempre por la capacidad total de la cárcel, la utilice o no. “Claro, la obligación del Estado es tener esta cárcel llena, de lo contrario estaríamos pagando por algo que no estamos usando”, respondió Carrera en la entrevista con la radio local El Espectador. Además el gobierno se comprometió a pagar un extra al consorcio si la población carcelaria supera su capacidad prevista. En otras palabras, según este sistema, las autoridades del país vecino seguirán pagando por una cárcel llena durante casi tres décadas, aún si implementan políticas que favorezcan la reducción de la criminalidad o las excarcelaciones en general. Además, se crea un incentivo económico para el privado para promover la sobrepoblación de la prisión.

 

Para Fernando Ávila, de la Asociación Pensamiento Penal de Argentina, el problema más preocupante es que “cobran por cada preso y, además, un extra por la sobrepoblación”. Si hacemos eso, “abrimos una caja de Pandora”, alertó a Zoom el investigador, quien no dudó en pronosticar que detrás de la figura del lucro aparecerá “el lobby para generar más encarcelaciones” y engordar a la nueva industria. Karina Mouzo, una socióloga del Instituto de Investigaciones Gino Germani de la UBA e investigadora del Conicet, también cree que las cárceles serían un “mercado” muy ansiado para las empresas. “Abrir esa puerta es como abrir la caja de Pandora”, coincidió en diálogo con Zoom y agregó que, además, sumaría un nuevo y poderoso actor a la discusión sobre la inseguridad y los pedidos de mano dura. “Las cárceles no le importan a nadie, entonces ¿por qué le van a importar a las empresas? Sólo se me ocurre una razón: para lucrar”, sentenció.

 

Los temores de los expertos no son exagerados, se basan en las experiencias de otros países, principalmente la de la cuna y principal promotor de la industria carcelaria: Estados Unidos. Hace poco más de 15 años, la investigadora estadounidense y activista de los años 60, Angela Davis, acuñó el término de “complejo industrial carcelario” y lo comparó al poderoso y tan temido complejo militar de la mayor potencia mundial, no sólo por su poder, sino también por su rápido crecimiento, intrínsecamente vinculado al lobby y a la connivencia con la dirigencia política.

 

Entre 1999 y 2010, la población carcelaria en Estados Unidos creció un 18%, pero el número de presos en cárceles federales y estaduales privadas aumentó alrededor de un 80%. Este sector fue uno de los grandes beneficiados del achicamiento del Estado que impulsó el demócrata Bill Clinton años antes. A nivel federal este crecimiento se basó en la privatización de gran parte del sistema de detención de inmigrantes indocumentados, mientras que a nivel de los estados se consiguió gracias al cortejo de las autoridades locales, que permitió la firma de contratos poco convencionales, que incluían, por ejemplo, cláusulas que obligan al Estado a garantizar una ocupación mínima del 80 y hasta el 100% de las plazas de las prisiones.

 

El cortejo también se trasladó a los pasillos de los Congresos de todo el país, incluido Washington. «Las empresas de cárceles no crearon las leyes de mano dura, pero ayudaron a que sean aprobadas… y tiene sentido. Si cotizás en Wall Street, tenés que crecer. Y para que tus acciones suban, tu mercado tiene que agrandarse», explicó Judy Green, directora de Justice Strategies, una organización especializada en política criminal con base en Brooklyn, Nueva York.

 «Las empresas de cárceles no crearon las leyes de mano dura, pero ayudaron a que sean aprobadas… y tiene sentido. Si cotizás en Wall Street, tenés que crecer. Y para que tus acciones suban, tu mercado tiene que agrandarse»

El lobby se organizó y fue muy efectivo. Tan efectivo fue que la cantidad de presos en todo el país creció hasta representar el 25% de la población carcelaria mundial. En sus últimos años de gobierno, Barack Obama intentó revertir esto y hasta su Departamento de Justicia dio la orden de eliminar gradualmente todos los contratos con cárceles privadas porque, argumentó, el sistema había demostrado que no funciona. La noticia sacudió varios despachos y a la Bolsa. Las acciones de las empresas afectadas cayeron fuerte. Sin embargo, estas compañías rápidamente recuperaron el optimismo en la Casa Blanca tras la victoria electoral de Donald Trump. En sólo unas semanas y aún antes de que asuma, las acciones crecieron hasta un tercio ante la expectativa que, otra vez, sus prisiones se llenarían de inmigrantes indocumentados.

 

Cada vez que funcionarios y expertos discuten las virtudes y los problemas de la privatización del sistema penitenciario, la razón principal que arguyen es la sobrepoblación carcelaria. “Creemos que la superpoblación es la madre de todos los males que hay en el sistema”, explicó recientemente el funcionario del Ministerio de Justicia nacional al diario Tiempo Argentino. Ese fue también el argumento que llevó al gobierno uruguayo a construir la nueva prisión de Punta de Rieles y a las autoridades de varios estados de Brasil a lanzar proyectos de Participación Público Privada similares.

 

Para Mouzo esta argumentación es demasiado simplista y, principalmente, lleva a una errónea conclusión inequívoca: “Si la preocupación principal es el hacinamiento, el Estado puede revisar el crecimiento del número de las personas encarceladas sin condena. Ahí habría una válvula para descomprimir la situación”. Según el informe de 2015 del Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena, sólo en las cárceles federales argentinas había hace dos años más de 10.200 presos, apenas un séptimo del número de personas privadas de su libertad a nivel nacional. De ellos, más de 6.100 -es decir, más del 60%- sólo estaban procesados, no tenían una condena firme. En Uruguay, la proporción es similar: 65% de los presos de todo el país están procesados y aún no han sido condenados por un juez o una instancia superior.

 

El debate no es nuevo y los argumentos privatizadores tampoco lo son, pese a que la experiencia en muchas partes del mundo ha demostrado que el sistema privado o mixto ni lleva a una mejora de las condiciones de detención ni a una menor tasa de reincidencia ni a una mejor reinserción social en el futuro. Por el contrario, termina en más denuncias de abusos, de abandono humano, de ineficiencia económica para el Estado y en una creciente connivencia entre las autoridades y las empresas involucradas, que difícilmente permite encontrar responsables de las fallas o violaciones y sancionarlos.

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