¿A dónde vamos con el FMI?

En los próximos días el gobierno dará a conocer con qué mandato se sentará a negociar la firma del acuerdo con el FMI. Recapitulamos los diferentes caminos que podrían ser llevados a cabo.

La fechoría que cometió el gobierno de Juntos por el Cambio en materia de deuda ya se relató innumerable cantidad de veces. Hasta el propio Macri, en calidad de autor principal, lleva prácticamente dos meses ensayando explicaciones alternativas para darle algún sentido. En una oportunidad dijo que los bancos comerciales se querían ir y que había que darles los dólares aunque después se terminará “reperfilando”, es decir, defaultando, la deuda en pesos. En otra entrevista,  asoció el endeudamiento al déficit fiscal, contando solo el déficit primario y no lo que implicaba la cuenta de intereses que crecía año a año porque había elegido endeudarse con el sector privado y en moneda extranjera. ¡Hasta llegó a plantear que lo hizo para bajar la inflación, aun cuando consiguió los números más altos desde la última hiper cuando comenzaba el gobierno de Menem!

Sin embargo, no termina de quedar claro cuál es el lugar que tiene la deuda con el Fondo para el gobierno de Alberto Fernández. A grandes rasgos, hay dos grandes formas de abordarlo. Una opción es entender que el acuerdo es una condición necesaria para la recuperación y que necesita lograrse un margen de acción amplio para luego utilizarlo llevando adelante un programa económico propio. La segunda alternativa es esperar el acuerdo con el FMI como resultado de aplicar un programa económico de reactivación concentrado en los sectores sociales que estuvieron poniendo el esfuerzo, la organización y la solidaridad a estos cuatro años de crisis económica y, con lo resultados y el apoyo social ganado, sacarle una firma de compromiso al Fondo.

Esta segunda alternativa fue la que se terminó realizando en una de las últimas veces que nos tocó lidiar con el Fondo, en los momentos más delicados del gobierno de Duhalde durante el año 2002. Es un proceso que está muy bien retratado por el entonces Secretario General de la Presidencia, Eduardo Amadeo, en su libro “La salida del abismo”. Curiosamente, terminó siendo protagonista del gobierno que volvió a traer al fondo como un actor con capacidad de condicionar la política económica de nuestro país. Pero lo relevante de esa experiencia es que en lo más duro de la crisis fue el momento en el que el fondo más exigencias le pedía a la Argentina. A medida que las medidas tomadas por Duhalde iban mejorando lentamente el escenario económico, recién ahí se logró tener algún papel firmado por el FMI con plazos muy cortos. La expectativa del gobierno es encontrarse con un Fondo reformado, ablandado a fuerza de una coyuntura internacional en la que la mayoría de los países están aplicando políticas fiscales expansivas para responder a la pandemia de Covid-19. Es apostar fuerte a que una institución rígida, con una dinámica mucho más parsimoniosa que la que conocemos en América Latina, se aggiorne al contexto y olvide su mantra que predicó tantos años: libre flotación del tipo de cambio, desregulación y privatizaciones, reducir el déficit recortando gastos y subiendo impuestos, darle a “los mercados” lo que quieren oír.

No queda del todo claro qué nivel de acuerdo existe con el staff actual del Fondo sobre algunas de las medidas tomadas recientemente por el gobierno. Seguramente nos enteremos de los entretelones una vez que el desenlace de la negociación haya ocurrido y algún participante activo quiera dejar constancia de su experiencia, como lo hizo Amadeo con la de 2002. En el frente cambiario podría arriesgarse, sin demasiado riesgo, que hubo cambios importantes en la semana posterior a las elecciones y que estos están bastante alineados a lo que pediría eventualmente el FMI de acuerdo a sus tradiciones.

Recapitulemos la situación. A partir de los controles cambiarios, apareció la famosa “brecha” y, con la ingeniosidad característica que tenemos para los arbitrajes financieros, surgió el dolar MEP, contado con liqui a través de bonos y acciones (absolutamente legal, pero restringido para un sector algo sofisticado en el manejo de instrumentos financieros). Esta operatoria implica comprar algún bono o acción pero no buscando un rendimiento sino venderlo en otra moneda, para comprarlo en pesos y venderlo en dólares. Para el sector informal o no bancarizado, quedó el dólar blue que, con distinto volumen, siempre seguirá existiendo dado que hay una parte importante de nuestra economía que funciona al margen de las regulaciones fiscales. En resumen, hay tres mercados para el dólar: el oficial, el financiero y el informal. En el financiero es donde se dieron los cambios más importantes las últimas semanas. 

El gobierno, a través del BCRA y otros organismos públicos, venía interviniendo en el precio del dólar MEP, pero principalmente en el que se hacía con un bono en particular (el AL30). Si se utilizaba este bono, se terminaba consiguiendo dólares a $180 la semana antes de las elecciones pero con un límite de USD 17.500 semanal. Un tope nada despreciable para un común de a pie, pero para las empresas que vienen gozando las mieles de la reactivación con salarios retrasados, podía quedarse corto. Por eso usaban otros bonos (por ejemplo, el GD30), pero ahí el tipo de cambio terminaba siendo de $215. Es decir, había una brecha dentro de la brecha. Para mantener controlado el dolar MEP por medio del AL30, el BCRA llegó a poner más de USD 2.000 a lo largo del año, un monto nada despreciable. Ni bien se contaron los votos, el BCRA dejó de poner los 50 a 100 millones de dólares que venía dejando en el dolar MEP e inmediatamente se fue arriba de los 200. No ocupó las tapas de diarios, no se habló de devaluación pero fue un cambio importante en la política cambiaria que está bastante en sintonía con lo que nos imaginamos le puede llegar a pedir el FMI a Alberto Fernandez. 

En materia tarifaria, el ministro Guzmán tiene su propio convencimiento. Está claro que es necesario incorporar de forma más criteriosa la dimensión distributiva a la hora de gastar los $900.000 millones que se van a terminar yendo este año en subsidios a la energía. El grueso de ese monto, se va en la tarifa eléctrica. Las distribuidoras le pagan a la empresa estatal CAMMESA el mismo precio por la energía eléctrica residencial desde principios de 2019. Está claro que varios sectores pudieron transitar la pandemia sin perder ingresos significativamente y por lo tanto no necesitan que el Estado Nacional les destine recursos que, probablemente, terminan traduciéndose en dolarización en los hogares que tienen alguna capacidad de ahorro. Financiar esto mientras hay 40% de pobreza no parece de lo más inteligente. Además, el Ministro puede esgrimir que tarifas muy baratas tampoco se traducen en resultado electorales de forma directa (alcanza con recordar 2013 o 2015), pero el temor que tienen los otros sectores del Frente de Todos, por haber centrado la campaña de 2019 en la cuestión tarifaria, tiene algún asidero. 

Develar quién define cada cosa

En los próximos días el gobierno dará a conocer con qué mandato se sentará a negociar la firma del acuerdo con el FMI. Va a ser materia de especulación saber si ese mandato está previamente acordado o si constituye un programa propio que le gobierno le quiere imponer al Fondo. Seguramente haya un poco y un poco. En materia tarifaria, tiene un convencimiento propio y no responde sólo a una directiva que le marca técnica del staff, Julie Kozack, ni la directora Kristalina Georgieva ni, quien seguramente termine cortando el bacalao, el subsecretario del Tesoro de Estados Unidos, David Lipton. En materia cambiaria, si el escenario queda configurado como está actualmente, será un poroto anotado para los interventores externos. Resulta muy riesgoso hacer caso a la tradicional recomendación de no intervenir en la brecha cambiaria. Así como interviene en el dólar oficial a $100 y acumula reservas el BCRA.

El equipo económico tratará de presentar todo el pliego de reivindicaciones como el producto de decisiones asumidas por los propios actores nacionales. Sin embargo, sólo hay una forma de llevar adelante un programa bajo esa premisa y es estar todavía más a la derecha del Fondo, sobrecumplir todas sus expectativas a la manera que lo hizo el expresidente Macri y, a juzgar por sus recientes declaraciones, volvería a reincidir. Un programa 100% definido por la Argentina es algo que el Fondo no va a estar dispuesto conceder porque, en caso de hacerlo, traicionaría el mandato de veedor y supervisor que le asignan las potencias que lo financian. Poner toda esa plata para apostar a la continuidad en el gobierno de un partido político, que no prospere y asumir sin chistar lo que proponga otra fuerza política suena más a un cuento infantil que a una cuestión geopolítica. 

La gestión se ocupa de mostrar que no está todo perdido, que hay actores de peso en el establishment dispuestos a acompañar un proceso sin tocar fondo y que, por lo tanto, es preferible continuar en el marco de un acuerdo con el Fondo. Para fortalecer esa posición, necesita ocultar este optimismo de cara a la negociación. Pero es un juego delicado tratando de dar señales para un lado y acciones para el otro. Es un ejercicio confuso, que el gobierno viene practicando desde el primer día y, aún así, sobrevive. Lo que necesita, antes de un aval internacional, es empezar a construir las bases sociales de sus próximos dos años de gobierno. Esa tarea no puede esperar los tiempos de una negociación que, históricamente, fue esquiva. La gestión lleva al convencimiento de que siempre se puede lograr algún tipo de acuerdo satisfactorio para ambas partes pero la política muchas veces se ocupa de impedirlo.

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