Una muerte incompleta

Con la muerte de Augusto Pinochet comienza el final de una era que se resistía a concluir desde 1988. En las cenizas del fallecido dictador, se van los deseos de justicia de millones de chilenos que esperaban verlo pagar por esos 17 años de sometimientos sangrientos en los que se jactó incluso de refundar el país en pos del neoliberalismo, que a pesar de sus declamados logros, han dejado a Chile con una pobreza jamás vista en toda su historia.

Pinochet, que gobernó Chile con mano de hierro tras asumir el poder en un sangriento golpe de Estado, murió el 10 de diciembre (paradójicamente el Día Internacional de los Derechos Humanos) poniendo fin a una década de esfuerzos para llevarlo a juicio por violaciones de derechos humanos.

El dictador, que a sus 91 años se recuperaba de un infarto de miocardio que sufrió el 3 de diciembre, instauró una dictadura de 17 años caracterizada por una implacable persecución de quienes consideraba sus enemigos políticos, pero nunca reconoció los abusos ni pidió perdón. Su dictadura sentó las bases de una de las economías más estables en América del Sur, pero su represión a la disidencia convirtió a su nombre en sinónimo de terrorismo de Estado.

Su muerte, era desde hace años una cuestión de Estado. Así lo trató el gobierno de Michelle Bachelet, de la misma forma que ella y sus antecesores de la Concertación, trataron todos los temas de Estado, que tenían a la dictadura como su origen. La Constitución aún vigente con el sistema binominal (el que impide a las minorías tener representación en el Parlamento), las causas judiciales por violación a los derechos humanos, el destino de Codelco, la empresa nacional del Cobre, a la que ni el propio Pinochet se animó a privatizar y otros tantos temas. Con algodones, haciendo equilibrio entre esos dos sectores bien marcados, bien diferenciados en torno al fallecido dictador.

No faltaron los cuestionamientos contra el gobierno por no haber organizado un funeral digno de un jefe de Estado. “Era la mejor oportunidad para reconocer culpas del pasado y dar un paso hacia la reconciliación”, adujo Carlos Larrain, uno de los popes del pinochetista Renovación Nacional, el único dirigente de peso de la derecha política que se animó a referirse a la muerte de esa figura que fungió, entre otros menesteres tan terroríficos, como parteaguas de los chilenos.

Bachelet adujo entre líneas que lo hizo así por el bien del país. Pinochet fue un comandante en jefe del Ejército que asaltó el poder en el 73 y que no llegó a ser condenado por la Justicia por esos vericuetos procesales y porque el poder político, a lo largo de tantas transiciones, necesitó gobernar entre algodones, buscando equilibrios y dejando, muchas veces de lado -como en el caso de Ricardo Lagos y la propia Bachelet- sus convicciones ideológicas y sus dolores personales en pos de ciertas necesidades nacionales.

Todo hace presagiar que la ira de unos y otros seguirá aflorando cada 11 de septiembre (aniversario del Golpe) o cada día Internacional de los Derechos Humanos (día del deceso del dictador). Si se mide el pulso de las calles, se observa que será muy difícil que esas dos mitades en las que se divide Chile desde el 73 se conviertan en una sola.

La tarea de la administración Bachelet y de las que la sucedan no será fácil ni cómoda. La necesidad de seguir con los más de 300 juicios por violación de los derechos humanos, de los cuales 9 tenían a Pinochet como acusado, se torna indispensable. “Quiero la verdad y la Justicia”, volvió a decir la presidenta, otrora rehén junto a su madre en un centro clandestino de torturas, e hija de un padre muerto por los tormentos en las catacumbas pinochetistas.

Las experiencias cercanas (como la de Argentina, o España donde siempre afloran con matices las dos Españas de la preguerra civil), recomiendan que la impunidad no suele ser un buen material para construir democracias sólidas o moldear repúblicas en su vasto sentido del término.

Tal vez los furibundos pinochetistas que arengaban contra el “Comunismo y los terroristas de la Concertación”, tengan una parte de razón: Pinochet murió físicamente, pero su impronta, el daño que le produjo al país, seguirá vivo. Al menos hasta que desde el poder se articulen los mecanismos para que ese flagelo pase a mejor vida, cuanto antes. Sólo así, Chile podrá dar por terminada su ansiada transición y encontrar algo que se parezca a la democracia.

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