Huellas de patas negras

Con Ritondo en campaña, Vidal dejó el comando de La Bonaerense en manos del liceísta Ventura Barreiro, un aliado del autogobierno policial. La sombra de La Maldita.

María Eugenia Vidal y su ministro de Seguridad, Cristian Ritondo, se dejaron ver juntos por última vez el 4 de septiembre en La Plata, durante un encuentro con policías de rango subalterno. Fue en el marco del llamado –no sin humor involuntario– “Plan Escucha”, donde los uniformados podían manifestar sus inquietudes al oído de las autoridades. Todo parecía normal. Pero no lo era. Desde el 12 de agosto cada actividad pública resultaba para la gobernadora un velatorio en vida.

Ritondo la miraba de reojo con una pizca de conmiseración. Lo cierto es que ante la tragedia macrista del presente, él era más afortunado que su jefa, ya que ser el primer candidato a diputado en la lista provincial de Juntos por el Cambio le propiciaría por cuatro años un plácido destino en la Cámara Baja, y tal vez como jefe de la bancada partidaria. Esa justamente era la meta sobre la que ahora depositaba toda la atención. De modo que sus funciones ejecutivas quedaron limitadas a entregas de patrulleros en municipios gobernados por el PRO y otras incursiones protocolares. Como la de ese miércoles, cuando no le quitaba las pupilas de encima a la agonizante Mariu.

En rigor, el Ministerio de Seguridad estaba en manos del subsecretario de Planificación, Gestión y Evaluación, Vicente Ventura Barreiro.

Aquel sujeto casi desconocido para el público no goza de la simpatía del comisariato de La Bonaerense. Esa es una de las razones por las que los “Patas Negras” –tal como se le dice a los efectivos de esa fuerza– ven con agrado el desplome del actual Poder Ejecutivo provincial. En parte, debido a que entre ellos y sus mandantes civiles hay otras sombras previas. Un estado de tensión que se remonta a diciembre de 2015.

Ya no es una novedad que la llegada de Vidal al primer despacho de La Plata había sido para ella algo tan sorpresivo que no tuvo tiempo de planificar debidamente su política hacia la agencia de seguridad más díscola del país.

En consecuencia, no dudó en valerse de la “herencia recibida”. Nunca mejor usadas esas dos palabras, ya que –a instancias de Ritondo, quien supo reunirse con su antecesor, Alejandro Granados, y con el hasta entonces jefe de la Bonaerense, Hugo Matzkin– ella conservó intacta la estructura policial del sciolismo con una leve variación: el reemplazo (por razones jubilatorias) de Matzkin por su delfín, Pablo Bressi. Tal continuismo desató una interna entre las líneas policiales por espacios de poder, a raíz de la frustración de algunos comisarios que habían cifrado en el cambio de gobierno sus ilusiones de llegar a la cúspide de la fuerza.

Así brotaron los primeros signos del encono interno. Como –en febrero de 2016– el escandaloso arresto de tres oficiales afines a Bressi por brindar protección a narcos de Esteban Echeverría. Y semanas más tarde, el extraño decomiso en la Jefatura Departamental platense de sobres con dinero –apenas 150 mil pesos–, episodio que, particularmente, enlodó el buen nombre del comisario Alberto Domsky, ex jefe de ese coto y por aquellos días en la nueva plana mayor. Dos típicos pases de facturas.

Pero las “advertencias” anónimas al Gobierno fueron más sinuosas y, a la vez, resonantes. Por un lado, los sectores disconformes de la corporación policial incurrieron en la táctica de “poner palanca en boludo”, así como en la jerga policial se le dice al trabajo a reglamento. Al mismo tiempo, estallaba en el Gran Buenos Aires una escalada de sugestivos delitos. Prueba de ello es la súbita ola de secuestros exprés, como el del fiscal general de Lomas, Sebastián Scalera, y el del ex diputado duhaldista –y actual dirigente del PRO– Osvaldo Mercuri. También hubo asaltos no efectuados justamente al voleo, como el de la casa del mismísimo intendente de La Plata, Julio Garró, y el ocurrido en el hogar del ministro de Gobierno, Federico Salvai. Una demostración de fuerza.

Con el paso del tiempo las beligerancias se fueron aplacando, a la vez que el autogobierno policial alcanzaba niveles próximos a los que hubo hasta fines de 1996, cuando La Bonaerense era dirigida por el legendario comisario Pedro Klodczik. En tales circunstancias entró Ventura Barreiro en escena.

Considerado el “brazo derecho” del ministro, “Tito” –como lo llaman sus amigos– es abogado con una maestría en Administración y Derecho de la Universidad del Salvador. Y presume ser analista de Inteligencia Estratégica.

Entre los cargos previos que ocupó en el ministerio se destaca su paso por la Dirección General de Políticas de Prevención del Delito. Sin embargo, la gestión de Ritondo tuvo un rasgo distintivo: la total inexistencia de un plan de prevención del delito, cosa que –en parte– explica el vigoroso renacimiento de la autonomía policial mediante una sistema recaudatorio ilegal que hasta le permite solventar sus gastos operativos.

Desde luego que eso a la corporación policial no le salió gratis, puesto que tuvo que resignar uno de sus kioscos a favor de Tito: la Superintendencia de Inteligencia Criminal, nominalmente a cargo del comisario Néstor Villegas, quien desde entonces reporta directamente a Ventura Barreiro.

El máximo atributo de dicha área es un software conocido como “i 2”, cuya capacidad permite cruzar rápidamente varias bases de datos y así obtener información penal, política, económica, social y familiar de todo ciudadano. Concebida para el análisis de asuntos relacionados con el crimen organizado, esa joya informática es, en manos de Tito, una poderosa fuente de espionaje, de la cual –dicho sea de paso– acostumbraba a valerse la propia Vidal a los fines de conseguir información sobre opositores y aliados conflictivos.

En este punto cobra relevancia un personaje: “La Primera Dama”. Así se la conoce a la oficial inspector (del escalafón administrativo) Érica Magalí Sachino. Ella, junto a la oficial ayudante Julieta Carena Ledesma, maneja la privada de Tito. Además tiene absoluta potestad sobre la Superintendencia de Inteligencia Criminal. A su vez controla las contrataciones de docentes para los institutos policiales. Y entre otras responsabilidades de carácter lucrativo, arbitra las Co.Re.S (horas extras) con un típico criterio de premios y castigos, que incluye un sistema millonario de “retornos” para los “beneficiados”.

Otra fuente inagotable de ganancias es la Dirección Provincial para la Gestión de la Seguridad Privada. La dependencia se dedica a traficar permisos e indulgencias (multas y otros gravámenes) para unas 800 agencias con casi 90 mil vigiladores. El jefe es Alberto Greco, otro alfil de Tito.

Entre sus cotos resalta la señera figura de Matías Ojeda. Ese tipo –un ex liceísta al igual que Ventura Barreiro– es el coordinador entre los funcionarios que reportan al subsecretario. Es el de Director de Planeamiento Estratégico y se ocupa del ingreso de futuros efectivos de la fuerza.

Ojeda también cobró fama durante la celebración de la última Navidad, cuando fue nockeado por el novio de una policía a la que acosó sexualmente. Cosas del momento.

Desde febrero, Tito se encaminaba hacia su hora más gloriosa, ya que la candidatura legislativa de Ritondo lo había ungido en su reemplazante virtual y, en caso de que Vidal lograse la reelección –tal como se barajaba entonces–, tal cargo le sería concedido en forma definitiva y con todos los honores.

Todo su Estado Mayor palpitaba al ritmo de esa circunstancia. Pero ya se sabe que ese sueño no fue más que una quimera.

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