Colombia: panorama y perspectivas a dos meses del inicio de la rebelión

La revuelta en Colombia, iniciada el 28 de abril, acaba de cumplir dos meses. Después de picos inéditos de conflictividad a tono con otras rebeliones latinoamericanas, el movimiento social acusa recibo de la represión y siente la fatiga de la movilización permanente. Cuáles son las perspectivas de cambio ante un Estado que respondió a las demandas sociales con un ´juventicidio´.

Por Pablo Solana

La forma de establecer comunicación con quienes lideran las protestas en Colombia debe atender medidas de seguridad: descartada la llamada telefónica y el intercambio de audios por whatsapp, que son las formas más fáciles de espiar por parte de la Dirección de Investigación Criminal e Interpol (la cuestionada DIJIN, organismo de inteligencia de la Policía Nacional), nos queda hablar vía Telegram:

–¿Cómo está el ánimo de la gente a dos meses de iniciadas las protestas?

–La gente aprendió… Mira que hace poco, en Popayán, un policía violó a una joven y la gente quemó la ciudad. En Suba, Bogotá, el ESMAD mató a dos personas, y como respuesta quemaron el Portal de transportes de la localidad. Hay un rigor de la gente a no comerse más lo que está pasando”.

Quien responde es una experimentada militante social de Bogotá, que recibió amenazas de muerte en las últimas semanas y por eso pide mantener el anonimato. Su descripción de lo que sucedió en Popayán, una ciudad de aspecto colonial, tranquila y conservadora, al suroccidente del país, y lo sucedido en la localidad de Suba, en la populosa periferia norte de Bogotá, como reacción a la violencia del Escuadrón Móvil Anti Disturbios (ESMAD), grafica el estado de la situación a dos meses de iniciadas las grandes movilizaciones. Después de semanas de sostenidas y variadas protestas, las marchas perdieron masividad y frecuencia, pero los ánimos siguen caldeados tanto de parte de la represión como de la población. Claro que la lucha, en ese plano, es desigual. Más adelante abordamos las violaciones a los derechos humanos y asesinatos cometidos contra los manifestantes. Pero antes, repasemos los orígenes y particularidades del modo colombiano de la protesta social.

La vía colombiana del estallido

El Comité Nacional del Paro, integrado por centrales sindicales, corrientes estudiantiles y algunas organizaciones sociales, había definido la fecha del 28 de abril para las protestas contra las últimas medidas antipopulares del presidente Iván Duque. El gobierno había anunciado la ampliación de los impuestos al salario, a los productos de la canasta básica y al combustible: todo a contrapelo de las medidas de ayuda social esperables ante las restricciones que impone la pandemia.

En Colombia, un paro nacional siempre es un paro cívico. Se sabe cuándo empieza, pero no cuándo termina. En Argentina diríamos “paro por tiempo indeterminado”; allá no hace falta la aclaración, se sabe que así será. El investigador y docente Frank Molano Camargo explica que los paros cívicos son “la versión colombiana de movilización de masas más frecuente con base urbana”. Estas movilizaciones son propuestas por las centrales sindicales, por eso se llaman paro, aun cuando las convocatorias, y los sindicatos que las impulsan, no tengan la fuerza suficiente para parar la producción. Por eso la importancia de las organizaciones sociales urbanas, campesinas e indígenas, que le dan el componente cívico a las protestas.

Durante los dos meses que lleva la revuelta, los sujetos protagonistas fueron variando. Las columnas sindicales se manifestaron el primer día del paro y repitieron el primero de mayo, pero con los días cedieron protagonismo ante las y los jóvenes de la “primera línea” organizados precariamente en las barricadas de las periferias urbanas, para garantizar la autodefensa; después se sumaron los indígenas, que aportaron a la dinámica del paro la Minga, otra forma colombiana de marchar, en este caso vinculada a la cultura ancestral de los pueblos originarios; hubo movilizaciones multicolores y combativas del frente trans-marika; los estudiantes salieron decididos a nutrir las marchas en las grandes ciudades; a su modo se manifestaron sectores de la cultura, músicos, artistas populares, sacerdotes de base, mamás de la primera línea: no hubo sector del pueblo que no haya expresado su apoyo a la revuelta, sumado sus consignas.

Este carácter multisectorial de las protestas genera un pliego de reclamos amplio, y las formas de lucha resultan tan variadas como incontrolables. El gobierno no pudo, hasta ahora, domesticar la rebeldía. Tampoco el Comité Nacional de Paro la pudo institucionalizar. Muchas veces detonados por la represión desmedida, han sido frecuentes los incendios a sedes policiales o de terminales del privativo sistema de transporte como las que se mencionan al principio de esta nota. Los paros cívicos colombianos son, insiste Molano Camargo, “por su forma y contenido, similares a los estallidos, pero la diferencia es la conducción político-social de la protesta que busca la negociación del pliego de exigencias”.

Esta vez, sin embargo, esa conducción de la protesta por parte del Comité Nacional del Paro no resultó del todo eficaz. Por eso Molano Camargo dice que la dinámica de la protesta cambió: inició como paro y devino en estallido. En Colombia sigue todo demasiado revuelto, aún a carne viva, como para elaborar categorías demasiado rígidas. Pero lo cierto es que las grandes movilizaciones mermaron, y el movimiento popular comienza a pensar las formas más eficaces para mantener activa la participación social.

Asambleas

“Ahora el desafío es pensar cómo nos organizamos vecinos, vecinas, primeras líneas, brigadas de salud, para cuidar las redes comunitarias que se han construido, esa es la ganancia del paro”, dice Pilar, vocera de Ciudad en Movimiento, una organización social y política en la que participan sectores juveniles de los principales centros urbanos. En la periferia de Bogotá, explica, se fueron organizando asambleas territoriales que “han servido como espacios de encuentro: allí participan los “nadies”, quienes no tuvieron posibilidades de estudiar, de un trabajo digno, las personas más olvidadas de los barrios de Ciudad Bolívar, Kennedy, Bosa… son pelados y peladas muy jóvenes, personas que no han tenido relación con el movimiento social organizado, ni con el comité de paro, ni les interesa, porque encontraron su forma en la participación directa en las primeras líneas”.

La dinámica asamblearia en los territorios es similar a la que se dio en Argentina después del estallido de 2001, o en las poblaciones chilenas tras la revuelta de 2019. En Colombia, sin embargo, el temor a los tenebrosos mecanismos de inteligencia del Estado hace que la participación espontánea sea menor, la gente hable menos y, aun sin pretensiones de figuración, prime la militancia con experiencia a la hora de proponer formas de participación y organización.

Distintos movimientos sociales convocaron a una Asamblea Nacional Popular, ANP, para ir organizando a la sociedad más allá del estallido. “A diferencia de las asambleas territoriales, que plantean acciones locales, la ANP espera tener una incidencia nacional para seguir pensando la movilización más allá de lo inmediato, para el mediano o largo plazo”, explica Pilar. La primera se realizó en Bosa, al suroccidente de Bogotá, durante tres días de junio; terminó en una masiva movilización hacia el Portal de la Resistencia, como rebautizaron la populosa terminal de transportes Portal de las Américas, bajo la consigna “Construir de Poder Popular desde las bases”. La segunda Asamblea Nacional está prevista en Cali, epicentro de las confrontaciones más duras de este paro.

Ana Erazo es una de las figuras más visibles de la movilización social en Cali. Allí también se percibe el cambio en la dinámica de la rebelión. “Últimamente las vecinas y vecinos venían cansados de los bloqueos, por eso se plantea que podamos hacer encuentros en clave de asambleas barriales y democracia directa, transformar las acciones del paro en función de actividades culturales y artísticas, mejorar las condiciones de vida en cada uno de los puntos de resistencia”, explica. Ana es concejala por el Polo Democrático Alternativo, una de las coaliciones de la izquierda colombiana. Cuando el alcalde de Cali, que venía llevando una gestión progresista, dio un viraje y avaló la represión, ella le quitó su apoyo y se mantuvo del lado de los manifestantes. “Un pie en la institución y miles en las calles” es el lema de su fuerza política.

Juventicidio con historia

Cuando el estallido cumplía un mes, en Cali aún estaban bajo toque de queda. “En medio de tanta represión no podemos garantizar ni siquiera nuestras propias vidas. Pero si vienen ustedes va a ser importante, porque no dejaron entrar ni a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ni a otros organismos internacionales”. Eso le dijeron a Marianela Navarro, la Pini, integrante de la Misión Internacional de Solidaridad y Observación de Derechos Humanos que salió desde Argentina para monitorear la represión y acompañar al movimiento popular. Pini es docente, militante del Frente de Organizaciones en Lucha (FOL) de Argentina, y ya había estado en otra misión de observación durante el golpe de estado en Bolivia, en 2019. En Cali recorrió las poblaciones de Puerto Tejada, Siolé, Calipso y el barrio Juan Pablo II, donde se instaló uno de los principales puntos de resistencia, y, en consecuencia, donde fue más violenta la represión. Durante el tiempo que estuvo allí dialogó con referentes del movimiento social y de organismos de Derechos Humanos. Recibió denuncias  que sumaban 71 personas asesinadas en el marco de las protestas, 93 personas desaparecidas, 149 heridos por armas de fuego y numerosos casos de abuso sexual y hostigamiento contra mujeres por parte de integrantes de las fuerzas de seguridad. Los datos se incrementan en el registro más actualizado de la campaña Defender la libertad: asunto de todxs, que reúne reportes de distintos colectivos sociales y de derechos humanos de todo el país. Al 22 de junio llevan documentados los casos que se detallan en esta infografía:

Defender la Libertad | Asunto de todxs

“Se dice ´tantos muertos´, pero, ¿Quiénes eran esas personas? Si no le ponemos nombre y apellido a esta situación, no la humanizamos”, dice Pini. “Se está llevando a cabo un juvenicidio, un genocidio orientado a la juventud. Todos los asesinados son jóvenes”, agrega.

La cantidad de asesinados por las fuerzas de seguridad, desaparecidos y heridos en protestas durante los dos meses de la revuelta colombiana exceden a las cifras de víctimas de la represión en Chile durante casi dos años, o del estallido en Estados Unidos tras el asesinato de George Floyd. La situación represiva en estos países causó una justa indignación mundial de la que Colombia parece estar exenta. ¿Cómo funciona el régimen de “la democracia más sólida del continente”, como gustan llamar a su propio diseño institucional las clases dominantes de aquel país?

La violencia fue la respuesta constante de las clases dominantes colombianas a todo intento de proyecto popular. Basta mencionar las encarnizadas guerras civiles del siglo XIX, la masacre de las bananeras, las represiones estudiantiles de 1929 y la represión constante a las guerrillas liberales campesinas mucho antes de que existieran el ELN y las FARC. El asesinato en 1948 del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, que estaba a punto de hacerse con la presidencia para responder a los intereses de los oprimidos por primera vez en la historia del país, desató el Bogotazo, instituyó un período denominado “La Violencia” y, tras algunos vaivenes, consolidó un modelo bipartidista por medio del cual las facciones de la oligarquía se alternaron en el gobierno a partir del acuerdo denominado Frente Nacional, en 1958. Desde entonces, la represión a las nuevas guerrillas y al movimiento social fue una rutina sostenida y financiada por los Estados Unidos, que tienen en Colombia sus principales bases militares de operaciones. Las negociaciones de paz que lograron incorporar al sector mayoritario de las FARC a la maltrecha vida política legal, en 2018, fueron traicionadas por el Estado y no variaron la matriz militarista de la “democracia” colombiana. Disidencias de esa guerrilla se mantienen activas y la otra fuerza insurgente histórica, el ELN, no se desarmó. Para más complejidad, las bandas narco-paramilitares alternan entre la disputa y la complementación con las fuerzas armadas del Estado, retroalimentando una dinámica donde el estado de guerra nunca se termina de despejar. Sin embargo, desde hace algunos años la fuerza motriz principal a la hora de desafiar a esas clases dominantes provino del movimiento social.

Paros agrarios, mingas indígenas, movilizaciones y paros cívicos se vienen desarrollando cada vez con más frecuencia. El actual estado de efervescencia tiene que ver con esa dinámica, en oleadas, donde cada regreso de las protestas demuestra más fuerza, más claridad a la hora de impugnar el estado de las cosas.

El panorama pierde nitidez, sin embargo, a la hora de pensar en cambios de fondo. A diferencia de otros sistemas políticos latinoamericanos, en Colombia es altamente improbable que los gobiernos de las élites caigan empujados por la protesta social: vienen curtidos en medio siglo de guerra civil. Como queda visto, no se despeinan demasiado si tienen que reprimir movilizaciones, aunque las cifras de muertos asciendan a valores que serían intolerables para otros países de la región.

Humo en el horizonte (¿electoral?)

Faltan unos largos 10 meses hasta mayo de 2022, cuando deberán realizarse elecciones presidenciales. El actual mandatario Iván Duque, deslucido delfín del expresidente Álvaro Uribe, líder histórico de la derecha guerrerista, podría acceder a la reelección, pero sus perspectivas no son buenas. El bipartidismo tradicional mutó en multipartidismo debido a las fracciones políticas en que reparten sus apuestas las élites gobernantes y no es seguro a quién encumbrarán para sucederlo. Sí es más claro, en cambio, cuál será el candidato alternativo, al día de hoy el único que podría ganarle una elección presidencial al “establecimiento”, como llaman en Colombia a las clases sociales dominantes y las castas políticas que las representan. Gustavo Petro, un economista, exguerrillero y actor destacado de la vida política legal desde hace un cuarto de siglo, seguramente logre reunir tras de sí las diversas intenciones de voto de los sectores populares que pujan por una transformación social. En 2018 llegó a segunda vuelta donde obtuvo 8 millones de votos en un país donde no es obligatorio ir a votar.

“Petro puede ganar, pero la pregunta, como decía Camilo Torres, es si el uribismo va a entregar el poder por las buenas o por las malas, porque si se van a robar las elecciones, lo que va a pasar seguramente es que eso podría ser el inicio de un nuevo ciclo de violencia que profundice lo que ha venido pasando estos años”, opina la militante social que por motivos de seguridad pide reserva de su identidad. La preocupación tiene asidero en un país donde el fraude es apenas una de las amenazas a la voluntad popular: del asesinato de Gaitán a nuestros días, otros candidatos presidenciales de izquierda fueron asesinados en plena campaña, dos de ellos de la Unión Patriótica (Jaime Pardo Leal en 1986 y Bernardo Jaramillo en 1990), y otro del M19 (Carlos Pizarro, también en 1990).

Ana Erazo, en Cali, no teme hablar de las elecciones en las asambleas barriales: “Hay un agotamiento después de dos meses… pero tenemos que seguir con actividades barrio adentro, ejercicios de consciencia que impliquen la conexión de las calles y las urnas hacia 2022”, plantea.

Lo cierto es que, con las brasas del estallido todavía encendidas, especular sobre lo que sucederá dentro de 10 meses resulta apresurado. Iniciativas como la Asamblea Nacional Popular, que pretende brindar una base de coordinación para las distintas expresiones del movimiento social, aún están dando sus primeros pasos. Allí, al igual que en las barricadas de las primeras líneas, el debate electoral no es lo principal.

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