Historia Argentina X

El intento de magnicidio a Cristina Fernández de Kirchner. La misoginia que conlleva el acto y los discursos de odio que lo impulsaron.

Hace menos de dos semanas este mismo medio publicó “Del litigio al diferendo político”, artículo del cual fui coautora y cuyo objetivo es analizar la persecución judicial a CFK y su basamento en preceptos clasistas, misóginos y antidemocráticos; poco después organizamos desde el CIDerCrit (Centro de Investigación en Derecho Crítico) una ponencia virtual sobre la temática del lawfare, donde la abogada Stefanía Alba Nájera equiparó la construcción de “la chorra, la corrupta” con el concepto zaffaroniano del estereotipo criminal, aquel que identifica a los jóvenes con cierta forma de hablar y cierta vestimenta con el imaginario de “pibe chorro”. Se acercaban las 20:00 del jueves 1 de septiembre.

La peor víctima

Fernando André Sabag Montiel gatilló dos veces su pistola Bersa de calibre 32 directamente frente a la cara de Cristina Fernández de Kirchner, la mayor líder política de Argentina desde hace por lo menos tres lustros. Los disparos no se produjeron –la cámara del arma no traía cartuchos útiles– pero sí se produjo la reacción de los militantes, quienes apartaron al extraño sujeto con los reflejos rápidos y el instinto feroz de quien socorre a su propia madre.

Desde la denuncia del fiscal Luciani, durante la cual se le negó a CFK su derecho a declarar, la multitud devota había empezado a congregarse alrededor del domicilio de Recoleta. Se trata de quizás segundas o hasta terceras generaciones de kirchneristas que por primera vez oyeron los términos “nacional y popular” de boca de esta mujer; mujeres que por primera vez se vieron representadas más allá de la “Santa Evita”, más santa que mujer a esta altura; es que Cristina es capaz de afirmar en una reunión sobre exportación de carne que “la carne de cerdo mejora la actividad sexual”, o de aventurar que “hubiera sido amante de Belgrano, sin dudas”. Es una lideresa capaz de retar públicamente a sus colegas –mayormente hombres–, o de bramar “me calienta mucho que seas tan pelotudo” al entonces jefe de la AFI. Una política incorrecta, sobre todo para su género –a los hombres no solo se les permiten las excentricidades, sino que se las festeja: basta con mencionar al difunto playboy riojano–, y una víctima mucho más inconveniente todavía. Por todo esto es que primero fue “soberbia”, luego fue “yegua” –insulto bien campestre en la época de conflicto con los grandes empresarios del campo–, y los demás agravios se fueron instalando. Los más repetidos actualmente son “chorra” y “corrupta”, aunque la mayoría de quienes usan esas palabras no sabrían fundamentarlas ni fáctica, ni jurídicamente.

Con el paso del tiempo estos dos descriptores se sedimentaron hasta el punto de convertirse en lo que los anglosajones llaman slur, es decir, insultos cargados inherentemente de odio y de una alta carga discriminatoria. (El mismo proceso de degradación semántica atravesó la misma palabra yegua, que en sí no se refiere a más que a una especie animal). Quizás “chorra” se pueda utilizar de manera más amplia en otros contextos, pero “corrupta” con la terminación en la a ya es casi sinónimo de nuestra vicepresidenta: es La Corrupta con mayúsculas. Cristina Fernández de Kirchner es la peor víctima que tiene nuestro país.

Los dinosaurios (y los dinosauritos)

Charly cantaba con fervor pre-alfonsinista “pero los dinosaurios… ¡van a desaparecer!” allá en 1983 y, si bien la Parca no perdona a nadie, nuevos dinosaurios nacen cada día. Y ni siquiera es que se reproduzcan de manera biológica, puramente cientificista: son muchos los padres progresistas con hijos de ideas insólitas –cabe mencionar el caso Rozitchner–, y mi propia familia le dice “la época de la subversión” a la última dictadura militar, así que nada es tan matemático como pareciera.

La apuesta pseudo-nietzscheana –pocos de ellos, estimo yo, han leído al filósofo alemán– es ser “distintos al rebaño”. Conozco esa estirpe y me trae muchos recuerdos de la adolescencia, pero “Tedy” tiene treinta y cinco años. Sus perfiles en las redes ya fueron clausurados por Facebook e Instagram, pero pueden verse todavía las selfies que se tomaba en el gimnasio sacando trompita o los símbolos fascistas que se tatuó en el cuerpo. “Cristiano” es una palabra que usa para describirse, la misma que usan tantos seres que no le hubieran caído del todo bien a Jesús de Nazaret. Podría referirme ahora al ultramontanismo y su arraigo en la Argentina o a personajes como Hugo Wast o el cura carapintada Moisés Jardín, pero no hay tiempo: solo basta saber que no salieron de las alcantarillas por arte de magia, sino que pertenecen a una amplia genealogía que esparce sus ramas venenosas a través del tiempo, de la sangre y de la mismísima razón.

Una frase-cliché que circula por las redes sociales dice algo a los efectos de que “a veces, para ponerse de un lado sólo hace falta ver quién está del otro”. En este caso, sirve constatar quiénes se quedaron callados ante este hecho tan aberrante, o peor aún, quienes lo negaron o festejaron. Hago una breve mención de ellos: Amalia Granata, Patricia Bullrich, Martín Tetaz, Javier Milei, y muchos otros monstruos de menor calibre pero no menos peligrosos. Porque si bien CFK puede caer mal o bien, no es ella como persona la única receptora de esa bala y de ese odio, sino que son los sectores sociales que representa –históricos receptores de estereotipos criminales–, y es por sobre todas las cosas la democracia.


Agustina Quintana, forma parte del Centro de Investigación en Derecho Crítico (CIDerCrit) y es ayudante en la materia Derecho Político (JurSoc-UNLP).

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