Como una reacción a la hiperpolitización kirchnerista y en línea con un nuevo clima político, se consolidó un formato de programa de televisión en los canales abiertos que suponen el encuentro de diferentes figuras públicas a partir de la conversación supuestamente amena, donde se celebra el diálogo y la diferencia. Ya lejos de los paneles periodísticos, envíos como “Almorzando con Mirtha Legrand”, “Podemos Hablar (PH)” y “Debo decir” imponen agenda y sobretodo aceitan el juego del paradigma neoliberal del consenso.
Se trata de dispositivos que postulan un universo discursivo desde tres dimensiones: proponen una falacia del consenso que se alimenta a partir de supuestos pareceres diversos; profundizan el rol de un conductor que ejerce un papel imperativo con características disímiles; y articulan la participación de los invitados desde una instancia variopinta, que se corrige o se potencia según ciertas divergencias.
El dispositivo
Desde una escenografía que simula un encuentro hogareño (con diferencias de clase y estilo) se convoca un ideario de conversación cotidiana y de debate público muy “natural”, para ver cómo “habla y dice la gente”. Así, el sistema articulado en estos programas diagrama una homogeneización del discurso que conlleva a una esfera ficticia de consenso. Se come y se bebe como en cualquier celebración donde cada participante disfruta el encuentro. Aun así, entre risas y posturas de seriedad, la charla transita por lugares a veces esquivos, pero siempre reproductores de una discusión hegemónica y habilitada desde los medios masivos.
“En estos brindis del consenso neoliberal no hay derrame”
El escenario permite que se encuentren las miradas, en un mensaje de horizontalidad de los invitados, supeditados a la centralidad de la figura del conductor, quien delega la palabra y marca el pulso del discurso. Si bien se puede creer que esta disposición espacial responde a las necesidades técnicas de las cámaras, es posible señalar que deja de lado las miradas subjetivas que proponen, por ejemplo, los celulares. Es que, a partir de esa decisión, se sostiene una verticalidad que controla la totalidad del discurso.
Los conductores
Como verdaderos gendarmes del consenso, los conductores no sólo cuidan los tiempos de los programas, sino que direccionan el discurso a partir de enlaces temáticos y de personajes en búsqueda de las frases más polémicas que impongan agenda, más allá de su envío.
Así, los conductores se construyen a partir de particularidades que los identifican. Mirtha Legrand, por ejemplo, sutura ciertas conversaciones o delibera sobre otras a partir de su voz legitimada –su figura histórica– y la apelación a la edad o el recorrido de vida. Luís Novaresio, en tanto, focaliza –desde la mesura y los atisbos de razonamiento– una situación de posible afabilidad y cordialidad que se activa por muecas, ademanes y sensibilidades. Por último, Andy Kusnetzoff instituye su papel desde una estética posmoderna y cool que, en rigor de una perspectiva urbana, unifica y forja encuentros supuestamente desfachatados y relajados.
No obstante, más allá de los diferentes targets publicitarios, el rol del conductor televisivo constituye la autoridad en tanto que cierra las secciones o los breves intercambios con los invitados con aseveraciones, reflexiones “a toda la sociedad” (para no señalar responsabilidades) y gestos hacia el televidente, el verdadero objeto a captar por el consenso.
Los invitados
La participación de cuatro o más invitados supone una cierta pluralidad y un verdadero encuentro de diferencias, ya sea de ámbitos profesionales, partidos políticos, edades y “clases”. Todos se disponen a compartir una charla amena, donde saben que dirán poco y debe ser lo suficientemente consistente para su reproducción mediática.
En esa diversidad de figuras se suele desequilibrar cierto discurso unívoco y pueden aparecer voces disonantes que son rápidamente controladas por la mirada, la gestualidad y la indicación del conductor. En este sentido, el rol de los invitados cobra real importancia en estos carriles de análisis porque son los que logran confrontar y fisurar la linealidad de la estrategia discursiva. Por tanto, los entrevistados menos pensados o, quizás, aquellos que tienen una personalidad más pasiva, son los que han logrado marcar una diferencia, como las inesperadas intervenciones de Mariana Nannis en PH o Marcela Kloosterboer en la autodenominada #mesaza.
“Cuando en estos programas surge la divergencia y se instaura brevemente un momento de tensión, se observa la activación de un dispositivo y la negación de la controversia”
En función de esto, cuando en estos programas surge la divergencia y se instaura brevemente un momento de tensión, se observa la activación de un dispositivo y la negación de la controversia. El lugar de la conducción se dedica a sentenciar la interpretación sobre la falta al juego del consenso, muchas veces en forma de aclaración o bien, de acusar al invitado de no dialogar, no escuchar, el nuevo pecado de estos tiempos. Quizás porque la fuga depende de una figura pública ajena a la discusión política y queda rápidamente deslegitimada.
Por ello, la homogeneidad pretendida se transforma en discusión o puesta en común de un posicionamiento, a pesar de todos los vaivenes y los intentos por recuperar esa falsa armonía.
Los temas y el procesamiento del dispositivo
Los programas mencionados proponen un encuentro que vincula a gente desde la diferencia y construye una noción de conversatorio. A partir de ello, los programas articulan una intención que plantea unificar puntos de vista y cerrar, desde la armonía, perspectivas comunes y también centrales de la vida. Desde las relaciones de pareja, episodios de ética y moral hasta lo público son charlados en la búsqueda de acuerdos extremadamente generales.
En este avance, la direccionalidad ejercida por parte del conductor siempre redunda entre cuestiones de la agenda, que privilegia la crítica y la agresividad hacia los sectores demonizados por los medios hegemónicos y que tiene una continuidad en las redes sociales (a través de la proliferación de “memes”, imágenes de burla o “gifs”).
En dicho tránsito, muchas veces la voz disonante queda marcada y su palabra es deslegitimada, tanto en el programa televisivo en cuestión como en la secuencia en formato de “meme” o “gif”. Más allá de los argumentos y las explicaciones, las opciones se diluyen y el discurso de ese participante/invitado queda atrapado y vinculado a una ruptura del consenso. En función de esta puesta en movimiento, el dispositivo expone cuáles son las voces a seguir y en qué momentos funciona la democracia: según palabras claves, argumentos moderados y muecas estables.
De esta manera, en estos brindis del consenso neoliberal, no hay derrame. Las regularidades presentes tanto en los temas a discutir, los roles de los conductores y el actuar de los invitados configuran los límites del discurso social. Y aunque se trate sólo de televisión, estas lógicas las observamos reproducidas en otros ámbitos donde la discusión se banaliza, se enreda y profundiza las exclusiones. Por esta razón, aquellos que intentan contextualizar los procesos y discutir políticas públicas se encuentran fuera de las líneas de lo decible y de lo esperable por la coyuntura televisiva.