El consenso de los commodities

El comité editorial de la nueva Revista Crisis analiza las condiciones estructurales que soportan las elecciones nacionales de octubre en su manifiesto del número de Julio, mientras anuncia la salida de su edición de agosto: Males raíces, la vida por el metro cuadrado.

El modelo económico vigente no necesita esperar a octubre para saber que ya ganó. No depende de candidaturas ni de alianzas. Pase lo que pase, la matriz puesta en marcha en el año 2002 será reelecta.

La pugna que se libra a través de los medios puede indicar otra cosa. Pero aunque el enfrentamiento retórico parece por momentos de vida o muerte, nadie pone en cuestión los pilares del actual esquema de negocios. Se dirimen más bien los modales del modelo.

La explicación está en los precios internacionales de los commodities, que auguran una prolongada bonanza para los sectores con capacidad de consumo, al mismo tiempo formadores de opinión. Lo demás, es piloto automático.

Las fuerzas empresarias y comunicacionales que intentaron desplazar al Gobierno, tras derrotarlo en las calles, en el Congreso y en las elecciones del 2009, no pudieron alumbrar un candidato presidencial propio y potente. No existe un postulante con mínimas chances de acceder siquiera al balotaje que proponga modificar los pilares del actual patrón de acumulación y de reparto de las riquezas. La “oportunidad perdida” sugiere una explicación posible: esa elite quejumbrosa no tiene un proyecto de país distinto para ofrecer.

Aunque les cueste asumirlo, la aspiración principal de aquella fracción resentida de la clase dominante es contar con un poder político que sea capaz de garantizarles un marco de negocios más amable. Desde que cedieron a la transnacionalización con mansedumbre, aún a costa de su propia insignificancia, su pliego de pretensiones es acotado: seguridad jurídica y riesgo cero para las inversiones propias. Su limitación es tan evidente, que un gobierno por momentos débil y un Estado famélico han logrado ponerlos a la defensiva de manera recurrente y con relativa facilidad.

Todo parece indicar que por primera vez en la historia moderna argentina, un mismo proyecto político conseguirá su tercer mandato consecutivo.

Asistimos a la constitución de un gran acuerdo nacional de inéditas características. El grueso del empresariado –que no se queja–, la columna vertebral del sindicalismo –incluso el combativo–, buena parte de los movimientos sociales y casi toda la intelectualidad de tradición crítica, comparten una misma apuesta. El nuevo consenso exhibe su slogan: “el modelo funciona, equipo que gana no se toca”.

Tal estructura de coincidencias garantiza estabilidad y genera condiciones para transformaciones más audaces. Pero también empobrece la imaginación colectiva, al reducir el horizonte de posibilidades. Sobre todo cuando, consciente de su privilegiada posición en la coyuntura, el gobierno señala que cualquier alteración puede provocar la debacle de lo conseguido.

Sin embargo, a la hora de identificar las características de un modelo aparentemente tan exitoso y rentable, cuesta armar el decálogo. El rechazo a las recetas neoliberales de los años noventa es el punto de partida y el principal argumento de autolegitimación. Aunque las rupturas sean tan sustanciales como las continuidades.

Por ejemplo: el paso de la acumulación fundamentalmente financiera hacia un perfil más industrialista, no impide la concentración en cada vez menos grupos empresarios que dominan sectores claves de la producción; el superávit comercial, el superávit fiscal y la independencia lograda por el Estado nacional respecto de los organismos internacionales de crédito, coexisten con una pronunciada extranjerización de la economía; el gasto público con fines sociales crece y la masa salarial de los trabajadores aumenta significativamente, pero también se expande la precariedad laboral –y existencial– en las periferias.

En un ciclo económico asentado sobre tales paradojas, los llamados a “profundizar el modelo” admiten una diversidad de interpretaciones, lo que garantiza el éxito electoral. Esa constelación de fuerzas centrífugas reunidas bajo un mismo paraguas indefinible, presagia tensiones internas y conflictos sociales que pueden asomar apenas se haya contado el último voto en octubre.

Pareciera que fue hace siglos, pero la Convertibilidad también logró en su momento aunar un fuerte consenso político e institucional. El modelo menemista, sin embargo, se presentó como un paquete de medidas y de transformaciones estructurales previamente diseñado, cuya aplicación era monitoreada por los organismos internacionales de crédito. La identificación de sus postulados con el ministro de Economía de turno, le otorgaba un carácter extorsivo basado en la rigidez de parámetros técnicos y monetarios, fuertemente mistificados.

El esquema actual no sólo se distingue de aquel neoliberalismo por su contenido, sino también por su modo de constitución. En el origen no figuran las ingenierías cambiarias, ni la autoridad política soberana, sino el hastío en la calle exigiendo un cambio de rumbo. 2002 inicia el maridaje exitoso entre los criterios neo desarrollistas y las favorables tendencias globales.

Y cuando emergieron niveles de crisis o de conflictividad virtualmente desestabilizadores, el kirchnerismo introdujo medidas más audaces: el intento de aplicar retenciones móviles y la estatización de los fondos de pensiones, ante la crisis global de 2008; o la Asignación Universal por
Hijo y el Plan de Cooperativas “Argentina Trabaja”, después de la derrota electoral en el conurbano bonaerense.

El deseo de un horizonte con mayor justicia y democratización real sigue siendo una formulación retórica que se desplaza permanentemente hacia un porvenir difuso e incierto. Quizás tengan razón quienes afirman que el sólo hecho de nombrarlo, contribuye a generar las circunstancias de su existencia. Aún así, el tiempo de las concreciones no se estira de manera indefinida.

Nos tiene sin cuidado el pluralismo aristocrático tras el que se esconden eternas vocaciones elitistas e idénticos proyectos de dominio. Pero no hace falta suscribir al liberalismo para percibir que cuando un modelo rechaza todo cuestionamiento de sus supuestos básicos, pierde capacidad de dimensionar los costos que genera y bloquea la innovación popular. Las tensiones sociales tienden entonces a despolitizarse y degeneran en una dinámica endógena de celos y traiciones.

La conflictividad que ocupó el centro de la escena durante los últimos meses parece enfilar por un andarivel de corporativismos e internas varias. Ni el tono pedagógico ni el regaño despechado son antídotos suficientes, porque suponen la infantilización de los sujetos en pugna.

Existen contradicciones potentes que no están siendo tomadas con franqueza ni rigor. Un solo ejemplo puede graficar el dilema: la misma soja que financia la reproducción de los sectores de menores ingresos, alimenta la especulación inmobiliaria que bloquea el acceso popular a la vivienda. Mientras persistan estas asimetrías, resulta difícil que la redistribución del ingreso y la fiesta del consumo se traduzcan en una efectiva distribución social de la riqueza.

Todo consenso de época guarda celosamente la clave de su caducidad, porque aquello que no puede ser dicho quizás anuncia el tiempo que vendrá.

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