Por Samuel Blixen, gentileza de Semanario Brecha, especial para Causa Popular.- La afirmación de que no existen archivos sobre los crímenes de la dictadura -que las inefables “fuentes militares” recurrentemente susurran a sus complacientes corresponsales- es parcialmente cierta. Cada atrocidad era puntualmente consignada y cada papel escrito era duplicado, triplicado, multiplicado tantas veces como responsables hubieran participado.
La evidencia de esa práctica me tomó por sorpresa en enero de 1993 cuando, al mes de haber sido descubierto el llamado “archivo del terror” de la dictadura paraguaya, con el entonces diputado Hugo Cores destinamos horas y horas, en el despacho de un juez en Asunción, a revisar la montaña de documentos en busca de pistas sobre uruguayos desaparecidos en el exterior.
Irónicamente, nos había convocado para esa tarea la información sobre una desaparición no registrada, de un uruguayo no conocido, cuyo documento de identidad apareció en el cajón del escritorio de uno de los más sanguinarios policías de Alfredo Stroessner.
Resultó ser un documento falso para encubrir la identidad de uno de los traidores del mln, responsable de cientos de detenciones de prisioneros torturados. Mario Píriz Budes, el “Tino”, estaba oculto en Asunción desde que, en combinación con los militares, fraguó una “fuga” que le permitió abandonar Uruguay para continuar en Paraguay su oficio de soplón.
La inspección del archivo permitió, además de las pruebas sobre la coordinación represiva y el surgimiento del Plan Cóndor, descubrir elementos clave sobre la suerte de otros dos uruguayos desaparecidos, Gustavo Insaurralde y Nelson Santana, detenidos en Asunción en marzo de 1977.
Los documentos, con sus fichas y fotos, reproducían los interrogatorios a que fueron sometidos bajo la dirección del entonces capitán Carlos Calcagno, representante uruguayo del Cóndor en Asunción. De los textos surgían las pruebas de las torturas que sufrieron y las órdenes de aumentar los castigos; también se consignaba el “recibo” de entrega de los detenidos a la tripulación de un avión argentino. La exactitud de la matrícula (los nombres de los pilotos eran alias) permitió identificar el avión: era el del comandante de la Armada, Emilio Massera.
El contenido de aquellos documentos, que probaban la existencia del Cóndor (uruguayos detenidos en Paraguay, interrogados por oficiales uruguayos y después trasladados a Argentina por oficiales argentinos), no era una excepción.
El 90 por ciento del “archivo del terror” era la meticulosa historia de 40 años de represión y crímenes. Cada episodio, contado con ese particular estilo de parte policial, no olvidaba puntualizar el origen de la orden, fecha, cargo, nombre: “En cumplimiento de las órdenes impartidas por usted, señor comisario, hemos dado muerte a fulano”. Y así a lo largo de la escala jerárquica, jefe de policía, ministro, hasta llegar al presidente.
¿Por qué se repetía, una y otra vez, la confesión de la culpa socializada? ¿Por qué el mandamás no expurgaba esas carpetas que lo incriminaban? Porque el compromiso de silencio se cimentaba precisamente en la multiplicación de copias, el reaseguro de cada involucrado para evitar ser el chivo expiatorio. Esa lógica fue la que operó en 1986 cuando el mayor José Nino Gavazzo -cuyo nombre se repetía en la mayoría de las denuncias presentadas ante la justicia por violaciones a los derechos humanos- anunció públicamente que si él era condenado entonces comenzaría a hablar.
La sola palabra de Gavazzo, incriminando a sus compañeros, pero fundamentalmente a sus superiores, sólo podía tener efecto si se cimentaba en pruebas, en documentos. La amenaza fue tan poderosa que no sólo ayudó a instalar la impunidad legal con la ley de caducidad, sino que afianzó la omertà hasta estos días en que los interrogatorios judiciales los llevan a incurrir en contradicciones y acusarse mutuamente.La eliminación de los archivos es una acción inoperante.
Los terroristas de Estado saben que siempre habrá un duplicado. El quid de la cuestión reside en mantenerlos bien ocultos y en afianzar la complicidad. Es el mismo axioma que llevaba a los militares en los cuarteles a reclamar la participación de todos en las sesiones de tortura; todos, oficiales y tropa, debían mancharse con sangre para consolidar la impunidad. Aunque parezca una broma, quien se negaba era degradado, deshonrado; hasta tal punto llegaba la inversión de los valores.
Hay informaciones relevantes sobre la existencia de “archivos particulares” en bancos europeos, en cuentas secretas. Por ejemplo, documentación sobre las atrocidades nazis; documentación sobre la Escuela de Mecánica de la Armada, que algunos marinos particularmente involucrados en aquel horror pusieron a recaudo. Hay episodios que demuestran cómo las pruebas, aunque parezca un contrasentido, no se destruyen, por el contrario, se comparten. Esa es la enseñanza de las fotos y videos sobre las torturas en la cárcel de Abu Gjraib, en Irak, o sobre las condiciones de los prisioneros en Guantánamo, que dejan en evidencia al gobierno del señor Bush cada vez que ensaya un desmentido.
La batalla es por ubicar los archivos, y por abrirlos. Amnistía Internacional acaba de difundir un informe sobre el desastre de los archivos españoles que guardan los secretos de la guerra civil y de la dictadura de Franco. Setenta años después, las autoridades nacionales y provinciales ponen toda clase de obstáculos para el acceso a esos archivos, mientras se muestran indolentes en su conservación. Lo mismo en nuestro continente: algunos archivos han sido abiertos en Argentina y en Brasil, pero otros, como los referidos al dops brasileño y a la side argentina (los aparatos de inteligencia del Estado) siguen siendo inaccesibles.
A veces hay manos anónimas que aportan la pista o abren las puertas. La abogada argentina María Elba Martínez, querellante ante la justicia federal por violaciones a los derechos humanos cometidos en Córdoba por el Tercer Cuerpo de Ejército, recibió en su estudio, en forma anónima, diez cajas con miles de negativos de fotos tomadas a prisioneros, que aportan elementos vitales sobre el movimiento de presos políticos en 1976 y 1977, información que había sido eliminada de los registros policiales.
La misma información anónima permitió a la ministra de Defensa, Azucena Berrutti, ubicar en un mueble metálico del cuartel de la calle Dante, donde antes funcionó una dependencia de inteligencia militar, una cantidad no determinada de rollos de microfilmaciones que contienen documentación sobre las actividades del Organismo Coordinador de Actividades Antisubversivas (ocoa), que centralizó la represión política en los años setenta y ochenta.
¿Por qué no habían sido eliminados esos archivos, tal como se ha afirmado reiteradamente? Porque el ocoa realizaba acciones conjuntas de la Armada, la Fuerza Aérea, el Ejército y la Policía. Y la documentación sobre esas acciones tenía duplicados oficiales para las dependencias de cada una de las fuerzas, además de las copias “privadas”.
No es por casualidad que cuando la justicia solicita antecedentes a los organismos de inteligencia, la Policía en muchas oportunidades aporta los documentos solicitados y Defensa no encuentra nunca un antecedente. Pero la incautación del material microfilmado por parte de la ministra confirma que no encontrar documentación no implica necesariamente demostrar que no existe, en especial si quienes administran esos archivos son partícipes del compromiso del silencio.
El contenido de las microfilmaciones incautadas es todavía desconocido para la sociedad. No se ha brindado información y menos aun se ha permitido el acceso de investigadores y periodistas. El material fue derivado a la Presidencia de la República. Cualquiera sea el uso que se le está dando a esa documentación rescatada, el mantenimiento del secreto o la reserva prolonga la intención inicial de quienes la escondían.
Es evidente que no toda la documentación elaborada por los aparatos de inteligencia es cierta por el solo hecho de ser secreta; y menos aun confiable. Todo ello requiere prudencia a la hora de la divulgación y un criterio sólido para evaluarla.
Pero al menos podríamos conocer en términos generales a qué se refiere la documentación y qué episodios de la represión están consignados. En el caso de los rollos incautados, el silencio es absoluto.
Al parecer, sólo unos pocos elegidos están capacitados para entender y administrar esos secretos.
El criterio impone la sospecha de que la batalla por los archivos no termina con su ubicación, y que su contenido está resguardado por múltiples candados.
Cualesquiera sean los argumentos, nada invalida un razonamiento de base: eliminar el secreto de los archivos es pulverizar el acuerdo mafioso de la omertà. Mantener el secreto es mantener la complicidad socializada.