El país real

De la Redacción de ZOOM. El aplastante triunfo del Frente para la Victoria en las PASO derribó todos los mitos instalados por las voces opositoras y por sus libretistas, los medios masivos de comunicación. La distancia de más de 38 puntos sobre Duhalde y Alfonsín impone un fin de ciclo y una vuelta de página en el escenario político nacional. El acierto de Macri y la peronización de los porteños. Los desafíos que se imponen cuando la mitad más uno banca.

El 1° de marzo de 2010, en la apertura de sesiones del Congreso, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner advirtió de movida: “Quiero aclararles que yo voy a hablar del país real”. En los últimos días de aquel verano, los festejos del Bicentenario solo estaban en la cabeza de sus organizadores y a ambos lados de la Argentina la situación era diametralmente opuesta. Cruzando el Plata, Uruguay celebraba la asunción del presidente José Mujica. Del otro lado de los Andes, Chile sufría el dramático terremoto que arrojaría cientos de víctimas y daños millonarios. Mientras, la escena política local matizaba el estío discutiendo acerca de la pertinencia del uso de las reservas del Central para pagar deuda. Martín Redrado, entonces titular del BCRA, era la estrella elegida por el establishment para defender sus intereses y oponerse a la decisión del gobierno nacional.

Cristina continuó diciendo aquel día: “he advertido que en los últimos tiempos han surgido como dos países: un país real que ha permitido que por ejemplo se batan records, como no se daba en años en materia de esparcimiento afortunadamente en nuestra población, en nuestras playas, en nuestros centros turísticos, compras, etcétera; y otro país al que yo denomino país virtual o mediático en el cual suceden cosas horribles, en donde nada está bien, en donde todo está mal.”

La categórica victoria del kirchnerismo en las elecciones primarias del domingo último es también el triunfo (¿definitivo?) del país real sobre aquel país virtual. La superioridad de las cifras tanto en términos absolutos como relativos (más de 38 puntos sobre los “terceros” Alfonsín y Duhalde) parece indicar, entre varias cosas, que la mayoría de la gente ya no quiere sostener una discusión absurda entre lo que pasa y aquello que le dicen que pasa. El 50,07% de los votos obtenidos por CFK ratifican el viejo adagio según el cual las cosas son como son, y no como (algunos creen que) deberían ser.

Fin de ciclo

El default ideológico y político de las fuerzas opositoras se transparentó en sus escuálidos guarismos y también en el colapso de su discurso. La lluvia de votos del 14 de agosto ni siquiera dejó resquicio para ese latiguillo que pretendía esconder una derrota pontificando que “el 70% (o el 60 o el número que cupiera ese día) de la gente votó contra los K”. Aquel atajo que prometía implícitamente un imposible (que ese 70 o 60 podría unirse a futuro contra los K) tampoco funcionó en la noche del domingo. El artilugio de la legitimidad segmentada made in Carrió de 2007 es otro mito demolido en las primarias. Cristina ganó en las grandes urbes y en los pueblos. En todos los sectores sociales. En todos los segmentos etarios.

Las palabras y los gestos erráticos de las horas posteriores al cierre del escrutinio confirmaron el clima de fin de ciclo. La excepción fue Alberto Rodríguez Saa, quien de buen talante destacó sus logros (el triunfo en San Luis, los segundos puestos en Mendoza, La Rioja y San Juan), felicitó a la presidenta, reconoció que esperaba mejores resultados y hasta gastó a su enemigo íntimo Eduardo Duhalde. El resto de los opositores se fue al pasto. Los candidatos movían sus labios y sonreían pero sus mensajes estaban fuera de sincro. No respecto del video, sino de la realidad. En la Coalición Cívica, no se oyó la verba incontinente de su líder. Apenas hubo lugar en el podio para (tal vez) el primer acto público revestido de dignidad de Adrián Pérez, quien tuvo que poner la caripela ante la ausencia impresentable de su jefa y solo atinó a admitir el bochorno electoral. Alfonsín y De Narváez fueron zombies sin registro de los datos oficiales, dando discursos para una elección que no fue. Duhalde, con una expresión un tanto ida, explicó que a los bunker solo llegan las buenas noticias, pero no pudo dar ninguna. Y más tarde se enroscó en un insólito y patético reclamo de fraude. Binner dejó entrever que tiene tanto de futuro como la gomina Brancato y los diskettes. Rodeado de aliados exageradamente felices (quizá no festejaban el 10% obtenido sino el haber huído a tiempo de la debacle de Proyecto Sur), el santafesino enhebró (por ser magnánimos) en su discurso la necesidad de “nacionalizar el gobierno” (?), una referencia enrevesada sobre los niños y una apelación a “la fuerza del campo”. El antiperonismo y el almidón de Binner son tan anacrónicos como su utopía: ser el candidato más blanco de la Argentina blanca ya no mide en un país donde el 70% de las personas elige postulantes de origen justicialista.

Ni progres ni fascistas: egoístas

Otra verdad de hierro que las PASO pusieron en cuestión es la intrínseca repulsión de los capitalinos hacia cualquier expresión electoral de tinte peronista. El 63 y pico por ciento que eligió a Cristina, Duhalde o Rodríguez Saa confirma el carácter pragmático del voto porteño, que no duda en optar por quien cree que representará sus intereses por más cara de peruca que tenga. “Ni progres ni fascistas: egoístas”, podría ser la consigna de un electorado que confirma lo manifestado en los dos turnos de julio cuando reeligió a Macri. Los porteños votan (o creen votar) en defensa propia, con más cálculo que audacia. Inclusive, dejando de lado prejuicios atávicos. Los sufragios paquetes que les dieron a Duhalde-Das Neves la victoria en Recoleta o Núñez lo confirman, al igual que los vecinos de la Comuna 14 votando masivamente hace un mes al hijo de Corach.

Mientras esto ocurría en Ciudad Gótica, el líder del PRO navegaba por las mansas aguas europeas, lo más lejos posible del revoleo de esquirlas opositoras. El diario del lunes ratificó el acierto del jefe de gobierno en apostar a su reelección y abrirse de la pelea nacional. Al preservarse de la debacle de sus pares de otras fuerzas, ahora es la figura más relevante de la oposición, apoyado en el contundente respaldo que recibió en las urnas hace semanas. Dice muy bien acá: “fue el único dirigente opositor al que Cristina se dirigió después de la elección, reconociéndolo (y no reconociendo a los demás) como un interlocutor válido de cara al futuro”. Y agregamos: en calzoncillos o en bermudas, al hablar y hacer públicos sus diálogos de salutación tras sus respectivos triunfos, Macri y Cristina se legitimaron mutuamente. Aceptaron (finalmente) la existencia del otro a pesar de sus deseos. Ambos (y en particular sus partidarios) ya probaron amargamente que descalificar al rival no sirve para ganarle en las elecciones. No será al grito de “Macri es Menem” ni tirando al otro del tren que lograrán prevalecer. Pasaron de pantalla. Es otro dato que contribuye a derribar viejos paradigmas y abona la hipótesis de una nueva etapa. No es para menos. La crisis de 2001 va camino a cumplir una década y el menemismo está por ingresar en los asuntos de los manuales de historia. El kirchnerismo y el macrismo nacieron casi juntos en 2003. Parece que tendrán bastante que decir acerca del futuro próximo.

El país real tiene sus cosas, ojota

Desde la misma noche del 14 de agosto, Cristina Fernández de Kirchner transmitió un discurso que apeló a la humildad, a la continuidad del trabajo y del compromiso con el proyecto nacional que encabeza su gestión. Horas más tarde, reclamó al parlamento el pronto tratamiento de la ley de tenencia de tierras, demostrando que no duerme en los laureles ni se desenfoca a pesar de las mieles del éxito político. Seguramente tenga más claro que nadie que el país real que mayoritariamente le dio su aval de cara a las elecciones de verdad, las del 23 de octubre, no cree en un nirvana K ni se aprendió de memoria el libro Tres banderas de GESTAR. El país real dijo que quiere seguir así. Y “así” significa resolviendo problemas, progresando, ampliando sus derechos, ensanchando los márgenes de justicia y de seguridad, discutiendo salario con el trompa, no haciendo la plancha, con un mango en el bolsillo. Y “así” también implica que seguirá pataleando por la inflación que le corre con ventaja (y que erosiona gravemente la AUH). Que seguirá puteando porque la escuela y la salud pública no mejoran. Porque el transporte es un quilombo. Porque el interior sigue estando lejos y obliga muchas veces a desarraigarse rumbo a la capital. Porque quince personas perdieron la vida en enfrentamientos con policías o fuerzas de choque en el último año. Que seguirá reclamando por la minería a cielo abierto, por el choreo, por los impuestos, por la desigualdad y por ese núcleo duro de pendejos que hace bocha no estudian ni trabajan y al que nadie sabe bien cómo carajo darle una mano. Ambas dimensiones componen la misma decisión. Porque ese país real también eligió nítidamente que Cristina Fernández de Kirchner es quien mejor puede escuchar y entender sus pesares.

Descifrar ese mensaje puede resultar muy útil para evitar disputas estériles y no perder tiempo peleando con fantasmas que desde este domingo pasaron a mejor vida. Pasamos de nivel. Se abren nuevos desafíos y los viejos quizá se presenten con otras ropas más sofisticadas. Las próximas batallas no se ganan pateando al muerto. Hay que afinar los instrumentos. Si la mitad más uno banca, es hora de hacer más que de convencer. Falta mucho, y los argentinos manifestaron con claridad quién desean que encabece la tarea. Se entiende: si Néstor nos llevó del infierno al purgatorio, ¿cómo no ilusionarse con que Cristina nos arrime aunque sea a un par de cuadras del paraíso?

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