Carta del Che a Sábato

A pocos meses de instaurada la Revolución Cubana, Ernesto Sábato intentaba equipararla con la llamada «Revolución Libertadora» que en 1955 derrocó al gobierno de Juan Perón elegido democráticamente en nuestro país. El Che le respondió con estas líneas.

12 de Abril de 1960

Sr. Ernesto Sábato
Santos Lugares
Argentina.

Estimado compatriota:

Hace ya quizás unos quince años, cuando conocí a un hijo suyo, que ya debe estar cerca de los veinte, y a su mujer, por aquel lugar creo que llamado «Cabalando», en Carlos Paz, y después, cuando leí su libro Uno y el universo, que me fascinó, no pensaba que fuera Ud. -poseedor de lo que para mí era lo más sagrado del mundo, el título de escritor- quien me pidiera con el andar del tiempo una definición, una tarea de reencuentro, como Ud. llama, en base de una autoridad abonada por algunos hechos y muchos fenómenos subjetivos.

Fijaba estos relatos preliminares solamente para recordarle que pertenezco, a pesar de todo, a la tierra donde nací y que aún soy capaz de sentir profundamente todas sus alegrías, todas sus desesperanzas y también sus decepciones.

Sería difícil explicarle por qué «esto» no es Revolución Libertadora; quizás tendría que decirle que le vi las comillas a las palabras que Ud. denuncia en los mismos días de iniciarse, y yo identifiqué aquella palabra con lo mismo que había acontecido en una Guatemala que acaba de abandonar, vencido y casi decepcionado. Y, como yo, éramos todos los que tuvimos participación primera en esta aventura extraña y los que fuimos profundizando nuestro sentido revolucionario en contacto con las masas campesinas, en una honda interrelación, durante dos años de luchas crueles y de trabajos realmente grandes.

No podíamos ser «libertadora» porque no éramos parte de un ejército plutocrático sino éramos un nuevo ejército popular, levantado en armas para destruir al viejo; y no podíamos ser «libertadora» porque nuestra bandera de combate no era una vaca sino, en todo caso, un alambre de cerca latifundiaria destrozado por un tractor, como es hoy la insignia de nuestro INRA. No podíamos ser «libertadora» porque nuestras sirvienticas lloraron de alegría el día que Batista se fue y entramos en La Habana y hoy continúan dando datos de todas las manifestaciones y todas las ingenuas conspiraciones de la gente «Country Club» que es la misma gente «Country Club» que Ud. conociera allá y que fueran a veces sus compañeros de odio contra el peronismo.

Aquí la forma de sumisión de la intelectualidad tomó un aspecto mucho menos sutil que en la Argentina. Aquí la intelectualidad era esclava a secas, no disfrazada de indiferente, como allá, y mucho menos disfrazada de inteligente; era una esclavitud sencilla puesta al servicio de una causa de oprobio, sin complicaciones; vociferaban, simplemente. Pero todo esto es nada más que literatura. Remitirlo a Ud., como lo hiciera Ud. conmigo, a un libro sobre la ideología cubana, es remitirlo a un plazo de un año adelante; hoy puedo mostrar apenas, como un intento de teorización de esta Revolución, primer intento serio, quizás, pero sumamente práctico, como son todas nuestras cosas de empíricos inveterados, este libro sobre la Guerra de Guerrillas. Es casi como un exponente pueril de que sé colocar una palabra detrás de otra; no tiene la pretensión de explicar las grandes cosas que a Ud. inquietan y quizás tampoco pudiera explicarlas ese segundo libro que pienso publicar, si las circunstancias nacionales e internacionales no me obligan nuevamente a empuñar un fusil (tarea que desdeño como gobernante pero que me entusiasma como hombre gozoso de la aventura). Anticipándole aquello que puede venir o no (el libro), puedo decirle, tratando de sintetizar, que esta Revolución es la más genuina creación de la improvisación.

En la Sierra Maestra, un dirigente comunista que nos visitara, admirado de tanta improvisación y de cómo se ajustaban todos los resortes que funcionaban por su cuenta a una organización central, decía que era el caos más perfectamente organizado del universo. Y esta Revolución es así porque caminó mucho más rápido que su ideología anterior. Al fin y al cabo Fidel Castro era un aspirante a diputado por un partido burgués, tan burgués y tan respetable como podía ser el partido radical en la Argentina; que seguía las huellas de un líder desaparecido, Eduardo Chivás, de unas características que pudiéramos hallar parecidas a las del mismo Yrigoyen; y nosotros, que lo seguíamos, éramos un grupo de hombres con poca preparación política, solamente una carga de buena voluntad y una ingénita honradez. Así vinimos gritando: «en el año 56 seremos héroes o mártires». Un poco antes habíamos gritado o, mejor dicho, había gritado Fidel: «vergüenza contra dinero». Sintetizábamos en frases simples nuestra actitud simple también.

La guerra nos revolucionó. No hay experiencia más profunda para un revolucionario que el acto de la guerra; no el hecho aislado de matar, ni el de portar un fusil o el de establecer una lucha de tal o cual tipo, es el total del hecho guerrero, el saber que hombre armado vale como unidad combatiente, y vale igual que cualquier hombre armado, y puede ya no temerle a otros hombres armados. Ir explicando nosotros, los dirigentes, a los campesinos indefensos cómo podían tomar un fusil y demostrarle a esos soldados que un campesino armado valía tanto como el mejor de ellos, e ir aprendiendo cómo la fuerza de uno no vale nada si no está rodeada de la fuerza de todos; e ir aprendiendo, asimismo, cómo las consignas revolucionarias tienen que responder a palpitantes anhelos del pueblo; e ir aprendiendo a conocer del pueblo sus anhelos más hondos y convertirlos en banderas de agitación política. Eso lo fuimos haciendo todos nosotros y comprendimos que el ansia del campesino por la tierra era el más fuerte estímulo de la lucha que se podría encontrar en Cuba. Fidel entendió muchas cosas más; se desarrolló como el extraordinario conductor de hombres que es hoy y como el gigantesco poder aglutinante de nuestro pueblo. Porque Fidel, por sobre todas las cosas, es el aglutinante por excelencia, el conductor indiscutido que suprime todas las divergencias y destruye con su desaprobación. Utilizado muchas veces, desafiado otras, por dinero o ambición, es temido siempre por sus adversarios. Así nació esta Revolución, así se fueron creando sus consignas y así se fue, poco a poco, teorizando sobre hechos para crear una ideología que venía a la zaga de los acontecimientos. Cuando nosotros lanzamos nuestra Ley de Reforma Agraria en la Sierra Maestra, ya hacía tiempo se habían hecho repartos de tierra en el mismo lugar. Después de comprender en la práctica una serie de factores, expusimos nuestra primera tímida ley, que no se aventuraba con lo más fundamental como era la supresión de los latifundistas.

Nosotros no fuimos demasiado malos para la prensa continental por dos causas: la primera, porque Fidel Castro es un extraordinario político que no mostró sus intenciones más allá de ciertos límites y supo conquistarse la admiración de reporteros de grandes empresas que simpatizaban con él y utilizan el camino fácil en la crónica de tipo sensacional; la otra, simplemente porque los norteamericanos que son los grandes constructores de tests y de raseros para medirlo todo, aplicaron uno de sus raseros, sacaron su puntuación y lo encasillaron.

Según sus hojas de testificación donde decía: «nacionalizaremos los servicios públicos», debía leerse: «evitaremos que eso suceda si recibimos un razonable apoyo»; donde decía: «liquidaremos el latifundio» debía leerse: «utilizaremos el latifundio como una buena base para sacar dinero para nuestra campaña política, o para nuestro bolsillo personal», y así sucesivamente. Nunca les pasó por la cabeza que lo que Fidel Castro y nuestro Movimiento dijeran tan ingenua y drásticamente fuera la verdad de lo que pensábamos hacer; constituimos para ellos la gran estafa de este medio siglo, dijimos la verdad aparentando tergiversarla. Eisenhower dice que traicionamos nuestros principios, es parte de la verdad; traicionamos la imagen que ellos se hicieron de nosotros, como en el cuento del pastorcito mentiroso, pero al revés, tampoco se nos creyó. Así estamos ahora hablando un lenguaje que es también nuevo, porque seguimos caminando mucho más rápido que lo que podemos pensar y estructurar nuestro pensamiento, estamos en un movimiento continuo y la teoría va caminando muy lentamente, tan lentamente, que después de escribir en los poquísimos este manual que aquí le envío, encontré que para Cuba no sirve casi; para nuestro país, en cambio, puede servir; solamente que hay que usarlo con inteligencia, sin apresuramiento ni embelecos. Por eso tengo miedo de tratar de describir la ideología del movimiento; cuando fuera a publicarla, todo el mundo pensaría que es una obra escrita muchos años antes.

Mientras se van agudizando las situaciones externas y la tensión internacional aumenta, nuestra Revolución, por necesidad de subsistencia, debe agudizarse y, cada vez que se agudiza la Revolución, aumenta la tensión y debe agudizarse una vez más ésta, es un círculo vicioso que parece indicado a ir estrechándose y estrechándose cada vez más hasta romperse; veremos entonces cómo salimos del atolladero. Lo que sí puedo asegurarle es que este pueblo es fuerte, porque ha luchado y ha vencido y sabe el valor de la victoria; conoce el sabor de las balas y de las bombas y también el sabor de la opresión. Sabrá luchar con una entereza ejemplar. Al mismo tiempo le aseguro que en aquel momento, a pesar de que ahora hago algún tímido intento en tal sentido, habremos teorizado muy poco y los acontecimientos deberemos resolverlos con la agilidad que la vida guerrillera nos ha dado. Sé que ese día su arma de intelectual honrado disparará hacia donde está el enemigo, nuestro enemigo, y que podemos tenerlo allá, presente y luchando con nosotros. Esta carta ha sido un poco larga y no está exenta de esa pequeña cantidad de pose que a la gente tan sencilla como nosotros le impone, sin embargo, el tratar de demostrar ante un pensador que somos también eso que no somos: pensadores. De todas maneras, estoy a su disposición.

Cordialmente,

Ernesto Che Guevara.

Fuente: Centro de Estudios Che Guevara

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