El peronismo, la seguridad y la policía

Marcelo Sain, especialista en Seguridad Pública, reflexiona a partir del documento de Cristina Fernández de Kirchner: “Argentina en su tercera crisis de deuda”, sobre qué es y qué no es “gobernar” la seguridad pública. Un extenso y resumido panorama que constituye un documento clave para afrontar la temática.

“El que quiera conducir con éxito tiene que exponerse; el que quiere éxitos mediocres, que no se exponga nunca; y si no quiere cometer ningún error, lo mejor es que nunca haga nada”

Juan Domingo Perón, 1971

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1. La anomalía esperada

El 14 de febrero de 2024, Cristina Fernández, a la que en septiembre de 2022 intentaron asesinar en el marco de un complot político (con protección judicial), dio a conocer públicamente el documento “Argentina en su tercera crisis de deuda. Cuadro de situación” con el “objeto de analizar en clave histórica, económica y política, el cuadro de situación que enfrenta la Argentina tras la asunción de un nuevo gobierno para el período 2023-2027”, en función de “comprender la verdadera naturaleza de nuestros problemas como país y nos alejen de las adjetivaciones personales o de las meras opiniones sin anclaje en la realidad”, según sus palabras.

En sus conclusiones incorporó un último acápite dedicado a la seguridad pública con aseveraciones de notable pertinencia política y técnica:

«En materia de seguridad debemos abandonar el consignismo. Con la desigualdad social por un lado o el gatillo fácil por el otro, no puede elaborarse ningún plan de seguridad. Que no nos vengan a correr los que durante la gestión de Macri designaron a cargo de la escuela de inteligencia del Ministerio de Seguridad a una Miss Argentina. Se debe desarrollar más inteligencia para desarmar la criminalidad organizada y policía de proximidad para la prevención. En este sentido, la video vigilancia puede ser un método eficaz en el marco de las nuevas tecnologías (drones de vigilancia, cámaras operadas con inteligencia artificial, anillos de seguridad, entre otros). Existen experiencias provinciales y municipales para tomar como referencia. Un plan de seguridad exige una conducción política que apunte a la transparencia y combata la corrupción de las fuerzas de seguridad, al tiempo que también evite la autonomización de las mismas.»

Excepto el uso del verbo combatir (“combata la corrupción…”), que debería ser erradicado de cualquier tipo de consideración en la materia, porque sólo los ejércitos combaten en las guerras, mientras que en materia de seguridad no hay guerras sino estrategias de control, el porte de lo dicho es significativo en diversos aspectos. Vale mencionarlos aunque añadiré consideraciones sin intención de tergiversar sino, más bien, de especificar y aclarar:

  1. Reconoce que en la temática ha primado el “consignismo” por encima de los relatos, políticas y estrategias asentadas en evidencias y objetivos que resultan de un análisis integral de aquello que constituye el núcleo básico de intervención de la seguridad: las problemáticas criminales. La seguridad es el ámbito de la vida social y política en el que se apunta a prevenir, conjurar e investigar los delitos, procurando minimizarlos o morigerarlos, atenuando sus secuelas gravosas, evitando consecuencias dañinas, erradicándolos (si se pudiera) o convirtiéndolos en hechos tolerables y nimios.
    Además, con su mención a la desigualdad social y al gatillo fácil, imputó el consignismo a todo el espectro político, tanto a la derecha como a la izquierda (peronista y gorila), lo que ha sido una constante en la video-política moderna y en la política asentada en la redes sociales, pero que ha resultado catastrófica a la hora de gobernar.
  2. Plantea con absoluta consistencia técnica la centralidad de las labores de inteligencia en la elaboración, ejecución y supervisión de las políticas y estrategias de control de los delitos, tanto en materia de seguridad preventiva como de investigación criminal, en particular, en todo lo relativo a la investigación de la criminalidad organizada.
    Cristina tiene autoridad para ello porque fue protagonista de dos hechos institucionales históricos. En mayo de 2008, emitió el Decreto Nº 785/08 mediante el cual aprobó la estructura orgánica y funcional de la novel Policía de Seguridad Aeroportuaria y allí incorporó un detallado acápite referido a la “inteligencia criminal aeroportuaria” en el que detalló la importancia y el circuito institucional de la inteligencia criminal en la elaboración de las estrategias y directivas operacionales en materia de seguridad aeroportuaria. Era la primera vez que algo así se instituía en una norma pública. En julio en 2015, promulgó el Decreto Nº 1311/15 mediante el cual aprobó y dio a conocer públicamente la nueva doctrina de inteligencia nacional, la estructura orgánica y funcional de la Agencia Federal de Inteligencia, los regímenes profesionales del personal de inteligencia, de seguridad y de apoyo, así como el régimen de administración de fondos. Ambos fueron hitos institucionales que pasaron desapercibidos para la política criolla.
  3. Postula que la relevancia de la conducción política de los asuntos de la seguridad es tan importante como lo es en la gestión de la economía, el desarrollo social, la salud, el trabajo, la educación y todos los quehaceres nacionales y locales. Pero lo es en la medida que el ministro o ministra de seguridad no se disfrace y funja de comisario o le delegue al comisariato de turno el manejo de estos asuntos, dos de las distorsiones habituales en las que hemos incurrido los gobiernos de derecha y los peronistas también.
    Para conducir la seguridad pública se requiere de voluntad política de la autoridad gubernamental superior; un equipo ministerial o de gestión conformado por cuadros políticos competentes en el área, en particular, en la dirección superior del sistema policial; una matriz institucional (ministerio o secretaría y burocracia mínimamente experta) adecuada a ese objetivo; y un presupuesto de gastos a la altura de los desafíos institucionales. El relato, los discursos y los gestos, por sí mismos, no generan conducción política, y la ex Presidenta eso lo sabe muy bien.
  4. Reivindica la policía de proximidad para el desarrollo de estrategias integrales de seguridad preventiva, pero, dado que nuestras policías son centralistas, burocráticas, macrocefálica, organizativa y tácticamente rígidas y que sólo saben “ocupar el territorito” como lo hacían “a caballo” en el siglo XIX, ello requiere de un profunda reconversión institucional orientada a descentralizarlas y hacerlas locales. La prevención y la proximidad es siempre local, no provincial ni nacional. Por eso tiene relevancia discutir la municipalización policial en las grandes ciudades con gobiernos locales robustos.
    Pero nuestras policías provinciales a cargo de estas labores, las que nunca fueron reformadas y, las que lo fueron, después volvieron a su cauce tradicional, en gran medida rechazan la descentralización porque la “caja” (de la recaudación de fondos provenientes de actividades criminales policialmente permitidas) debe ser una sola y grande, y la política nunca cuestionó esto, por derecha y por izquierda.
  5. Destaca la importancia del control de la corrupción policial, a lo que habría que agregar el control de desempeño y de resultados, porque es tan importante una policía honesta como eficiente, es decir, que combine el control de legalidad con el control de desempeño e impacto. ¿De qué sirve una policía moralmente proba y, al mismo tiempo, lela en el desarrollo de sus actividades?
    Ello requiere de sistemas disciplinarios que no dependan de la propia policía controlada (“control externo policial”) y en las policías que en las que este tipo de control se han instituido legalmente, los gobiernos peronistas y de los otros la han esquilmado y vaciado de contenido en la práctica, entre ellas la única policía creada a nivel federal en democracia: la Policía de Seguridad Aeroportuaria.
  6. Resalta el uso de las nuevas tecnologías aplicadas a la seguridad pero debe decirse que ello no es importante por sí mismo dado que éstas no traen consigo a las necesarias política en cuyo marco adquieren vitalidad, es decir, no vienen con el diseño de estrategias, el establecimiento de las prioridades, las acciones de implementación y supervisión, ni con la alta gerencia institucional , ni te convierten lo malo en bueno o lo feo en lindo. La creencia corriente de que la adquisición de nuevas tecnologías transforma y mejora por sí mismo el sistema de seguridad es un fetichismo insulso o una picardía de funcionarios cuya agenda se la hicieron los proveedores. Tecnología con política, sí; tecnología sola, no sirve y, además, manejada por los nativos inexpertos, se rompe rápido.
    A un pibito/pibita de origen popular y con escaso acceso a las regulaciones sociales básicas, que se hizo policía en un cursito de seis meses como camino de inclusión social, se le pone un uniforme sueco, se le da una pistola austríaca y un casco israelí y se lo sube a un patrullero alemán y no se convierte en un policía del primer mundo.
  7. Repudia la designación de una Miss Argentina en un cargo ministerial abocado a la seguridad, lo que configura una crítica válida porque dicha designación es un conspiración contra la necesaria conducción política de los asuntos de seguridad y policiales. Pero aquello debe ser estar acompañado de una profunda autocrítica porque los diversos gobiernos peronistas hemos designado y bancado a “curanderos” incompetentes y embusteros o a intelectuales culposos en cargos muchos más relevantes en la gestión de la seguridad que la Miss.

Ahora bien, que la ex presidenta y principal referente del peronismo haya incorporado un párrafo dedicado a estos temas en un documento político constituye una anomalía porque históricamente el peronismo ha dejado estos asuntos fuera de la agenda política, económica y social; sólo los ha abordado ante situaciones críticas derivadas de escándalos que alteraron el clima político y obligaron a “hacer algo”. Y cuando lo hizo, lo redujo a una mera cuestión policial: más policías, más patrulleros y más videovigilancia, en manos de los Comisarios “amigos”.

Por aquella razón, la propuesta de Cristina, dada a conocer en un contexto político signado por una nunca vista mediocridad dirigencial y una no menor amnesia histórica, tiene un valor inconmensurable.

2. ¿Qué es y qué no es “gobernar” la seguridad pública?

Básicamente, el gobierno de la seguridad consiste en conocer los delitos y en “gestionarlos” apuntando a su “control”, esto es, a su prevención y conjuración. La seguridad pública es el campo político e institucional en el que los diferentes actores sociales y políticos intervienen sobre el espectro diverso y enmarañado de problemáticas criminales. En concreto: el objeto de abordaje de la seguridad son los delitos.

Por cierto, no se puede controlar aquello que no se conoce, y los eventos criminales que se desenvuelven en una sociedad son intrincados, discordes y heterogéneos en su configuración espacial, temporal y fenoménica. Ello configura el núcleo básico de la inteligencia criminal. Dar cuenta de esas problemáticas es indispensable para abordar ese conjunto de asuntos, en particular, para diseñar y llevar a cabo las estrategias y acciones institucionales sustantivas que específicamente requiere cada una de esas problemáticas. Aquel conocimiento también es fundamental para elaborar un necesario diagnóstico institucional que explicite el estado de situación de la seguridad pública en materia normativa, organizacional, de funcionamiento, de recursos humanos y financiero, ya sea en el plano político como en el policial. Por lo tanto, la gestión de seguridad pública parte de un apropiado balance entre el problema criminal y los instrumentos de intervención institucional: qué tenemos que abordar y con qué instrumentos contamos para ello.

Cuando existe un profundo desfasaje entre uno y otro, aparecen problemas sensibles en la materia, tal como ocurre en nuestro país. Y ello acontece debido a dos indolencias políticas graves: el desconocimiento institucional del problema criminal y de sus transformaciones, apuntalada por la ausencia de organismos competentes en materia de inteligencia criminal, debido a que los gobernantes solo han mirado las crisis y escándalos políticos propios de la “inseguridad”; y la precariedad institucional del sistema gubernamental y policial, lo que nunca ha despertado un interés político relevante.

Desde la instauración democrática de 1983, la clase política nunca hizo este balance y, por ende, el sistema institucional de seguridad pública -en su capítulo federal y en las provincias- adolece, en general, de defectos estructurales gravosos. Primero, la inexistencia de organismos que funcionen como “observatorios” que ausculten las diversas problemáticas delictivas, sus manifestaciones fenomenológicas, así como el estado de situación institucional del sistema gubernamental, policial y judicial abocado a su abordaje, a partir de lo cual se formulen políticas y estrategias de control de esas problemáticas. Segundo, la vigencia de bases normativas inadecuadas que derivan de dos problemas recurrentes. Por un lado, la longevidad de las normas regulatorias de la seguridad y policiales, las que fueron sancionadas y promulgadas en tiempos remotos para atender cuestiones diferentes de las existentes. Por otro, el anacronismo de las leyes y reglamentos “modernos” pero de bajo cumplimiento y que encubren con eficiencia la reproducción del funcionamiento y las prácticas tradicionales que dichas normas pretendían superar. Tercero, la reproducción de dispositivos organizacionales que son tan longevos y anacrónicos como las normas del área -en particular, en los planos gubernamentales como policiales-, aun contando con noveles ministerios de seguridad conformados bajo el eslogan de la “conducción política” de la seguridad y la policía, pero que, en verdad, han sido cooptados política y financieramente por las cúpulas policiales, o son tan escuálidos institucionalmente que parecen no existir. Cuarto, la existencia de una insignificante burocracia “experta”, sin destrezas básicas de gestión de organizaciones y asuntos complejos, desmejorada en su capacitación institucional, desposeída de las habilidades propias de la era de la digitalización o de la alta tecnología aplicada a la seguridad, y atravesada por la desidia, el desinterés profesional y la pereza en el trabajo. Ello no sólo se aprecia en los ministerios del área sino también en las cúpulas policiales. Y, finalmente, la desinversión en materia de seguridad y policial o la adquisición desordenada y por retazos de equipamientos y tecnologías. Por un lado, no ha habido una inversión infraestructural planificada en materia de seguridad teniendo en cuenta las problemáticas criminales que se deben atender, el desarrollo institucional de las policías existentes y el modelo o proyecto de gestión política y policial que se pretende alcanzar, si lo hubiera. En general, bajo la consideración de que las policías realmente existentes “están bien como están” y sólo padecen insuficiencias materiales, los gobiernos han reducido las “políticas de seguridad” a dotar a las policías de medios materiales y de personal -casi siempre insuficientes- desconociendo sus anacronismos organizacionales, deformaciones funcionales, indigencia operativa y deficiencias en materia de recursos humanos. Básicamente, solo se apuntó a abastecerlas de más personal, más patrulleros y más videovigilancia, sin ahondar en la forma de organización y trabajo policial. Por otro lado, las “compras” han sido impulsada por el “mercado” -los proveedores- y lo son, como ya se dijo, bajo la creencia de que la mera incorporación de medios operativos y tecnologías convierte a estas policías casi decimonónicas en instituciones altamente desarrolladas.

En este marco, se da una ecuación fatal que combina tres fenómenos simultáneos: muchos y diversos problemas criminales -en permanente transformación-; “presentados socialmente” mediante una sofisticada y especulativa cobertura mediática de la “inseguridad” signada por la espectacularización; y un Estado debilucho para tomar cuenta de todo esto.

Pero la cuestión se complica más aun cuando se pone en evidencia que aquella precariedad institucional para intervenir con relativo éxito en la prevención y conjuración de los delitos, impone la necesidad de llevar a cabo profundas reformas institucionales, es decir, de construir un conjunto de instrumentos o de adecuarlos a las estrategias necesarias en este rubro. En consecuencia, ya no sólo se trata de gestionar delitos “con lo que se tenga” y “como se pueda”, sino, además y simultáneamente, de reformar o modernizar instituciones vetustas, burocracias conservadoras y prácticas arcaicas. Todo ello, en medio de una coyuntura crítica originada en la mediatización de la seguridad, la criminología y el punitivismo mediático y el exacerbado coyunturalismo político orientado exclusivamente a “ganar elecciones”, dejando en el cajón de los olvidos la necesidad de gobernar.

Pero los desafíos no terminan ahí. Todo esto se torna aún más enrevesado cuando se tiene en cuenta una convicción que es desconocida por la “opinión pública”: las problemáticas criminales adquieren forma y manifestación como consecuencia de condiciones sociales, económicas, políticas y culturales inasibles para el propio sistema institucional de seguridad. Éste no puede incidir en nada sobre ellas o lo puede hacer de forma tenue, parcialmente y sólo a largo plazo, esto es, en el marco de una dureé significativamente más extensa que la del calendario electoral o gubernamental.

Solo basta algunas menciones generales al respecto. En Argentina, los rápidos procesos de desigualación social han generado un significativo aumento de las violencias y el acrecentamiento considerable de los delitos predatorios, rústicos, de “calle”. La extendida “cultura de la ilegalidad” en considerables sectores sociales estimuló el aumento de prácticas ilícitas, tales como la compra de objetos robados o contrabandeados -autopartes, bicicletas, armas, teléfonos celulares, bienes de consumo- y la configuración de amplios y diversificados mercados ilegales. Las expandidas mañas ilegales en la vida económica -fundamentalmente en el mundo de los negocios- benefició y amparó la enorme evasión fiscal y la marginalidad económica, la timba financiera, la receptación y gestión de bienes de procedencia ilegal, el lavado de dinero y los delitos corporativos y de cuello blanco. El dominio machirulo y el patriarcado desembocó en diversas y graves violencias físicas, simbólicas y laborales contra las mujeres. Pues bien, profesar que estos eventos y sus condiciones de emergencia y expansión se disuaden, imposibilitan y castigan con la elemental injerencia coercitiva de los ministerios de seguridad y las policías es un gesto de ignorancia y de tosquedad dolosa. Y ello, además, obstruye el desarrollo -conceptual, primero, institucional, después- de estrategias integrales de control de las violencias y los delitos, con la indispensable mediación de intervenciones en materia social, educativa, económica, ambiental, infraestructural, y no solamente compulsivas.

En definitiva, gestionar seguridad pública es afrontar e intentar administrar epifenómenos determinados por procesos y entornos más bien estructurales que son inasequibles para las solitarias administraciones políticas de la seguridad y, en particular, para las policías. Los gobiernos no actúan “en conjunto” entre las áreas sociales, educativas, sanitarias, infraestructurales y de seguridad poniendo el foco en las violencias. Funcionan, más bien, de forma fragmentaria, descoordinada y con una perspectiva meramente coyunturalista. No hay que ser un versado intelectual para comprender que, en este contexto, el sistema de seguridad pública opera ante las violencias y delitos apenas como la “guardia de hospital”: atiende emergencias y premuras contingentes, pero no tiene condiciones de hacer abordajes estructurales y de largo plazo.

Por lo tanto, dejar exclusivamente en manos del sistema de seguridad pública este conjunto de fenómenos configura una perversa maniobra de seguritización fáctica de la desigualdad social, el atraso económico, el subdesarrollo infraestructural y la pauperización educativa. Pero es lo que habitualmente ocurre, en particular, dentro de la carpa de la tribu progresista. Ante este panorama, la política criolla se limita a expandir las cámaras de seguridad, las patrullas, las sirenas, los palos y el encarcelamiento preventivo de los “sospechosos de siempre”. Y gran parte de la sociedad -y de los medios de comunicación- deposita en esta vorágine seguritista la esperanza de extinción definitiva de todos los problemas delictivos. Y los gobiernos van a la retranca de ese “sentido común” mediáticamente esculpido. Un suicidio en el que incurrieron tanto los gobiernos peronistas como los no peronistas.

Por cierto, si se quisiera emprender un abordaje democrático de todo este complicado intríngulis político-institucional se debería construir una “mirada” estratégica que combine un diagnóstico situacional de las cuestiones criminales y un diagnóstico institucional del estado de situación del aparato de seguridad en sus capítulos gubernamental, policial y judicial; con estrategias institucionales de reformas y modernización de ese aparato y estrategias sustantivas orientadas a intervenir sobre cada problema delictivo específico procurando su prevención o su conjuración, hasta donde se pueda. Pero ello sólo se traduciría en políticas y acciones concretas si la seguridad pública está en manos de cuadros políticos especializados, con una amplia capacidad de gestión institucional y de maniobra política.

En democracia, más allá de la ilusión penal de “reprimir” al conjunto de los delitos, tal como se dispone en el plexo normativo denominado “Código Penal”, la decisión soberana de qué crímenes se deben abordar de manera prioritaria, mediante qué estrategias y acciones, con qué instituciones e instrumentos, y de qué manera se revisa o evalúa todo ello, son cuestiones tan importantes que sólo pueden ser tomadas por los gobiernos democráticamente electos, no por la gorra.

3. El peronismo y sus defecciones políticas en seguridad

En este contexto, en materia de seguridad pública, el peronismo en el gobierno ha cometido defecciones que contravienen su tradición histórica de constituir el actor político de los sectores populares.[1] En verdad, estas deserciones fueron cometidas por todos los sectores políticos cuando gestionaron la seguridad pero para el peronismo esas felonías han significado severas infidelidades porque las principales víctimas de la inseguridad y de los desatinos políticos e institucionales en la gestión de la seguridad son los sectores populares. Hubo excepciones, pero fueron muy acotadas y fueron posteriormente “ninguneadas” y dejadas de lado por el peronismo mayoritario. La gestión ministerial de Carlos Arslanián entre 2004 y 2007 en la provincia de Buenos Aires, la mejor de todas, da cuenta de ello.

En su larga historia, el peronismo siempre ha cobijado muchos peronismos; unos -la mayoría- bien corridos a la derecha y muy parecidos a nuestros históricos adversarios y enemigos y otros pocos un tantito inclinados a la izquierda. Desde el apogeo del menemismo, expresión travestida del peronismo pero, en verdad, manifestación directa del neoliberalismo anti-peronista, el peronismo se corrió masivamente a la derecha. El kirchnerismo fue una extravagancia tolerada por el peronismo predominante porque a éste sólo le encanta el poder. Ahora, unos y otros han abordado conceptual y políticamente las cuestiones de la seguridad siguiendo un sorprendente parecido de familia y partiendo de un pecado capital: la ausencia de abordaje político de la seguridad y su consideración como un asunto policial.

Vale la pena enumerar las defecciones políticas del peronismo en seguridad pública, en gran medida compartida por el resto de la política argentina:

3. 1 La policialización de la seguridad: la política se pone la gorra

La dirigencia peronista, de todos los colores, ha sostenido con el resto de la clase polítca argentina lo que podría denominarse naturalización policialista asentada en dos actitudes concomitantes. En primer lugar, la indisposición de los gobiernos políticos a abordar -cognitiva e institucionalmente- por sí mismo las cuestiones de la seguridad pública, . En segundo término, el hábito de delegar, conceder y encomendar el “gobierno” de esos asuntos a las cúpulas policiales existentes. Desgobierno político y delegación policialista son dos caras de una misma moneda, y conforman el “sentido común” de la política argentina y, en su marco, de los gobiernos peronistas también que se resumieron en el siguiente apotegma: la seguridad pública ha constituido un asunto exclusivamente de carácter policial y, frente a ello, lo que les compete a los gobernantes de turno es concederles a las instituciones policiales el gobierno de la seguridad pública.

En esta perfidia anida, pues, uno de los peores males de la democracia argentina. Las policías realmente existentes son grandes maquinarias de control poblacional de los estratos sociales “sobrantes”, es decir, de las capas improductivas e inútiles para el modelo de acumulación capitalista imperante pero que están allí, habitan y pululan en las grandes ciudades y son la parte marginalizada de los sectores populares, a los que el peronismo debería cuidar, proteger y representar.

Los gobiernos peronistas que no han tenido vocación ni impulso para producir gestiones orientadas a problematizar estas cuestiones, a impulsar reformas institucionales acorde a ellas y a construir agendas de seguridad que incluyan a estos estratos y sus problemáticas entre sus prioridades perpetúan el andamiaje institucional y las prácticas segregacionista en contra de esos estratos. La policías recipiendarias de la delegación del poder gubernamental practican policialismo antiperonista social, y nunca lo vimos.

No hay vueltas: una gestión política de la seguridad que no sea reformista y que no tenga una fuerte impronta social en favor de los sectores populares es una política de seguridad discriminatoria y excluyente, aunque se disfrace de “progresista”, esté enmarcada en relatos intelectualoides culposos o sea acompañada de discursos y protocolos derecho-humanistas o feministas. Y si es llevada a cabo por gobiernos peronistas, la defección es mucho más gravosa.

3. 2 La tramoya de la desresponsabilidad política: la seguridad no da votos; da problemas

En democracia, la decisión soberana de qué crímenes se deben controlar de manera prioritaria, mediante qué estrategias y acciones, con qué instituciones e instrumentos, y de qué manera se revisa o evalúa todo ello, son cuestiones determinante de la seguridad pública.

En nuestro país, durante gestiones peronistas y no peronistas, estas decisiones soberanas han sido tomadas de manera predominante y de forma autónoma por una institución secundaria y subordinada: policía. Sin embargo, ésta no se apropió de esas labores de forma compulsiva, sino que recibió el beneplácito de la clase política -gobernantes y dirigentes- que le delegó el gobierno de la seguridad y, en su marco, el autogobierno de su propia institución. Por eso, la policía ha sido recipiendaria de una autonomía políticamente delegada, lo que ha sido una derivación de la naturalización policialista que mencioné antes.

La delegación del gobierno de la seguridad a las cúpulas policiales es una práctica recurrente de la clase política criolla, incluidos los gobernantes peronistas. Lo es desde los años noventa, cuando los “asuntos de la seguridad” se convirtieron en una cuestión políticamente relevante o, mejor, en un “problema político” que había que atender, ya que generaba demandas y protestas sociales y alimentaba el latiguillo mediático de la “inseguridad”. Por entonces, no había cuadros políticos o burocracias civiles expertas disponibles; solo había algunos académicos en unos pocos organismos de derechos humanos y centros universitarios que habían comenzado a abordar la cuestión. Pero esto era políticamente marginal. Y también había muchos comisarios retirados con ínfulas de “gestores”. Por lo tanto, para la política criolla, la única burocracia “entendida” era la policía.

Todo esto derivó de una clarividencia política instintiva: la seguridad no da votos, solo da problemas. Una buena estrategia de seguridad pública no genera apoyos políticos y respaldos sociales, como sí lo brindan las acciones en otras áreas de la gestión gubernamental. Además, una estrategia integral de seguridad implica conformar un dispositivo de gobierno –estructura y funcionariado- que hoy no existe, hacer una inversión considerable; y llevar a cabo políticas y acciones sobre las que no hay experiencias y que conllevan una temporalidad mayor a la del calendario electoral o el mandato gubernamental. Por lo tanto, no hay incentivos para llevar a cabo una estrategia integral de seguridad: se imponen acciones coyunturalista. Solo hay una apropiación política de los asuntos de la seguridad cuando hay escándalos o crisis que golpean a la política.

Por lo tanto, para los políticos criollos, peronistas incluidos, la seguridad pasó a ser una fuente de problemas y no una mina de utilidades, lo que hizo que existieran pocos alicientes para una gestión estratégica de la seguridad y estimuló la búsqueda de una gobernabilidad tranquila de la seguridad, sin escándalos y sin crisis política.

En este marco, la mejor manera de afrontar los asuntos de la seguridad pública supuso la combinación de dos acciones aparentemente contradictorias, pero, en verdad, complementarias. Primero, mostrarse activo ante la población, siempre con gesto reverencial de preocupación, entregado a una verborragia estridente, dura, inflamada de palabras y vacía de contenidos, y con muecas de beligerancia que dieran cuenta de que se libraría un “combate” sin cuartel contra el delito y los delincuentes a través del fortalecimiento del único instrumento legítimo para ello: la policía, la que, mal o bien, siempre está. El peronismo tuvo destacados voceros de estas estridencias. Segundo, practicar la inacción gubernamental en la materia orientada a cerrar el círculo de silencio mediático y eludir cualquier forma de conflictos. La baja iniciativa, la inactividad, la ociosidad gubernamental o, mejor, apenas el desarrollo de acciones intrascendentes que construyan la ficción de que se está haciendo algo para evitar que quede en evidencia que, en verdad, la gestión está signada por el inmovilismo.

Lo cierto es que esta forma de gestión de la seguridad atentó contra la posibilidad de cualquier gesta transformadora. Y los gobiernos peronistas no fueron la excepción.

3. 3 La gobernabilidad pactada de la seguridad: un cheque en gris

En este contexto, se fue construyendo una suerte de gobernabilidad pactada de la seguridad que se materializó en un doble pacto: el pacto político-policial y, en su marco, el pacto policial-criminal.

Estos pactos se fueron construyendo con el tiempo y de manera más o menos implícita apenas comenzaron a aparecer las primeras escaramuzas de la “inseguridad”, a casi una década de la instauración democrática. Inicialmente, derivó de un impulso policialista naturalizado en la política. Cuando en los noventa el crecimiento y la transformación de la criminalidad se convirtió en un problema que la política debía atender, ésta decidió otorgar a la policía el gobierno de la seguridad y de la gestión del crimen, el autogobierno de la propia policía y el consentimiento a que la policía desenvuelva sus labores tanto de manera legal como de forma ilegal.

El pacto político-policial ha consistido en un acuerdo de doble vía. Del lado político, los gobernantes le brindaron a la policía dos atributos esenciales para que lleven a cabo su parte en el vínculo contractual. En primer término, una relativa autonomía institucional tanto para elaborar, formular y llevar a cabo las estrategias e acciones desplegadas en pos de gestionar los conflictos –independencia funcional- como para ejercer la conducción de sus propias instituciones sin interferencias externas –autogobierno policial-. Y, en segundo lugar, el consentimiento informal –en general, de manera tácita pero también, en ciertas ocasiones, de forma manifiesta- para que, entre las acciones de control de los delitos desarrolladas por la policía, se lleve a cabo de manera sistemática y habitual la regulación policial del crimen y que ello cuente con un halo de encubrimiento o tapadera oficial. Y, del lado policial, el compromiso fundamental asumido por los uniformados ha implicado un abordaje políticamente eficaz, esto es, que evite crisis o atritos políticos, en algunos aspectos fundamentales de la seguridad pública. En primer lugar, la gestión funcional de la seguridad pública, silenciando e invisibilizando las problemáticas criminales y las violencias, adecuando las respuestas o intervenciones estatales sobre esas problemáticas y mitigando o morigerando eventuales secuelas políticas y sociales de todo ello, en particular, a favor de los sectores medios y altos de la sociedad. En segundo término, la dirección y administración estabilizada de la organización policial, asegurando la ausencia de conflictos internos y alineando a la institución como un instrumento funcional a los compromisos asumidos. Y, finalmente, la gestión controlada del crimen regulándolo mediante una combinación de acciones legales y/o el pacto con ciertos grupos delictivos –en particular, grupos propios de la criminalidad compleja- en función de que el emprendimiento ilícito no constituya un problema social y político.

El pacto policial-criminal ha implicado dos aspectos fundamentales en la relación entre la policía y los grupos delictivos. Por un lado, ha supuesto la habilitación policial al crimen en cuyo marco la policía consiente, tolera o directamente autoriza el desarrollo de ciertos emprendimientos criminales, estableciendo las modalidades, espacialidades y temporalidades de éstos, es decir, fijando el quantum criminal. Se trató de una modalidad de control ilegal del crimen. Del lado delictivo, se asumió el compromiso de llevar a cabo la actividad criminal dentro de los parámetros impuestos por la policía, lo que ha supuesto una autogestión funcional del emprendimiento criminal. Por otro lado, ha conllevado la estructuración de un dispositivo de autofinanciamiento ilegal de la policía mediante la apropiación de fondos ilegales provenientes de los emprendimientos criminales protegidos y regulados policialmente. El compromiso delictivo ha consistido en la producción y transferencia a la policía de una porción de los fondos generados por el negocio criminal, de acuerdo con los términos de distribución de éstos pactados entre la policía y los criminales. Por cierto, la regulación policial del crimen constituyó una forma particular de corrupción policial, pero, a la vez, es mucho más que eso. Configuró, en verdad, una modalidad de gestión controlada del crimen –regulado- mediante su invisibilización social, su soterramiento burocrático, su clandestinidad política y su reproducción como objeto de validación y legitimación de la propia institución policial ante los gobiernos, la prensa y la sociedad.

Así, los gobiernos peronistas y no peronistas han concedido a la policía una suerte de “cheque en gris” (Jean-Paul Brodeur). Las directivas políticas a las policías son premeditadamente ambiguas, imprecisas como una forma de “caución mutua” en la que el gobierno, ante algún inconveniente, puede negar la existencia de ésta, mientras que la policía, si no mediara problema alguno, siente que cuenta con el respaldo del gobierno y cuenta de un margen de acción considerable.

Esta modalidad de tratamiento de la seguridad consistió, más que en una forma de control del crimen, en una estrategia de atenuación de “costos” políticos, de prevención de crisis políticas, de conjuración de demandas sociales emanadas de los desatinos políticos e institucionales en materia de seguridad, o lisa y llanamente, de perpetuación diletante en el cargo sin “hacer olas” o “surfeando” en ellas.

3. 4 La simulación de la conducción política: comisarización y academización gubernamental

Los gobiernos peronistas se inclinaron por dos modalidades embaucadoras de abordaje de los asuntos de la seguridad que simulaban un gran compromiso con el gobierno de estos temas, pero, en verdad, perpetuaban la delegación policialistas y la desatención política a estos asuntos.

La primera de esas modalidades consistió en la comisarización del gobierno de la seguridad mediante la conversión -a veces graciosa- del gobernante en “comisario”, en un “jefe” enfardado activo, militante y sin contemplación en el “combate” contra el crimen callejero, plebeyo y rústico. Sin embargo, el exhibicionismo público del funcionario que se “ponía la gorra” reproduce lo mismo de siempre. Dar vueltas en un patrullero, vestirse de gendarme, encabezar un procedimiento policial o brindar una conferencia de prensa en el lugar de los hechos rodeado de uniformados impide ejercer de manera integral el gobierno político de la seguridad, depositando en la policía las decisiones fundamentales del área y, al mismo tiempo, perpetuando el autogobierno policial. Se trata, pues, de una “puesta en escena” orientada a la “gestión” de la opinión pública y de los medios de comunicación más que de los asuntos criminales.

Ha sido habitual ver a dirigentes políticos y funcionarios gubernamentales del peronismo encabezar operativos policiales “montados” para la tribuna; presentar los resultados “exitosos” de investigaciones y acciones policiales de poca monta, efímeras y que generalmente dan con criminales fracasados; mostrar en el “lugar de los hechos” un sinnúmero de “incautaciones”, “secuestros” y “detenciones” como un gesto de eficiencia en el “combate” contra el crimen, como si la cosa consistiese en una “guerra”; encabezar desfiles castrenses y paradas cuarteleras de policías que, al mismo tiempo, se dice que deben ser desmilitarizados y que deben ser más “comunitarios”. Numerosos políticos peronistas no se han privado de disfrazarse de “comisario” al mando de una tropa obediente -para la foto- en la “lucha” contra el mal.

La segunda modalidad embaucadora consistió en un quietismo seguritista basado en el objetivo de “durar” en el cargo sin hacer ola y sin producir cambios en los abordajes tradicionales de la seguridad, ni en las vetustas institucionales policiales, pero garantizando -lo sepan o no- que se reproduzca “sin ruidos” la gobernabilidad pactada, la policialización de la seguridad y el autogobierno policial.

Una variante de este quietismo diletante es su versión academicista roseando a la gestión con estudios e investigaciones científicas aplicadas a los asuntos de la seguridad pública. Pero la actividad y el saber académico no producen ni generan habilidades y destrezas de intervención política y de gestión institucional y, menos aún, en un contexto en el que predomina un “purismo” cientificista e intelectual proclive a no “contaminarse” con la política partisana y no entremezclarse en las relaciones reales de poder sobre las que tanto se escribe y tan poco se conoce. La devoción de los académicos y académicas por su “imagen” políticamente pulcra los hace militar en posiciones deontológicas y totalmente agnósticas en lo político. Y cuando ocupan puestos de gestión y conducción institucional, sin experiencia en las complejas lides estatales y políticas, no sólo hacen gala de una alta cuota de ingenuidad, sino, peor aún, no producen ni concretan nada de todo aquello que clamaron y postularon por décadas en libros, escritos, congresos y mítines de la tribu intelectual.

En suma, el paganismo político, la repulsión a la lucha de poder, el testimonialismo y el apocamiento reformista hacen que sus gestiones hayan sido tan mesuradas y policialistas como la de los conservadores explícitos o la de los políticos comisarizados.

3. 5 La ausencia de intervención sobre tramas criminales complejas: el poder no se investiga a sí mismo

En Argentina, las diferentes modalidades del crimen organizado están talladas por el Estado: algún estamento estatal ha establecido una relación de connivencia, protección o asociación con los criminales encargados de gerenciar tramas delictivas de altísima rentabilidad. Casi siempre, se trata de la policía, pero muchas veces compromete a jueces y fiscales así como a gobernantes y dirigentes políticos, ya sea de forma directa o, en general, de manera indirecta. El doble pacto como modalidad de gestión de la seguridad es una forma de imbrincación con el crimen.

Está de moda señalar que la “lucha” contra el crimen organizado debe darse en todos los planos, en particular, contra su economía y su protección estatal. Pero es un slogan habitual sin correlato en las prácticas institucionales concretas. En Argentina, son escasísimas y excepcionales las experiencias efectivas de identificación y persecución de modalidades criminales de crimen organizado, y en donde ello ocurrió, les fue muy mal a sus hacedores.

El control y persecución penal del crimen organizado requiere de capacidades estatales para identificar, conocer, perseguir y conjurar cuatros dimensiones fundamentales del fenómeno: las estructuras criminales encargadas de desarrollar las actividades ilícitas generadoras de la alta rentabilidad del negocio; los dispositivos de gestión de la economía criminal orientados a su administración, eventual lavado y uso de dicha economía; los aparatos armados de las organizaciones abocados a usar la violencia como modalidad de ajustes internos, de control de las bandas y de confrontación contra otros competidores o contra el Estado, cuando fuese necesario; y los sistemas de protección estatal que le conceden consentimiento o anuencia mediante la “liberación de zona”, o le brindan amparo, patrocinio, seguridad y tutela mediante diferentes modalidades de connivencia o asociación (superior o subordinada). Esas capacidades estatales abarcan labores de inteligencia y análisis criminal; tareas de investigación de campo (detectives y agentes de campo); y grupos de intervención tácticas especializadas, las que deben formar parte de un mismo agrupamiento institucional, tal como una policía especializada o un cuerpo de policía judicial.

La Argentina no cuenta con estas capacidades a nivel federal ni en los ámbitos provinciales. La ausencia de dispositivos de seguridad e investigativos (en las policías y en los ministerios públios) con estas capacidades y destrezas en el control y persecución de las diferentes modalidades de crimen oganizado es una manifestación clara de la indisposición gubernamental y judicial para abordar el tema.

Los gobiernos peronistas nunca han desarrollado estrategias orientadas a conformar, sostener, financiar y consolidar este tipo de dispositivos institucionales y tampoco hicieron un esfuerzo institucional para idearlos y conformarlos. Por lo tanto, el peronismo comparte con los gobiernos no peronistas una deficiencia aciaga, frustrante: la intuición o la certeza de que la investigación en profundidad de las modalidades más rentables del crimen organizado conducen inevitablemente a las estructuras policiales cobijadas políticamente y, en ciertos casos, a los reductos económicos, judiciales y políticos directamente vinculados a los gobiernos y a la política. Dicho de otro modo: el poder (los gobiernos peronistas y no peronistas) no está dispuesto a investigarse a sí mismo. El peronismo, así, ha sido parte del problema, no la solución.

3. 6 La indisposición a las reformas institucionales: el ansiolítico de los protocolos

Cuando los asuntos de la seguridad pública despuntaron como problemas políticos a fines de los noventa, se impuso entre los organismos de derechos humanos y, tras ellos, entre los sectores políticos democráticos la necesidad de emprender profundas reformas policiales a los efectos de erradicar las evidentes prácticas represivas propias del terrorismo de Estado que persistían y se reproducian en el interior de esas policías. Y se llevaron a cabo algunos procesos reformistas significativos, destacándose el bonaerense a partir de la Intervención de la Policía Bonaerense dispuesta a fines de 1997 y de las sucesivas gestiones ministeriales lideradas por Carlos Arslanián entre 1998 y 1999 y 2004 y 2007, sucesivamente. También, aunque de menor envergadura, cuenta la creación, diseño y puesta en funcionamiento de la Policía de Seguridad Aeroportuaria entre 2005 y 2009 durantels dos primeras gestiones presidenciales kirchneristas. En esas experiencias se puso en evidencia de forma notoria una condición inevitable para llevar a cabo la agenda reformista: la conducción política de esos procesos. Las policías nunca se autoreforman. Las reformas son hechas por la política o no se hacen.

En el caso bonaerense, las contra-reformas posteriores también fueron importantes y siempre fueron emprendidas por las mismas gestiones políticas en cuyo marco se emprendieron las reformas anteriores. Daniel Scioli en compañía del entonces ministro de Seguridad Carlos Stornelli han sido una elocuente expresión de esto. Todo este combo reformista y contra-reformista se llevó a cabo durante gobiernos peronistas, sin que nunca se pusiera en discusión cómo una misma administración política podía ir para allá y despues para acá, sin alaraca ni quilombos.

Ya en este siglo, el abandono paulatino de la agenda reformista en materia de seguridad en el peronismo fue un hecho evidente. Se echó mano a los curanderos y a los académicos con ataque de pánico a los cambios reales. Al compas del triunfo del peronismo conservador (urbano y provinciano) se fue imponiendo una visión conservadora (a veces, reaccionaria) de la seguridad y los asuntos policiales del mismo porte que los postulados por las derechas. Hasta los gestos y rictus de algunos funcionarios “comisarizados” del peronismo fueron idénticos a los de los referentes de la derecha policialista y reaccionaria. Perdimos nuestra natural impronta reformista y trasformadora. Hace una par de décadas hubieramos dicho que nos “aburguesamos”; hoy decimos que nos pusimos al gorra.

En las últimas décadas, los peronistas hemos sido militantes comprometidos contra la violencia institucional, en particular, la llevada a cabo por las policías que reproducían sin inhibiciones de ningún tipo la tortura de personas detenidas; la detención masiva de inocentes como forma de control social de los exclusidos; las acciones represivas contra las manifestaciones públicas legítimas; y todo tipo de atropellos contra personas que cometieron delitos y las que no los cometieron también. Lo llamativo es que fomentamos y llevamos a cabo campañas nacionales contra la violencia institucional al mismo tiempo que gobernábamos y teníamos a nuestros cargo a las policías que perpetraban esas acciones ilegales e indiscriminadas. Practicamos la hipocrecíacon insolencia; gritábamos en las plazas al mismo tiempo que callábamos en los palacios y bancábamos a nuestros políticos “comisarios”.

En ese marco, aquellos sectores minoritarios del peronismo con cierta conciencia y culpa sobre la hipocresía mencionada anteriormente, cuando ejercieron el gobierno, postularon, formularon y aprobaron “protocolos” contra la violencia institucional a troche y moche. Era un ansiolítico tranquilizador para esos funcionarios y para la militancia peronista contra la violencia institucional. Siempre supimos que había que erradicar la violencia ilegal y los delitos cometidos por el Estado y, en particular, por la policía, pero nunca hemos dicho una palabra acerca de cúando, cómo y de qué manera sí se debe ejercer la violencia estatal “legal” debido a que si no se ejecuta se estarían violando derechos y garantías esenciales de la personas y, en especial, de los sectores populares. Para estos peronismos en el gobierno, ha sido fácil y tranquilizador postular que la policía no debe torturar detenidos pero no le ha resultado tan gratificante indicar y ordenar el ejercicio de la fuerza legal al aparato policial, perdiendo de vista que cuando se gobierna un país o una provincia, entre otras tareas, se debe conducir policías.

Lo mismo podría señalarse respecto de los servicios carceleros y las prisiones. No fuimos diferentes de las derechas.

4. Los sectores populares son las víctimas desprotegidas de la inseguridad

El nivel y magnitud de la victimización de los delitos predatorios, rústicos, de calle, violentos que padecen los sectores populares es mayor al del resto de la sociedad. Es cierto que hay poco que extraer de entre las personas pobres e indigentes, pero, en ciertas circunstancias, la proximidad espacial de sus ofensores y la vulnerabilidad que padecen los hace víctimas inmediatas de robos, hurtos, violencias interpersonales y todo tipo de ultraje. Y esta dramática victimización tiene dos condiciones de agravamiento. Primero, es imperceptible para la opinión pública tallada mediáticamente y, por ende, para la política, a la que sólo le interesan los hechos de sangre y violentos que padecen los sectores medios y que son mediatizados. En las barriadas populares no hay cámaras de videovigilancia municipales ni privadas para regocijar a los canales de televisión (de ambos lados de la grieta) con imágenes relucientes de delitos “en vivo”. Segundo, el Estado no solo no protege materialmente a los estratos populares sino que también los victimiza con un alta cuota de violencia institucional. El actor estatal con presencia regular en esos espacios inescrutables para la sociedad integrada es la policía, que allí ejerce una dictadura patrullera en el control del territorio y de la población lugareña y regula (protege, se asocia o mira para otro lado) los emprendimientos criminales de alta rentabilidad que allí se desarrollan, en particular, el narcotráfico. En esos lugares, la policía da y recibe, concede y extrae: reparte palos y apropia plata. Y ejerce con prestancia un mandato político manifiesto (de gobernantes de la derecha dura) o tácito (de gobernantes peronistas): mantener a esas poblaciones dentro de esos territorios como guetos de encierro y, sin salen de allí (para trabajar, circular o sobrevivir del changueo o cirujeo), controlarlos severamente en las áreas de la sociedad integrada. Acá, la policía acciona como gendarmería fronteriza entre la sociedad integrada y la excluida, la cuidada y la marginalizada, a través de lo único que sabe hacer más o menos bien: control territorial mediante el patrullamiento aleatorio y la videovigilancia. La habilitación legal más perversa con que cuenta la policía para ejercer ese control fronterizo clasista es la detención sin orden judicial por averiguación de identidad durante una cantidad injustificada de tiempo.

Esta estatalidad penal segregacionista no sólo ha sido ejercida por gobiernos de derecha sino también por administraciones peronistas. La mayoría de las gestiones locales y provinciales sobre las grandes ciudades del país han sido emprendidas durante décadas por los diversos peronismos y nunca han problematizado estas cuestiones. Al contrario, las perpetuaron con conciencia o, peor aún, con desinterés.

Estas policías funcionan así de forma naturalizada. Han sido instrumentos estatales de gestión de delitos, de recaudación de renta criminal y de control poblacional desde la propia conformación del Estado nacional. No son las policías de la dictadura; son las de la democracia porque se perpetuaron así con el consentimientos de los sucesivos gobiernos democráticos peronistas y no peronistas. Siete años de dictadura no tallan más de cuarenta años de democracia. Y si lo fueran, peor aún, porque los peronismos las dejaron así como están y las engordaron con recursos, presupuestos, autonomía y consentimientos diversos.

En suma: los peronismos gubernamentales fueron policialistas, conservadores y profundamente antipopulares en el manejo de la seguridad. Sin embargo, en su seno nunca se abordaron estas cuestiones, nunca se discutieron, nunca se debatieron, siempre se silenciaron. Nos fuimos convirtiendo en guardianes indolentes del status quo frente a los sectores populares y sus padecimientos en materia de inseguridad.

5. Es la política, no la policía

En América latina y en Argentina, las buenas experiencias en materia de seguridad y reformas policiales, aquellas que han introducido cambios institucionales y nuevas prácticas, han combinado dos condiciones fundamentales. Primero, un gobernante con una manifiesta decisión política en favor de llevar adelante la política y estrategia en cuestión y, fundamentalmente, de bancarlas en el tiempo cuando arremeten las presiones políticas, judiciales, policiales o empresariales contrarias a los cambios planteados de parte de los partidarios de mantener el statu quo institucional. Segundo, un grupo de funcionario gubernamentales capacitados en el tema encargados de llevar a cabo las políticas y estrategias decididas, de conducirlas y de controlarlas, en particular, especializados en ejercer la conducción político-institucional del sistema policial.

Entre los aspectos políticamente cruciales de la gestión de la seguridad está la relación con la policía. No es posible abordar democráticamente la seguridad sin policías. Pero tampoco es posible con las policías realmente existentes. Ello impone un imperativo que no es moral sino instrumental: la reforma policial. No habrá democracia plena con una policía segregacionista y connivente con la alta criminalidad. Hay que reformarlas. El problema es que hay que hacerlo al mismo tiempo que se las debe utilizar para gobernar cotidianamente los asuntos de la seguridad. No se puede parar la rueda, y ello es crítico.

Es habitual que las reformas policiales se conciban sin tener en cuenta las condiciones de su aplicación, lo que tiende a convertirlas en una mera elucubración intelectual o en una postulación política declarativa y principista. Estas reformas requieren de un arduo trabajo en tres dimensiones: la gestión estratégica; la articulación política y la implementación organizacional.

Primero, el puntapié inicial de un proceso de reforma policial es la gestión estratégica a través del diseño institucional de la nueva policía y policial, es decir, la elaboración del proyecto institucional de cambio organizacional. Ello requiere de dos condiciones. Por un lado, la elaboración de un claro y adecuado diagnóstico institucional de la situación doctrinaria, organizacional y funcional de la vieja policía que será objeto de la reestructuración y a partir de la cual se iniciará el proceso de cambio institucional. Y, en ese marco, ese diagnóstico debe ser muy preciso en cuanto a las funciones, la organización, la profesión, la educación y el control policial, en todo lo atinente a las bases normativas y orgánicas de estas dimensiones, así como, principalmente, a las prácticas institucionalizadas que se reproducen cotidianamente en cada una de ellas. Por otro lado, debe suponer un diseño secuencial debido a que cada una de esas dimensiones deben ser bosquejadas y formuladas sobre la base del contenido de la dimensión inmediata anterior.

El punto de partida es el diseño del perfil funcional de la policía, es decir, las funciones básicas que debe detentar y desarrollar la policía y las diferentes especialidades policiales de resultan de esas funciones. De esto deriva todo lo demás. El diseño del perfil organizacional de la institución dependerá del espectro de funciones institucionales formuladas en la fase anterior. Si bien no existe un modelo universalmente válido de organización policial, las alternativas de diseño organizacional dependerán del conjunto de funciones que la institución va a desarrollar. No todo esquema organizacional resulta adecuado para el desarrollo de determinadas funciones. Es decir, la matriz organizacional de la policía dependerá del conjunto de funciones que la policía debe afrontar en su vida institucional. A partir de ello, y sólo a partir de ello, es posible llevar a cabo el diseño del perfil profesional de la policía en cuyo marco se deberán establecer los diferentes agrupamientos o escalafones y sus correspondientes carreras profesionales, todo ello resultante del tipo de especialidades funcionales y organizacionales determinadas en las fases previas. No hay modalidades de profesionalización policial que sean universales, agnósticas e independientes del tipo de policía que se pretende conformar desde el punto de vista funcional y organizacional. Esto es, el tipo de profesionalización depende del tipo de policía –distinguido por especialidades y agrupamientos- adoptado. De ello, surgirán concretamente los agrupamientos y/o escalafones y las carreras correspondientes a ellos, con sus propios grados jerárquicos, modalidades de ejercicio de la superioridad, sistema de ascensos y promociones, sistema de selección y de evaluación profesional, y régimen laboral.[2] En la secuencia siguiente, debe hacerse el diseño del perfil educacional de la policía. Los parámetros y modalidades de formación y capacitación policial son específicos y dependen del perfil profesional de cada especialidad. Las destrezas y competencias profesionales de base y continuas son diferentes de acuerdo con esos perfiles profesionales especializados, o sea, cada especialidad policial requiere de un tipo especializado de formación y capacitación, y ello sólo es posible de diseñarse una vez que se hayan elaborado los perfiles profesionales de la policía. Finalmente, se debe llevar a cabo el diseño del perfil de control de la policía. El sistema de inspección, fiscalización, evaluación y juzgamiento administrativo del trabajo policial es también específico y diferenciado según las especialidades. En efecto, las potencialidades, incentivos y condiciones habilitantes de prácticas o actos funcionales de carácter abusivo o corruptivo derivan del tipo de trabajo policial articulado según las especialidades profesionales.

Pues bien, para que este esfuerzo de diseño institucional sea viable, el proyecto institucional de nueva policía no debe ser exagerado, es decir, debe responder a las condiciones de posibilidad del cambio institucional previsible. Si existiera una brecha considerable entre el proyecto institucional y las condiciones de desarrollo del cambio institucional, el proceso reformista podría fracasar.

Segundo, una vez diseñado el proyecto de nueva policía, el proceso reformista requiere de una base de articulación política asentada en dos condiciones político-institucionales indispensables. Por un lado, una estrategia de poder que apunte a crear y generar las condiciones y alianzas que hagan viable los cambios deseados. Y, por otro lado, contra o conformar los dispositivos institucionales especializados en la gestión de los asuntos de seguridad pública y, puntualmente, en temas policiales. No hay reforma policial sin un equipo reformista con capacidad y poder político-institucional para llevarla a cabo.

Toda reforma policial se desenvuelve en un contexto signado por numerosas e intrincadas condiciones internas y externas adversas. En el plano político, en general, el proceso de reforma se anuncia y transita en medio de la ignorancia de la clase política y, a veces, del desinterés de las propias autoridades gubernamentales que lo impulsaron, lo que hace que a la transformación institucional en curso se le preste una atención atenuada o insignificante. A ello, en general, se le suma, la inexistencia -casi segura- de apoyo administrativo y financiero adecuado a los cambios institucionales proclamados, como si éstos se pudieran desenvolver sin inversión y sin un soporte administrativo excepcional, tratándose justamente de un proceso institucional extraordinario. Asimismo, no es de menor relevancia la ausencia de dispositivos y equipos de gestión especializados. Habitualmente se cree que las reformas institucionales se desenvuelven por sí mismas a partir de su diseño y formulación, o que la efusiva declamación de voluntad política viabiliza los cambios.

La gestión exitosa de estas condiciones políticas adversas requiere de la construcción de un relativo poder institucional –en especial, dentro de la propia estructura gubernamental y burocrática- así como de la necesaria conformación de una base de apoyos y alianzas políticas favorable o habilitante al proceso institucional de reforma en el parlamento, los partidos políticos, las autoridades judiciales así como en la sociedad civil, el sector empresarial, la prensa y las organizaciones no-gubernamentales relevantes.

Todo esto necesita de amplias destrezas gubernamentales y políticas. Sin embargo, éstas no siempre están presentes en los equipos reformistas, o lo están limitadamente. Lo complejo de estos procesos de cambio institucional es que la reforma policial tiene como condición de desarrollo la creación de las habilidades gubernamentales sin las cuales dichas reformas no podrían ser viabilizadas, estabilizadas o consolidadas. Son los inconvenientes que se deben afrontar por no contar con equipos gubernamentales especializados en la gestión política de la seguridad pública y en los asuntos policiales. Lo cierto es que el éxito o el fracaso en la construcción de esas capacidades gubernamentales redunda en la creación de condiciones políticas favorables o constrictivas para el proceso político-institucional de reforma policial.

Tercero, toda reforma policial precisa de una gran capacidad de gestión organizacional. En estos procesos, los apoyos organizacionales (de policías) al proceso de cambio son débiles y tenues, al mismo tiempo que los actores internos refractarios al proceso reformista y favorables a la continuidad del esquema institucional tradicional son amplios y muy laboriosos. El activismo y la resistencia de los actores y agentes internos –algunos con fuertes alianzas externas- que se benefician con la vieja policía y que, por ende, repudian los cambios anunciados o iniciados constituye uno de los principales obstáculos para el proceso reformista. El relativo poder de veto, presión o extorsión, en medio de la indiferencia o pasividad de numerosos actores internos que no repudian el cambio o lo apoyan, pero no llevan a cabo ningún tipo de acción a favor de su desenvolvimiento o de la neutralización de los conservadores, pone en tela de juicio la viabilidad de la reforma.

Desarticular el accionar de estos actores y conformar un dispositivo organizacional favorable al cambio programado es un tarea compleja e intrincada que no se reduce apenas a la “depuración” institucional –habitualmente denominada “purga”- mediante la expulsión o indisposición de los actores internos contrarios al cambio sino que debe implicar la generación de apoyos y alianzas internas derivada de las intervenciones llevadas a cabo en el interior la institución policial en cuanto a los mandos superiores y al personal medio y subalterno, siempre en procura de doblegar las resistencias y construir bases de apoyo para el desarrollo del proceso reformista.

6. Una agenda para la construcción de consensos político e institucionales

En su documento, Cristina Fernández enumeró una serie de temas fundamentales a los que calificó de “cuestiones de Estado” que deben resultar de acuerdos básicos del conjunto de la clase política argentina. Y para que esas cuestiones puedan “prosperar y llegar a conclusiones efectivas, útiles y de posible realización” deben ser debatidas en el marco de dos “condiciones básicas”. Primero, deben ser abordadas “con conocimiento de lo que se habla, no sólo desde la teoría sino, fundamentalmente, desde la realidad y la experiencia histórica que nos permite confirmar empíricamente lo que pensamos o revisar lo que creíamos”. Segundo, deben ser tratadas en un “marco de respeto al que piensa diferente”, evitando “el clima de insultos, escraches, descalificaciones y estigmatizaciones”. Brillante, entre otros aspectos, porque anida en ella la voluntad de mirar críticamente para atrás sin tirar a nadie por la ventana (y yo agrego, sin dar nombres, excepto el mío poniendo en el tapete mis errores) en miras de delinear políticas y estrategias de futuro.

El acuerdo y el consenso político es posible como lo fue en el pasado. Los grandes cambios institucionales en materia de seguridad y policiales a lo largo de las últimas décadas se asentaron en acuerdos inter-partidarios y legislativos amplios. Bastan algunos ejemplos trascendentes: la Ley Nº 23.554 de “Defensa Nacional”; la Ley Nº 24.054 de “Seguridad Interior”; la Ley Nº 25.520 de “Inteligencia Nacional”; la Ley Nº 26.102 de “Seguridad Aeroportuaria” que creó en 2006 a la PSA; la Ley Nº 2.894 de “Seguridad Pública de la Ciudad de Buenos Aires, en la que se creó la Policía Metropolitana; la Ley Nº 27.126 de la “Agencia Federal de Inteligencia”; y la Ley Nº 5.688 de “Seguridad Pública”, en la que se creó la Policía de la Ciudad de Buenos Aires, entre otras iniciativas. Todas estos emprendimientos legislativos dieron lugar a políticas, estrategias y acciones que conformaron un núcleo duro de consensos políticos pocos habituales en nuestro país.

De las consideraciones de Cristina sobre seguridad pública, surge una agenda de cuestiones que hace ya un largo tiempo son deudas pendientes de la democracia argentina:

  1. La formación de un funcionariado político especializado dedicado a la alta gerencia político-institucional de los asuntos de la seguridad y, en su marco, a la conducción superior de las policías. Ello debe inscribirse en una suerte de re-politización de la seguridad pública mediante la formación de cuadros políticos especializados en estos asuntos, tal como ocurre en la inmensa mayoría de los partidos tradicionales europeos. La seguridad no es un asunto policial, es una cuestión política, pero lo es en la medida en que ésta se apropie del tema.
  2. La conformación de una Agencia Federal de Seguridad Compleja abocada a la investigación de las diferentes modalidades de criminalidad organizada de amplia envergadura y de relevancia regional y federal, constituida por tres áreas básicas: el área de inteligencia criminal abocada a la producción del cuadro de situación acerca de las problemáticas criminales en los planos estratégico (modalidades generales y fenoménicas) y táctico (organizaciones y actividades específicas), un área de investigación de campo orientada a las labores de indagación (de campo, en el terreno y de forma digital) acerca de las problemática criminales identificadas; y un área de intervenciones tácticas orientada a llevar a cabo diligencias especiales como detenciones, secuestros, seguimientos, protecciones, etc. Analistas, detectives y policías especiales constituirían la dotación básica de la agencia en cada área respectivamente y trabajarían en equipos de investigaciones integrados por los tres componentes. La dimensiones de investigación de esta agencia deberían dar cuenta de cuatro aspectos básicos de las problemáticas criminales complejas: la estructura y las actividades ilegales y legales del grupo criminal; la gestión de la economía ilegal y legal del grupo criminal (eventualmente, las operaciones de lavado de dinero); el dispositivo de acción armada del grupo criminal (gatilleros, seguridad, sicarios); y la trama de protección estatal del grupo criminal, en los estamentos policiales, judiciales y políticos, según corresponda en cada caso.
    Esta agencia se debería conformar a través de la reforma integral de la Policía Federal Argentina, la que dejó que existir como se la conocía desde 1945 cuando Mauricio Macri le cercenó su núcleo duro, la Superintendencia de Seguridad Metropolitana, y en el marco de la constitución de un nuevo sistema federal de investigación criminal de la criminalidad compleja sobre la base de la intervención de las unidades especializadas de las policías y fuerzas de seguridad federales.
  3. El diseño y formulación de una estrategia de seguridad preventiva para centros urbanos orientada a la prevención y conjuración de delitos en el ámbito local (municipio de grandes ciudades) mediante el desarrollo de modalidades de policiamiento focalizado asentado en dos pilares: un adecuado sistema de información y de análisis delictivo que permita actualizar y georreferenciar en forma permanente el conocimiento fehaciente de la dinámica del delito en la jurisdicción de referencia; y estrategias y modalidades de intervención policial orientada a la disuasión, prevención y conjuración de los delitos, tácticamente flexibles y adaptables a la diversidad de manifestaciones delictivas a ser controladas.
    La prevención de los delitos es siempre local, no provincial, debido a la enorme diversidad de problemáticas delictivas y de factores determinantes de éstas. Por lo tanto, una estrategia de seguridad preventiva eficiente debe llevar a cabo en el ámbito de los municipios.
    Ahora bien, ello requiere de dos condiciones fundamentales. Primero, construir capacidades de gestión política de los municipios en cuestiones de seguridad y en la dirección de dispositivos policiales locales. Segundo, llevar a cabo un proceso de descentralización institucional mediante el traspaso de los sistemas policiales de seguridad preventiva de la policía provincial de referencia a los municipios que acepten conformar sus propias policías locales.
  4. La conformación en el ámbito de las policías y fuerzas de seguridad federales de sistemas de control externo con el objeto de fiscalizar la legalidad, el desempeño y los resultados de dichas instituciones, e investigar y juzgar administrativamente las faltas graves de sus numerarios y eventualmente asistir a la justicia competente en la investigación de delitos cometidos por sus integrantes en el desempeños de sus funciones. No sólo se trata de prevenir e impedir la comisión de faltas y delitos de parte de los miembros de aquellas instituciones sino de auscultar y apuntalar el desempeño institucional de éstas y los resultados alcanzados de acuerdo con las políticas, objetivos y metas institucionales formuladas por ellas.
    .
    A estos asuntos, deberían añadirse otros que resultan relevantes para la seguridad pública:
    .
  5. La puesta en funcionamiento de Observatorios de Seguridad Pública en el ámbito de los ministerio de Seguridad destinados a producir y analizar la información referida a las violencias y problemáticas delictivas y al desempeño de las instituciones del sistema de seguridad (policial, política y judicial), con la finalidad de que dichos conocimientos constituyan los insumos fundamentales para elaborar, formular y evaluar las políticas y estrategias de seguridad pública, tanto en la dimensión sustantiva relativa a las problemáticas criminales como a la dimensión instrumental relativa a las reformas y actualizaciones institucionales del sistema de seguridad pública en sus diferentes componentes.
    Estos conocimientos y la labor del Observatorio constituirían una fuente de transparencia social e institucional en la gestión de la seguridad pública en la medida que permitiría diagnosticar la situación y el desempeño del sistema de seguridad pública, así como también evitar la manipulación falaz de la información sobre los delitos y la seguridad pública por parte de determinados medios de comunicación o sectores políticos.
  6. Promover un conjunto de bases legales e institucionales que regulen la protección del trabajo policial en todo lo relativo a las condiciones y medio ambiente de trabajo y a los mecanismos de representación de los intereses profesionales y laborales de los y las policías, sobre la base de un principio fundamental: los y las policías son trabajadores y trabajadoras y, como tales, sus derechos, deberes y obligaciones laborales deben ser plenamente reconocidos por la legislación nacional.
    Actualmente, los y las policías son un colectivo de trabajadores en situación de vulnerabilidad debido a que desempeñan su labor en condiciones laborales altamente deterioradas. En la Argentina, el trabajo policial es una de las actividades más precarizadas del empleo público y, pese a ello, está vedada la posibilidad de conformar organizaciones profesionales para defender los intereses de los trabajadores y trabajadoras policiales, lo que ha favorecido la proliferación de diferentes formas de asociativismo policial como mecanismo de representación alternativo al sindicato. Difícilmente, un o una policía esté en condiciones de proteger los derechos y libertades de personas (esa es la función de la policía) si en su propia organización (que forma parte del Estado) y a lo largo de toda su carrera profesional sus derechos y libertades laborales han sido y son violados de manera sistemática.
  7. Fortalecer la capacidad de persecución penal de la criminalidad organizada de alta complejidad mediante un conjunto de reformas normativas e institucionales en el ámbito del Ministerio Público Fiscal. Primero, la creación de una policía judicial como cuerpo policial de investigación especializado exclusivamente en la producción de análisis criminal e investigación de grupos y actividades criminales organizados. Segundo, la reforma y actualización de las normas procesales y técnicas de investigación de grupos y actividades criminales organizados en el ámbito del MPF.

Marcelo Fabián Sain
Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia (ILSED),
29 de abril de 2024
Foto de portada: Alejandro Cruz (trabajador de Agencia Télam)
Retrato del autor de la nota.


[1] Con “sectores populares” me refiero a los estratos asalariados formales (de bienes y de servicios), trabajadores informales y desocupados, con sus núcleos familiares. También abarco con ese concepto a los espacios habitados y usados por esos sectores: la barriadas populares de las ciudades argentina.

[2] Por ejemplo, un policía de seguridad preventiva desarrolla un conjunto de labores sustantivamente diferente del que desarrolla un policía de seguridad compleja abocado a la identificación y conjuración de organizaciones criminales complejas. El policía de seguridad preventiva puede especializarse, a su vez, en diferentes labores, tales como patrullamiento o control preventivo, mantenimiento del orden público u operaciones especiales. Cada una de estas especialidades deben componer agrupamientos y/o escalafones diferenciados en cuyo marco se deberían estructurar carreras profesionales diferentes y especializadas.

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