Alejandra Slutzky lleva con orgullo y compromiso militante el apellido de su padre, Samuel, quien fuera médico en Taco Ralo, militante de las FAP y detenido, desaparecido y asesinado por la dictadura cívico-militar. Pero también lleva en su cuerpo a Ana, su mamá, una mujer cuya biografía de militancia, amor y locura aguardó más de medio siglo para salir a luz.
Es precisamente Alejandra quién la saca de las sombra en Ana Alumbrada (Deixis, Editorial Punto de Encuentro). “La historia de mi madre empieza mucho antes de que yo empiece este libro –cuenta Alejandra, en una entrevista con Revista Zoom–. No la heredé así, literalmente. La familia que me quedó después de la dictadura me contaba que mi mamá estaba “mal de la cabeza”, y era lo único que me contaban de ella, pero yo sentía que había más. Que no podía ser solamente una “persona mal de la cabeza’”.
Claro que había más: militancia, maternidad clandestina, viajes, encierro y cartas con Julio Cortázar. “Ella falleció en un hospital neuropsiquiátrico en el 82. Yo misma tengo dos hijos, eso también hace que uno reflexione sobre su propia madre –explica Alejandra–. Entonces en el 2012, 2013 empecé a buscarla, y empecé por el principio: fui al hospital donde la había visto por última vez, el Moyano acá en Buenos Aires, y me encontré una historia clínica regrande, con un relato de su vida dictado por ella misma. Me impresionó mucho. Encontré también su legajo en la DIPBA (Dirección de inteligencia de la policía de la provincia de Buenos Aires), que tenía un montón de datos. Así fui encontrando su historia. Me encontré con una mujer que me encantó, porque es una mujer que militó un montón, que estuvo en Cuba con mi papá y nosotros cuando éramos chiquitos, en el 67, a entrenarse con la idea de volver a Argentina a fomentar, armar, hacer la revolución. Después, todo salió diferente, salió de otra manera. Pero sí, militó un montón y pintaba, escribía, era amiga de Cortázar, se escribía con él desde los hospitales desde el 75 al 82. Todo eso no lo sabía y lo fui encontrando.
En tu historia familiar sobresalió siempre la figura de tu papá, que era el médico de Taco Ralo.
Claro, mi papá era el médico de Taco Ralo. Junto con Envar El Kadri y otros compañeros ha sido muy elogiado, homenajeado también, con todo el derecho del mundo, porque era una persona amorosa y muy militante que se jugó, tomó las armas y se fue al monte siendo médico. Pero él pudo hacer todo eso porque mi mamá se ocupó de nosotros. Él tenía hijos pero en ningún momento se preocupó por quedarse con nosotros, él tomó su rumbo, hizo sus cosas y otros se ocuparon de nosotros… el otro era mi madre. Entonces me hacía mucho ruido que tuviéramos cinco placas con su nombre, y nadie hablaba de mi madre. Me puse a buscar y me di cuenta de que en la historia de la militancia, todos los hombres, compañeros, tienen nombre y apellido o por lo menos un apodo; y las compañeras son “la compañera de”, “la madre de”, “la viuda de” o “la hija de”. Muchas veces a las compañeras no se las nombra por el nombre y quedan olvidadas en el anonimato de la militancia y de la lucha. Y sin todas esas mujeres anónimas que existieron y existen al día de hoy, en los barrios y en todo el país, no llegaríamos a ningún lado. Son las mujeres las que levantan las banderas cuando a los hombres se les caen, las que levantan las banderas cuando los hombres hacen la guerra y toman las armas. No digo que las mujeres seamos “santas” –ni de lejos–, porque no lo somos, pero sí creo que somos las que finalmente optamos por construir la paz. No nos interesa tanto el protagonismo del poder, pero sí luchamos y quedamos tapadas en el olvido. Por eso quise sacar a mi mamá de ese lugar y con ella sacar a la luz otras historia que encontraba en el camino.
Esa reconstrucción de la imagen de tu mamá debe haber sido muy impactante, enriquecedora en sentido simbólico. En ese camino de búsqueda, ¿cuáles son esos tesoros que de algún modo vinieron a completarte?
De mi papá se decía que él era el militante, que esto, que el otro, y lo que más me impactó fue descubrir que mi mamá tenía una ideología muy firme. Que mi mamá realmente pensaba y era inteligente, tal cual mi padre. Y que militaba como él, aunque nadie la recordaba como militante. Eso me impactó: reconocerla como la militante que fue y entender que se la dejaba de lado porque él era el que guiaba… ya no sé si era tan así, porque ella pensaba un montón. Y después me di cuenta también de que era una mujer libre. Liberada de esas cadenas que la ataban como mujer y como persona, tomando parte en la sociedad. En los años 60, París vivía una liberación sexual, y la liberación de la mujer, de su cuerpo, de sus elecciones. Ella parece estar muy convencida de eso, y eso me gustó. También resultó ser muy creativa: pintaba, escribía. Empecé a acordarme de cuando lo hacía en nuestra casa. Y a descubrir en mí cosas que tenía ella. Me fui descubriendo yo misma. Me fui dando cuenta de que elijo los mismos libros que ella leía, o la misma música que ella escuchó. Y es reloco porque no recuerdo que ella me lo haya enseñado, pero lo elijo igual. En algún lugar de mi cuerpo tengo su recuerdo. Eso me quedó, y cuando lo fui encontrando me cerró todo y me sentí más completa. Se cerró la figura de mi madre de una manera que me alegró la vida, que me completó la vida y me sanó un montón de dudas y de cosas que tenía. Encontré las cartas entre ella y Cortázar, entonces pude hacer un homenaje a esa parte de su persona, a su escritura. Y me parece una mujer hermosa.
Tenías de chica esas cartas de Cortázar a Ana guardadas y te reencontraste con ellas en esta búsqueda. Además de la amistad en las cartas, Cortázar tuvo un compromiso materializado con Ana, ¿cómo fue eso?
Yo siempre supe que Cortázar era amigo de mi mamá. Yo no veía como al escritor grande e ilustre, lo veía como amigo de mi mamá. Sí, yo siempre guardé cartas, y recién en 2012, 2013 me puse a buscar su historia. Recordé las cartas que tenía literalmente en una caja de cartón guardadas en el altillo de mi casa. De repente se me ocurrió leerlas, yo nunca había leído porque era un pedacito de intimidad entre ellos dos. Y ahí me di cuenta de que Julio fue la persona que la mantuvo viva –su dignidad y su pensar– en esos manicomios que eran lugares horrorosos. Ellos se escribían y mi madre se las arreglaba para hacerle llegar cartas y para recibir las de él. Y él le mandaba dinero a mi mamá, y con ese dinero una tía abuela la pudo sacar del Moyano y llevarla a una clínica en Tourdera, donde falleció. La verdad es que él tuvo un papel súper importante, porque a mi papá lo habían secuestrado, mi hermano y yo estábamos en Holanda, los dos hermanos de mi mamá tampoco estaban, a uno lo habían asesinado y el otro se había ido del país, al hermano de mi papá también lo habían secuestrado y se había ido del país, entonces ella había quedado sola, sola, sola en el manicomio. Pero las cartas de Cortázar la mantuvieron a ella con vida, y la esperanza de volver a vernos a nosotros algún día, lo que no ocurrió, pero eso creo.
En tu búsqueda en el Moyano y el Borda aparecen otros hallazgos, otras historias que son eslabones de nuestra historia colectiva pero no son la de Ana en particular. Las historias de otras víctimas del terrorismo de Estado y el rol que tuvieron estos neuropsiquiátricos en la maquinaria represiva. ¿Cómo ocurrió ese hallazgo?
Yo empecé a buscar a mi mamá en el Moyano y hablando con mis compañeros de H.I.J.O.S. y con contactos en la secretaría de DDHH donde había compañeros, varias personas me ayudaron y me acercaron nombres de víctimas que pudieron haber estado en estos neuropsiquiátricos. Encontré contactos en los hospitales de gente que me dejara buscar adentro, y Carlos Lafforgue, que estaba en el Archivo Nacional de la Memoria (SDHN), me hizo una carta que me autorizaba a acceder a los archivos. No fui al archivo central solamente. Paseé y caminé un montón los pasillos y los pabellones de los dos hospitales. No me quedé en lo oficial, salí y así encontré una enfermera, un enfermero y un médico que me llevaron a los pabellones de atrás, donde hallé las carpetas de los compañeros que habían estado detenidos en los psiquiátricos. Encontré varios casos muy diferentes, pero todos usando los muros del “loquero” como lugar de encierro y desaparición. Había compañeros, por ejemplo, que estaban secuestrados y los llevaban y traían del Borda, o compañeras presas que las llevaban al sector de mujeres y después las devolvían a la cárcel. Otra que secuestran, la liberan y después la llevan al Moyano. Todos con secuelas graves como consecuencia de la desaparición y la tortura. Así encontré también varias carpetas de chicos que hacían el servicio militar en tres lugares específicos: la ESMA, Campo de Mayo y de la Base Belgrano. Todo lo que encontré lo digitalicé y lo entregué a la justicia, para que se haga justicia, o historia, o memoria por lo menos.
Tu labor también es construcción de esa memoria. En ese sentido, en los primeros capítulos, mientras buscás la de militancia de tu mamá, vas tejiendo un hilo que empieza con su paso por el Partido Socialista, su acercamiento a John William Cooke y a Alicia Eguren. ¿Cómo fue el camino militante de tu mamá que incluyó aquel entrenamiento en Cuba?
Ella empieza a militar en el Partido Socialista de Vanguardia a principios de los 60, jovencita. Ahí se encuentra con otros compañeros. Su familia es medio rara, los tres hermanos militan en espacios muy distintos: está Tacuara nacionalista, está ella que se mete en la izquierda, su hermano que está con Joe Baxter. Mi mamá y mi papá participan en la Casa del Socialismo de Morón. En el 62, según el archivo de la DIPBA, los arrestan repartiendo panfletos. Otros compañeros dicen que formaron parte de la toma de la facultad de Filosofía. La cosa es que se conocen ahí y salen de la cárcel en pareja. No sé cómo hicieron pero la cosa es que después de la cárcel son pareja. Y de ahí en adelante se va formando el grupo de la FAP, Fuerzas Armadas Peronistas, y deciden vender todo e irse a Cuba. Como hacían todos los compañeros, primero se fueron a Europa, París, Praga, y de ahí a Cuba.
En tu libro contás que tus padres salieron enamorados de la cárcel. Es habitual en estas historias encontrar que de la oscuridad surgen pulsiones vitales como el amor, por ejemplo. Del mismo modo que el título, “Alumbrada” remite a reparir a Ana, también a sacarla de la sombra de la locura.
Sí, Ana alumbrada se refiere a eso. A sacar a mi mamá del rincón oscuro del olvido y, para peor, del estigma de la locura. Porque me di cuenta de que la gente no habla del familiar que tiene problemas psiquiátricos, o se habla del que está “mal de la cabeza”, pero el resto de la persona desaparece. La quise sacar de ese lugar y con ella a los otros compañeros y compañeras que fui encontrando. Quisiera que el libro contribuya a superar ese estigma. Una enfermedad psiquiátrica puede ser como cualquier otra, se podría tratar en un hospital cualquiera, no tenés por qué encerrar a la gente tras muros de seis metros. Es una enfermedad, se cura o no, pero no hay por qué ponerles ese estigma. También la quise sacar del olvido que le tocó a ella y a muchas compañeras.
Ana alumbrada. Militancia, amor y locura en los 60 se presentará el próximo martes 17 de julio, a las 19,30, en el Centro Cultural de la Cooperación. Junto a Alejandra expondrán la psiquiatra Victoria Martínez, la escritora y exdetenida desaparecida Cristina Feijóo, el ensayista Horacio González –“el único hombre en la mesa”, aclara la autora– y la periodista Alejandra Dandan, quién coordinará el panel. Además, la actriz Ana Celentano leerá pasajes del libro. “Creo que va a ser una noche linda, muy linda. Vamos a alumbrar el libro, estos temas y una parte de la historia”, se entusiasma Alejandra. Y tiene por qué.