Si el macrismo significó el derrumbe del Estado de Derecho en el país, ahora ciertas resoluciones judiciales reflejan el desplome del régimen macrista.
Un gran ejemplo es el fallo de la Cámara Federal de General Roca, que demolió el relato oficial sobre el asesinato del joven mapuche Rafael Nahuel. Esa versión insistía en que sucedió en medio de un “enfrentamiento armado” entre miembros del pueblo originario al que pertenecía la víctima y efectivos de Prefectura, pese a las pruebas sobre un fusilamiento por la espalda.
Es ilustrativo al respecto un párrafo en particular:
“El Ministerio de Seguridad asumió un rol activo en defensa irrestricta de los funcionarios de las fuerzas de seguridad involucrados en episodios bajo investigación judicial. Y lo hizo no con la mesura, distancia y respeto por el la división de poderes que exige la República, sino con intervenciones que no toman en cuenta los tiempos judiciales ni las decisiones de los magistrados”.
De modo que los camaristas ordenaron el procesamiento con prisión preventiva del principal acusado, el prefecto Francisco Javier Pintos, quien le disparó a Rafael durante una incursión del grupo Albatros.
Pero se trata de un crimen que tuvo una suma de circunstancias previas. Bien vale repasarlas.
El apartheid
“Si están violando a mi mamá, voy a actuar”. Semejante frase –de inevitable resonancia freudiana– fue pronunciada por el jefe de Gabinete del Ministerio de Seguridad, Pablo Noceti, horas antes del asesinato de Santiago Maldonado, durante un cónclave en Bariloche con autoridades políticas y policiales de Río Negro y Neuquén para coordinar la represión contra los mapuches. La actitud algo desquiciada de este personaje y la atmósfera de irrealidad que flotaba allí preludiaban una tragedia histórica. Tal reunión fue reconstruida en un artículo publicado el 3 de octubre de 2017 en la revista digital enestosdías, de aquella ciudad. Una pieza periodística de valía firmada por Santiago Rey.
¿Acaso en esta trama estaba el germen de otra coreografía homicida?
Lo cierto es que el primer eslabón de esta cadena se podría situar a fines de agosto de 2016, cuando el Ministerio de Seguridad elaboró un informe con el siguiente andamiaje conceptual: los reclamos de los pueblos originarios no constituyen un derecho garantizado por la Constitución sino un delito de tipo federal porque “se proponen imponer sus ideas por la fuerza con actos que incluyen la usurpación de tierras, incendios, daños y amenazas”. Un proceder cuasi subversivo, puesto que –siempre según el documento– “afecta servicios estratégicos de los recursos del Estado, especialmente en las zonas petroleras y gasíferas”.
Casi quince meses más tarde una enardecida patota del Grupo Albatros desataba una cacería humana sobre un puñado de pobladores mapuches de la comunidad Lafken Winkul Mapu, asentada sobre una orilla del lago Mascardi, en Bariloche, que se había replegado hacia un monte tras el virulento desalojo del jueves 23 de septiembre. Y exactamente a las 16.30 del sábado 25, ellos intentaban frenar con piedras a los uniformados; aquellas eran sus armas. La correlación de fuerzas era despareja; los perseguidores respondían con balas de fusiles automáticos, escopetas y ametralladoras. Los proyectiles rebotaban en los árboles; la corrida era desaforada. De pronto, se escuchó un alarido. Había sido lanzado por una silueta que caía. Entonces se le oyó decir “¡No puedo respirar!”, en medio de un gemido atroz. Rafael Nahuel, de 21 años, ya agonizaba. Murió minutos después.
Mientras las crónicas periodísticas resaltaban la coincidencia temporal entre el velatorio de Santiago Maldonado en la localidad bonaerense de 25 de Mayo y el asesinato de Rafael, la única reacción oficial fue el silencio. Un estremecedor silencio rematado con la intensificación del accionar represivo en la zona y un novelesco comunicado. Recién el lunes, el ya afamado dúo compuesto por los ministros de Justicia y Seguridad, Germán Garavano y Patricia Bullrich, tomó la palabra en defensa del buen nombre y honor de los prefectos implicados en el asunto. Fue el puntapié inicial del encubrimiento. Un manto de impunidad del que no fueron ajenos los tres poderes del Estado. Y sobre un homicidio que carece de misterio y de velo. Porque el de Rafita fue un asesinato ya develado de antemano; resuelto, sencillamente, por el peso de la realidad. Sin embargo, con la prepotencia de los impunes se había escrito la otra historia.
El beneficio de la duda policial
El propio presidente supo manifestar su beneplácito por ese crimen. “Hay que volver a la época en que la voz de alto significaba entregarse”, supo decir. Tal postura coincidió con otras prestigiosas voces que se hicieron escuchar en esos días; entre estas, la de Gabriela Michetti (“El beneficio de la duda siempre lo tienen las fuerzas de seguridad), la de Germán Garavano (“La violación de las leyes va a tener sus consecuencias”) y la de Bullrich (“El Poder Ejecutivo no tiene que probar lo que hace una fuerza de seguridad). Ella hasta fue más lejos al rubricar una resolución para que los uniformados “no obedezcan órdenes de los jueces si consideran que no son legales”. Lo cierto es que en Argentina el “gatillo fácil” se había convertido en una política de Estado
Los camaristas Mariano Lozano, Richard Gallego y Ricardo Barreiro cuestionaron al Poder Ejecutivo y, particularmente, a la funcionaria Bullrich, con el siguiente fundamento: “Antes de que las pesquisa avance lo suficiente como para echar mínima luz sobre los sucesos, se publicaron declaraciones de alto nivel cuestionando a la judicatura, o las medidas probatorias dispuestas o, lisa y llanamente, sentenciando -mediáticamente- que el o los funcionarios implicados no han cometido delito y que son inocentes”. Además criticaron “la discutible concepción de la seguridad nacional que alienta episodios que se reiteran con frecuencia cada vez mayor”.
El fallo aplastó la instrucción “armada” por los magistrados en primera instancia, Gustavo Villanueva y Leónidas Moldes, quienes procesaron a cinco prefectos (entre ellos, el suboficial Pintos) con la benévola carátula de “exceso en la legítima defensa”, además de encausar (por “resistencia a la autoridad agravada y usurpación de espacio público”) a los testigos del crimen, Fausto Jonas Huala y Lautaro González. Los camaristas le endilgaron a ese juez una interpretación forzada de las pruebas, desconocimiento y falta de apego a las normas y el derecho.
El reloj de la realidad le jugó en contra.