El entrerriano

Un aguafuerte nacional y popular

El nombre del severo escribano Esteban Benza habría desaparecido para siempre de la memoria de los hombres de bien, y tan sólo sobreviviría al pie de decrépitas escrituras y amarillentos registros notariales, de no ser porque una noche de farra y alegría el bandoneonista Augusto Berto le dedicó el tango «Don Esteban».

En tiempos en que, aun sin internet, youtube y otras invenciones demoníacas, nadie soñaba con cobrar regalías por derechos de autor, era usual “dedicar” una nueva creación a alguien lo bastante pudiente como para beneficiar al autor con una propina de cien pesos.

Si bien de algo había que vivir, es justo decir que, en ocasiones, un compositor llegaba a dedicar una obra a algún tirado, simplemente por amistad, afecto o admiración. Así el albañil, estibador, tornero portuario, maquinista teatral y futuro cofundador de SADAIC Juan de Dios Filiberto, dedicaría “a mi amigo Augusto Berto”, que andaba tan seco como él, su tango “Quejas de bandoneón”.

En verdad, el recienvenido Filiberto admiraba a su amigo Berto, quien a sus escasos 25 años ya había estrenado el más trascendente de sus tangos: “La Payanca”, título que ha dado lugar a perdurables controversias en razón de que puede aludir a un modo de arrojar el lazo (“de payanca”, medio agachado ante el animal), o al apodo que usaba una pupila de uno de los tantos burdeles en que Berto desplegaba sus destrezas. La coplita anónima con que algún chusco acompañó la festiva melodía, autoriza a deducir que el título carece de la menor relación con las duras faenas rurales:

Payanca, Payanquita,
no te apresures,
que el polvo que te echo
quiero que dure.

La hipótesis no ha sido certificada por el escribano Esteban Benza, pero la eventualidad no hubiera sorprendido a nadie: don Esteban era el creador, presidente y principal animador de la selecta asociación de putañeros denominada Z Club.

Se trataba de un círculo de caballeros elegantes que solía alquilar -para uso exclusivo- alguna de las “casas de baile”, a mitad de camino entre quilombo y peringundín, regenteadas por respetables madamas que terminaban dando nombre al salón: Laura Montserrat a “lo de Laura”, “La vieja Eustaquia”, “La Gringa Adela”, “La parda Adelina”, o “María la Vasca”.

Fue precisamente el salón de la siempre despechugada inmigrante vasca María Randolla el que, con pupilas incluidas, un 25 de octubre de 1897 alquiló el Z Club para solaz de sus asociados.

Según recordará más de 30 años después José Guidobono, además de quienes integraban el peculiar ateneo de libertinos, sólo pudieron ingresar los afamados jockeys Pablo Aguilera, Rafael Bastiani y otros que la memoria del caballero no retenía y, naturalmente, el comisario Enrique Otamendi, quien en razón de su posición relevante en la barriada de San Cristóbal, gozaba en el establecimiento de una pupila para su uso y solaz exclusivo.

Será Guidobono, protagonista y testigo, quien contará a Héctor y Luis Bates lo sucedido esa larga velada danzante que animó el “pianista oficial” del lupanar, un curioso pardo porteño: el cajetilla Rosendo Mendizábal, muy celebrado por “su manera inimitable de tocar milongas en el piano, manejando una mano izquierda generosa de bordoneos», dirá el periodista, comediógrafo, historiador y poeta Francisco García Giménez, erudito letrista de “Palomita blanca”, “Rosicler”, “Zorro gris”, “Bajo Belgrano”, “Alma en pena” y otras renombradas piezas.

Nacido en 1868 en el seno de una familia de buena posición económica, hijo de don Horacio Mendizábal -hombre de inclinaciones literarias y autor de dos poemarios, prematuramente fallecido durante la epidemia de fiebre amarilla- y de doña Petrona Escalada, mujer del máximo abolengo que resulta posible en estas tierras, Rosendo llegó a disfrutar de una educación formal que incluyó el aprendizaje a domicilio del piano. Profesor diplomado, era uno de los pocos intérpretes y compositores tangueros capaces de leer y escribir música.
Habiendo heredado de su abuela materna una fortuna –300 mil pesos de la época y un petit hotel en la calle Montevideo, frente a la actual plaza Vicente López–, para los tiempos en que animaba las orgías del Z Club -rondando los 30 años-, la había gastado completamente en putas y farras diversas.

La noche del 25 de octubre o tal vez ya en la madrugada del 26, Mendizábal estrenó un tango que entusiasmó a la concurrencia.
Rememoró Guidobono:

Al retirarnos, a eso de las 6 de la mañana, saludé a Rosendo, de quien era amigo, y lo felicité por su tango inédito y sin nombre. Y me dijo: ‘Se lo voy a dedicar a usted, póngale nombre’. Le agradecí pero no acepté, porque eso me iba a costar cien pesos al tener que retribuir la atención. Pero le sugerí la idea de que se lo dedicase a Segovia, un muchacho que paseaba con nosotros.

Y así ocurrió: el estanciero Ricardo Segovia, oriundo de Entre Ríos, aceptó el ofrecimiento. En su honor Rosendo lo tituló “El entrerriano” (que terminó siendo el primer tango con partitura de la historia) y se ganó cien mangos.

No obstante su estilo de vida, Rosendo Mandizábal se casó y fue amoroso padre de tres hijos y cinco hijas. A los 45 años, casi ciego, postrado por una parálisis y en la miseria, falleció el 30 de junio de 1913, el mismo año en que la orquesta de Eduardo Arolas y el quinteto criollo del Tano Genaro grabaron por primera vez el más célebre de sus tangos.

Antes, en 1908, la orquesta del teatro Apolo dirigida por Enrique Cheli había llevado al disco otra de sus piezas: “Z Club”. Evidentemente, la del 25 de octubre no había sido la primera ni sería la última vez en que las alegres troupes del escribano y la madama bailarían al compás de la mágica zurda de Mendizábal.

Rosendo siguió dedicando tangos, o bien a pingos y potrancas famosas, como “Reina de Saba”, “Polilla”, “Viento en Popa”, “Contraflor al resto”, “Torpedero”, o a notables habitués de alguno de los numerosos lupanares que animó con su piano, como “Don Santiago”, “Don Padilla”, “Don José María”, “Alberto” o “Don Enrique”, éste rigurosamente ad honorem en razón de haber sido dedicado al comisario Otamendi.
Tal vez otro tanto ocurrió con “Tigre Hotel”, “Final de una garufa”, “Le petit parisien”, “Pronto regreso” y tantos otros que se extraviaron.

Como sea, a ese ritmo, si bien conseguía rescatar de los quilombos parte de la fortuna que había invertido en ellos, iba a tener que llevar a cabo la hazaña de dedicar otros tres mil tangos para más o menos recuperar la herencia.

“El entrerriano” fue grabado por notables orquestas, y aunque destacan la versión del Quinteto Pirincho y la de Rodolfo Biaggi, la primera vez debió haber sonado más o menos así:

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