Un país imposible

La previsible tensión entre un gobierno que porfía en cumplir con su mandato y una oposición empeñada en impedírselo puede acabar en una anomia social y económica y en la parálisis gubernamental, circunstancia muy grave para una sociedad argentina que nadie puede asegurar que reaccione de un modo diferente al de 1955 o 1976.

En un sistema parlamentario, la actual composición y comportamiento de los distintos bloques legislativos supondría un inmediato llamado a elecciones, puesto que tampoco “la oposición” podría formar gobierno, en tanto su principal y acaso único factor de unidad es oponerse a la actual gestión.

Pero el que nos rige sigue siendo un sistema presidencialista y en tanto el propósito de “la oposición” es impedir que el ejecutivo consiga hacer aprobar leyes y a la vez anularle todos los decretos, apelando no sólo a las relativas mayorías legislativas sino también recurriendo a jueces afectos a marchar para el lado que sople el viento, el resultado obvio sería la parálisis gubernamental y, por lo pronto, el progresivo deterioro de las condiciones económicas y sociales, por no mencionar otros factores de no menor importancia. La debacle, a corto plazo, sería equivalente a la de diez años atrás.

Al mismo tiempo y en una nueva demostración de lo que sucede con cada uno de los puntos de fricción entre el oficialismo y la oposición, fuera de la propuesta de Proyecto Sur de formar una comisión auditora de la deuda externa (que, dada la actual composición de las cámaras redundaría previsiblemente en un dictamen favorable a las pretensiones de los acreedores), ninguno de los demás bloques ha dado a conocer proyectos o propuestas diferentes a las gubernamentales. Quedando además por verse si alguna de esas eventuales y hasta hoy inexistentes iniciativas llegaría a contar con la suficiente cantidad de votos del amorfo y contradictorio conglomerado opositor.

Porque te quiero te aporreo

En lo referido al punto hoy en cuestión –que, naturalmente, mañana será otro–, el escenario tiene un trasfondo grotesco que es tentador resaltar.

Los militantes oficialistas, imbuidos de una mística de aires libertadores, acaban festejando como un notable triunfo nacional y popular la cancelación con reservas de vencimientos de las sucesivas renegociaciones de una deuda externa desmedida, innecesaria, ruinosa y garantida con los activos públicos que fuera en contraída durante la dictadura de Jorge Rafael Videla y el mucho más prolongado reinado de José Alfredo Martínez de Hoz. La paradoja es que esos mismos militantes creen a esa deuda tan ilegítima como ilegal, si bien suponen que el momento para recusarla pudo haber sido en 1983, cuando la asunción de las primeras autoridades electas por el voto popular luego de la dictadura militar.

Ocurre, y esto parecen olvidarlo partidos y militantes de la izquierda y la centroizquierda, que de 1983 al momento actual transcurrieron 27 años durante los que que pagos, gestiones, renegociaciones y nuevas deudas fueron contraídas por gobiernos electos por el voto popular. Existía, tal vez, la remota posibilidad de que las demandas del Dr. Alfonsín pudieran haber sido tomadas en cuenta por los poderes políticos del Primer Mundo. La dictadura 76‑83 no sólo había violado sistemáticamente los derechos humanos y, más grave aún para esos ojos, había declarado una guerra a las potencias dominantes del planeta, pero son muy remotas las chances de que los gobiernos que lo sucedieron hubieran tenido éxito en recusar las deudas contraídas por sus democráticos predecesores. Bastante fue la quita obtenida por el gobierno de Néstor Kirchner al momento de empezar a salir de la cesación de pagos y frente a la cual sólo cabía plantear la opción de negarse a salir del default.

Como aparte, es justo puntualizar que con el uso de reservas para el pago de vencimientos la Argentina (no el gobierno) se financia pagando un interés del 0,5 % anual en vez del 15% que acabaría pagando de no utilizar reservas para ese propósito.

En sustancia, el núcleo de la propuesta de Proyecto Sur consiste en una nueva renegociación diferenciando deuda “legítima” de “ilegítima”, lo que de hecho lleva a la cesación de pagos. Luego, salir de ella pagando la deuda legítima (no la ilegítima, si es que acaso esa diferenciación es a estas alturas y de ser sinceros, humana y materialmente posible) con recursos genuinos, vale decir, en sus palabras, con la renta obtenida por la administración o apropiación por parte del Estado nacional de los recursos del subsuelo, a lo cual habría que hacer un par de observaciones.

Una, que las riquezas mineras e hidrocarburíferas argentinas difícilmente sean suficientes para salir del nuevo default producido por la “diferenciación” entre deudas, si bien sería deseable y necesario que el Estado nacional recuperara la propiedad y soberanía del subsuelo a fin de promover, con esas bastante menguadas riquezas, nuevas exploraciones junto al fomento y desarrollo de fuentes energéticas alternativas.

La segunda de las observaciones sería que, como parte del proyecto de desarticulación nacional, la constitución del 94 transfirió a las provincias la propiedad del subsuelo, situación que podría modificarse mediante una nueva reforma. ¿Con qué apoyos contaría, en este punto, cualquier proyecto de reforma constitucional? ¿Qué presión cree ese centroizquierda poder ejercer sobre gobernadores, dirigentes políticos, económicos y sociales así como representantes y diputados constituyentes provinciales para convencerlos para que cedan aquello que la constitución del 94 les concedió? ¿Cómo diablos alguien en sus cabales cree que es posible lograr ese propósito sin una razonable cuota de violencia o de poder de coacción proveniente de una revolución social de carácter nacional o acaso de una dictadura militar? ¿Está preparado el país para alguna de estas alternativas? ¿Y está preparado Proyecto Sur?

Habría una tercera observación: todo indica que en un país como el nuestro, la mayor parte de la riqueza de los recursos naturales no yace en el subsuelo sino en el suelo, que tiene propietarios privados. De ahí podrían salir la mayor parte de los “recursos genuinos” para el pago de la deuda “legítima”. ¿Cómo? ¿Con una reforma agraria? ¿Con una agencia estatal de importación‑exportación? ¿Con institutos como las juntas de granos y carnes? ¿Con una nueva 125? ¿Y con qué apoyos se supone contar para seguir cualquiera de estas razonables alternativas?

(Las comillas en “recursos” y “genuinos” vienen a cuento de que si no son recursos genuinos los obtenidos del superávit comercial y la imposición de gravámenes impositivos a la producción y exportación, cuesta imaginar qué diablos puede ser un recurso genuino).

Queda por mencionar, además, que los tenedores de bonos eventualmente considerados parte de la deuda ilegítima, de ningún modo aceptarían semejante sentencia, a menos que fuera dictada por un tribunal más que universal, supremo, y presidido por el mismísimo Dios Nuestro Señor y a condición de que esté provisto de los aleccionadores rayos con que pulverizó Sodoma y Gomorra, que sino, no.

Los inconvenientes que esos tenedores de bonos ilegítimos serían capaces de provocar a la economía argentina pueden ir de menores a muy serios y graves, dependiendo de su número y poder político y económico. A lo que habría que sumar el agravante de que, no proviniendo la declaración de ilegitimidad de un tribunal cuya infalibilidad fuera universalmente aceptada, cualquiera podría sentirse disconforme y actuar en consecuencia, con mayor o menor capacidad de daño según sea su grado de poder.

En tanto, y partiendo del hecho de que las deudas externas de semicolonias “emergentes” como ésta, no fueron otra cosa que enormes negocios de los intereses más concentrados del planeta, es fácil deducir que la sociedad argentina se enfrentaría a las represalias de esos mismos poderes.

De mirarse las cosas en términos de mediano plazo (que no son los de la vida plena de cada quién) y siempre según nuestra experiencia y discrecionalidad, al país le ha resultado más ventajoso estar solo que mal acompañado, pero la aclaración entre paréntesis vale, pues la decisión de las mayorías se basa en los términos vitales de cada quién y no en los de los grandes objetivos nacionales, lo que dicho sea de paso, no suena irrazonable para seres humanos cuya presencia en el planeta resulta demasiado breve y de por sí ingrata, fuera de la de los privilegiados que no padecen enfermedades graves o discapacidades varias, como la ceguera, las parálisis o la deficiencia cromosomática, excepto la estupidez, que por lo general no es conciente y entonces no duele ni lastima y habida cuenta las realidad con la que unos se topa, hasta podría consituir un escalón hacia la felicidad.

De mirarse las cosas hacia atrás, podrá observarse que la sociedad, al menos la argentina, que es la que nos compete e interesa, nunca se mostró propensa a sacrificios de ninguna naturaleza y difícilmente aceptó hacerse cargo de los costos que habría sido necesario pagar para una existencia instantáneamente autónoma e independiente. Se podrá decir que por lo general los procesos de construcción de independencia fueron interrumpidos por golpes de fuerza que suprimieron la libre expresión de la voluntad popular, pero a esto habría que acotar algún detalle: tal vez principal, que esos golpes de fuerza contaron con el entusiasta apoyo de un considerable y significativo porcentaje de esa misma sociedad. ¿O acaso hay que explicar que tanto el golpe petrolero contra Yrigoyen, la revolución libertadora, el desplazamiento de Frondizi, el derrocamiento de Illia o el hoy tan repudiado golpe del 76, contaron con el entusiasta apoyo y complicidad de una porción significativa, acaso ocasionalmente mayoritaria, de una sociedad a la que, cuando ya es tarde e irremediable, apenas se le da por golpearse el pecho pero sin jamás admitir el mea culpa, realizar los correspondientes actos de contrición y hacerse cargo de las penitencias de rigor?

¿Alguien puede hoy, remotamente, pensar que en el plano de los objetivos nacionales y los principios personales, la sociedad argentina es mejor a lo que era en esos entonces? La izquierda y parte de la centroizquierda debería tomar conciencia de que la materia prima con la cual trabaja son los seres humanos de carne y hueso, con una vida limitada en el tiempo, en el espacio y en expectativas, y por lo tanto limitada en sus miras y aspiraciones.

Juan Perón hablaba de la “óptica invertida de la conducción”. Y lo hacía mediante una inquietante metáfora: “Cuándo más de cerca se mira a los hombres más chiquitos se los ve”. Se trata tal vez de una reflexión muy escéptica sobre la naturaleza humana, pero nadie podrá negar que sumamente realista.

Y esos hombres, pequeños, mortales, inseguros, mezquinos o no, generosos o a veces razonablemente egoístas, son la materia prima con la que trabaja la política, siempre y cuando se la deje de tomar como un medio de ganar elecciones y conseguir cargos y prebendas y se la vuelva a considerar instrumento de mejora y progreso –o retroceso, que eso también forma parte de la acción política– humano y social.

Tomar conciencia de la naturaleza de la materia prima del arte que cada uno practica es una condición básica e indispensable, previa aun a estudiar su técnica. Sin ir muy lejos ni esforzarse con los ejemplos, nadie va a construir un edificio con plastilina, por más años de arquitectura que haya cursado y calidad de la técnica que maneje.

Es la masmédula

La situación de la llamada o autodenominada oposición de centro o centroderecha (que nadie admita ser de derechas, una opción tan legítima como cualquier otra, habla mucho de la hipocresía del sistema político y comunicacional del país) es todavía más ridícula cuando se siente forzada a oponerse a una de las propuestas más conservadoras del gobierno, como sería la de pagar vencimientos de la deuda externa con las reservas acumuladas en base al esfuerzo de toda la sociedad, aunque gracias a la gestión de las actuales autoridades, detalle que por lo general todos tratan de disimular.

El agravante en ese caso es que ninguno de los diputados o senadores de ese “sector” –por así llamarlo– coincide con quienes niegan legitimidad y legalidad a la deuda que la actual administración va cancelando. Y como si aquel agravante fuese poco habría que añadir que, en la inmensa mayoría de los casos, los legisladores de ese “sector” fueron copartícipes, más por acción que por omisión, de haber contraído esas deudas cuyos vencimientos la actual administración va cancelando.

La cancela con reservas, es verdad. Y parece que las reservas son sagradas, de lo que esos mismos diputados y senadores no se acordaron cuando los gobiernos de los que formaron parte las dejaron reducidas a menos de 7 mil millones de dólares y el que los precedió las constituyó en base a endeudamiento externo, un recurso de por sí más que ilegítimo: suicida.

La actual administración (si hemos de considerar como una sola a las de Néstor Kirchner y Cristina Fernández) llevó el monto de esas reservas a 48 mil millones, a los que habría que sumar los 10 mil millones utilizados para cancelar la deuda con el FMI. La actual administración elevó el monto de reservas, amarrocó, para ser más explícitos, 51 mil millones de dólares, de los que pretendía disponer 6800 para el pago en el corriente año de los vencimientos de deuda contraída por administraciones anteriores, detalle que también se obvia, por si hubiera pocos.

Esos 6800 millones parecen excesivos a la mayor parte de “la oposición”. Y es lógico: si ellos mismos, al final de sus desdichadas administraciones, apenas si habían dejado un total de 7000 mil millones en la caja del Central.

Pero en tanto ninguno de estos opositores adscribe a las tesis de Proyecto Sur y todos coinciden en la imperiosa necesidad de “honrar la deuda” ¿qué modo proponen de hacerlo?

Explícitamente, ninguno, ya que de hacerse explícito, el modo implícito elegido sería muy impopular: si no es con reservas la cancelación será en base a nuevo endeudamiento o con parte del superávit fiscal y comercial, lo que significa con reducción de gasto público, en buen romance, con reducción de obras de infraestructura y beneficios sociales, entre los que cabe mencionar aquellos que son tan caros a la “autosuficiente” clase media argentina, que hace como que no recibe nada de este demagógico gobierno: los subsidios estatales a servicios, transportes y combustibles, de los que es la principal beneficiaria.

Puesto a gobernar, puede preverse hacia donde iría Proyecto Sur, que viene a ser la facción de la izquierda o centroizquierda con alguna plausible perspectiva electoral. No se sabe cómo ni con qué ni quiénes, pero al menos se sabe en qué dirección, lo que no es poca cosa.

¿Pero qué ocurre con el centro, centroderecha o como prefiera camuflarse?

Seguramente sabe cómo, con quiénes y en qué dirección encaminarse, pero no puede decirlo, ya que de esa manera pulverizaría sus chances electorales, cimentadas en factores secundarios y superfluos del quehacer público: su receta es más de lo mismo con lo que sucesivamente se han ilusionado y luego padecido, soportado y al cabo frustrado al menos cuatro generaciones de argentinos. Lo mismo que llevó a la muy reciente catástrofe nacional, que puso al país al borde de una disolución de la que todavía no está a salvo, habida cuenta el grado de responsabilidad con que afrontan la realidad gran parte de los dirigentes políticos, sociales y económicos, así como autopromocionadas personalidades del ambiente cultural y mediático.

¿Pero para qué sirven las reservas entonces, según la óptica de esa oposición tan “sensata y centrista”? Pues para lo mismo que sirvieron antes, en el 2000, en el 88, en el 82: para garantizar que los vaciadores consuetudinarios del país dispongan de la suficiente cantidad de divisas que les permitan volver a liquidar sus activos y depositar los dividendos en la banca off shore. Esa y no otra, es la razón de la pretendida y sacrosanta «intangibilidad” de las reservas.

Confusión gubernamental

Sus acólitos festejaron una aventurada diferenciación que la presidenta hizo en su notable discurso inaugural de las sesiones parlamentarias de este año, la que aparentemente existiría entre una realidad virtual y una suerte de realidad real. Y son varios, dentro de los que no habría que descartar a numerosos funcionarios gubernamentales, los que parecen creer en la existencia de semejante diferencia, lo que implica un contrasentido, en tanto llamamos realidad a lo que es, de manera que una suerte de realidad virtual, o aparente, sería un no ser, una no realidad.

Tratando de evitar la osadía de meternos en camisas de once varas filosóficas, filológicas, sicológicas o semióticas, correspondería puntualizar, para beneficio de los que se hacen los distraídos o propenden a creer en la existencia de lo que no es, que desde hace ya rato y en forma progresiva, lo que comúnmente se denomina “realidad” no es aquello que perciben con sus propios sentidos y según su propias experiencias la suma de las personas de carne y hueso presentes en determinado momento y lugar, sino que la realidad es lo que perciben colectivamente. Distintos factores, entre los que habría que mencionar al desarrollo tecnológico y omnipresencia de los medios de comunicación de masas, con la consiguiente globalización y trivialización de contenidos y preocupaciones, han llevado a que, a falta de mejores vehículos, el vínculo con la realidad que establece la mayor parte, o al menos una porción significativa, de los seres humanos con la realidad mediata y en ocasiones, la inmediata, esté intermediado por la acción e intermediación de los no por nada llamados medios. De alguna manera podría decirse, y con cierto fundamento, que la realidad no es aquello que es ni que percibimos directa e inmediatamente, sino que es su interpretación. Vale decir que la realidad no es aquello que vemos y percibimos con nuestros sentidos sino también lo que de los medios nos indican que es y que deberíamos percibir, entendiendo por tales a los grandes y pequeños o aun marginales medios de comunicación de masas así como a cualesquiera de los diferentes vehículos de interpretación de la realidad con que pudieran contar las personas: la tertulia amistosa, la sobremesa familiar, la conversación de oficina, la charla en el café.

Si no estamos alucinando y esto es aproximadamente así, lo menos que puede decirse a la diferenciación hecha por la presidenta es “aventurada”, además de simplista, infantil y muy peligrosa, si es que acaso fuera tomada en serio por quien la formula.

Probablemente la presidenta haya querido aludir a que la realidad nacional es mucho más vasta de lo que los grandes medios interesada y sesgadamente deciden trasmitir e interpretar. Y si eso, que llama “realidad virtual” y nosotros preferimos considerar parte constitutiva e inseparable de la realidad, ocupa para una gran porción de ciudadanos el lugar de toda la realidad, eso se debe a dos factores, ambos de naturaleza ya a estas alturas estructural: una, que los medios ya no son sólo medios, sino factores determinantes del poder económico, y crecientemente tienden a ocupar el lugar y el papel de los partidos políticos. Por ejemplo, los grandes medios son hoy por hoy en nuestro país la auténtica conducción política del conglomerado opositor, más allá de sus diferencias, que las tienen, puesto que han sido los intereses de esos medios los que han dado existencia a esa “oposición” que de por sí y librada a las naturales tensiones centrífugas, jamás habría podido constituirse como una suerte de entidad real. O virtual, en la mirada presidencial.

El segundo factor determinante de que la interpretación de la realidad vire en una dirección y no en otra obedece a que el conglomerado político, social y cultural mal o bien expresado en el kirchnerismo, y que incluye al propio gobierno nacional y a muchos de los provinciales, no ha sabido, podido o querido construir los instrumentos y vehículos de trasmisión e interpretación de la realidad de la suficiente envergadura, penetración y credibilidad como para compensar el empeño de los grandes mass media en reflejar e interpretar a su antojo y conveniencia una determinada porción de la realidad.

Pero esa interesada y si se quiere deformada interpretación de la realidad es parte inseparable de la realidad real. Y como dice el adagio popular, al fin de cuentas calavera no chilla y en todo caso y a modo de pequeño y módico ejemplo, no debió haberse esperado siete años para votar una ley de servicios audiovisuales que tratara de mitigar el omnipoder de los grupos concentrados, en momentos en que concentrado está por la previa acción de este mismo gobierno, que hoy se queja del monstruo que contribuyó a crear.

Pero que ningún calavera chille

Esta larga digresión nos distrajo pero también nos llevó con un poco más de gradualismo a una conclusión que sin tantas aclaraciones tal vez hubiera sonado intempestiva, lo que de ninguna manera evita que así pueda seguir sonando a más de uno.

Si el esforzado lector que llegó hasta acá tiene la amabilidad de retroceder a los primeros tres párrafos de esta nota, comprenderá el porqué del título que la encabeza. Y acaso lo comparta.

Probablemente, convencida de que la interpretación que cada ciudadano pueda hacer de la porción de la realidad que le toca vivir y lo rodea, acabará imponiéndose a la interpretación que colectivamente al día de hoy la mayor parte de los ciudadanos recibe de los grandes medios, la presidenta porfíe en cumplir el mandato (en ambos sentidos) para el que fue votada por bastante más que la mitad de los ciudadanos. Propósito que, según se ve, la “oposición” se muestra muy dispuesta a impedirle. Y según se ve en los primeros movimientos legislativos, tendría éxito.

Tras la innovadora conformación de una mayoría integrada por minorías con más desacuerdos entre sí que los que varios tienen con el gobierno, la oposición consiguió arrebatarle al oficialismo, que sigue siendo la primera minoría, presidencias de comisiones y mayorías en las mismas que según la tradición y algunas interpretaciones reglamentarias, le habrían correspondido.

En estos agitados momentos en que la oposición trina por la subida de los bonos, la baja de los intereses y la reducción del riesgo país (que no es otra cosa que la sobretasa que estados y empresas deben pagar al momento de obtener un crédito y que la última vez que le tocó gobernar, la mayor parte de esa misma oposición llevó a cifras más que africanas, astronómicas), el “grupo A” vuelve a intentar algo semejante en el senado, esta vez con la presencia del inefable Carlos Menem, eterno como el agua, el aire y el mal.

El propósito, quitarle al oficialismo la mayoría en todas las comisiones, algo muy descabellado desde todo punto de vista: por un lado, el oficialismo por sí solo es mayoría en el senado y con sus aliados habría llegado al quórum propio de no ser por el travestismo de dos senadores que arribaron a ese sitio como parte del oficialismo y que váyase a saber por qué abandonan. Por las razones del senador Verna mejor no preguntarse ya que podríamos obtener una respuesta. Y habida cuenta su intervención en la compra (venta en su caso) de votos para la sanción de una antipopular reforma laboral, ya sabemos de qué tenor sería. Y la senadora Higonet ignoraría qué contestar y seguramente nos remitiría a Verna, ya que carece de mayores antecedentes y galardones políticos que el de haber sido durante poco tiempo intendente por el partido justicialista de un pueblo de no más de seis mil habitantes.

El segundo de los aspectos que, de pura bondad, llamamos “descabellados” es que al privar al oficialismo de la mayoría en las comisiones legislativas, a la luz del comportamiento demostrado hasta hoy por la oposición, quedaría garantizado que ninguna de las iniciativas del poder ejecutivo sea tratada por el Parlamento, quedándole así a la presidenta el recurso de dictar decretos simples y de necesidad y urgencia. Los primeros serán recurridos judicialmente y los segundos habrán de ser recusados por la comisión bicameral, hoy en paridad de fuerzas y en la que “la oposición” busca tener y probablemente consiga la mayoría.

Es claro para todos que “la oposición” no tiene otro factor de unidad que el enfrentamiento con el gobierno, según el ritmo que le impriman y el énfasis que le otorguen los grandes medios. Es difícil que de tal revoltijo pudiera prosperar algún proyecto, que requeriría de la improbable unidad opositora o acaso del acuerdo de parte o de toda la bancada oficialista, pero aun en esos inciertos casos, queda al ejecutivo un recurso expresamente establecido por la Constitución y hoy, sólo en para el actual gobierno, negado por la opinión mediática: el recurso de veto, uno de los derechos esenciales del poder ejecutivo en cualquier sistema presidencialista.

A la vez, una esquizofrénica hipocresía nubla las mentes de muchos mandatarios provinciales, cuyos senadores se opusieron férreamente a conformación del Fondo del Bicentario, pero que hoy respiran aliviados de que la presidenta haya encontrado el modo de sortear las trabas de la oposición. El recurso a que apeló el ejecutivo le acarreará serias consecuencias políticas y acaso penales, pero a posteriori de la afectación de reservas para cancelar vencimientos, lo que será de gran alivio a las economías y renegociaciones de deudas de las provincias, que en su mayoría no han conseguido sobreponerse a las consecuencias del colapso 1999‑2001 y aun requieren de créditos y renegociaciones de vencimientos de deuda.

No hay perspectivas –ni sería justo ni razonable pedírselo– de que Cristina Fernández acepte cumplir un papel decorativo, a la manera de los monarcas de España o Inglaterra o de los presidentes de Italia o Israel, que no son justamente aquellas personas cuyo nombre conoce la opinión pública internacional, lo cual habla de su capacidad de incidencia en el manejo de los asuntos públicos: mal que le pese a unos u a otros, nuestro país sigue rigiéndose por un sistema presidencialista de gobierno. Es posible cambiarlo por un régimen parlamentario, para lo que según algún renombrado juez de la Corte Suprema no sería necesaria una reforma constitucional ni nada de mayor envergadura, tal vez, que una enmienda.

El sistema parlamentario, además de basarse en la unicameralidad (los equivalentes al senado, como la cámara de los lores en Gran Bretaña, no eligen al primer ministro, que es el diputado electo por sus pares para hacerse cargo del manejo de los asuntos públicos) supone que el gobierno se forma según las mayorías legislativas. Tenemos así que, ante una crisis de gobernabilidad equivalente a la que ahora amenaza a la Argentina, el presidente o el monarca convoca a los líderes de las principales fuerzas opositoras a fin de que formen gobierno, para lo que deben contar con las mayorías suficientes –y suficientemente estables–, lo que en el caso de la actual conformación de la cámara de diputados, no parecería factible.

De producirse lo que la lógica indica, es difícil que alguna fuerza política consiguiera formar una mayoría que le permitiera gobernar, con lo cual el monarca o presidente no tendría otra opción que convocar a elecciones anticipadas. Tras las cuales, dicho sea de paso, ninguno de los actuales diputados tendría garantizada la reelección, detalle que ha de llevar a más de uno a evitar la tentación de cambiar de régimen en la mitad de sus mandatos: en un régimen parlamentario mañana mismo dejarían de ser diputados y deberían ir nuevamente a elecciones.

El cambio de sistema acarrea dos inconvenientes, uno coyuntural: no serviría para paliar los efectos de la crisis parlamentaria que la oposición se empeña en transformar en crisis de gobernabilidad puesto que las actuales autoridades han sido electas según el sistema presidencialista y en ese sistema deberían finalizar sus mandatos.

El siguiente problema es estructural: al basarse el sistema parlamentario en la conformación de mayorías legislativas duraderas y siendo casi de norma que ninguna fuerza consiga formar mayoría propia, las alianzas consiguientes deben ser estables, lo que requiere de partidos políticos con una entidad, homogeneidad y coherencia sensiblemente mayores al desbarajuste que hoy exhiben los que malamente existen en el país.

Pero nada de esto soluciona la crisis legislativa actual y la previsible –si es por la voluntad opositora– crisis de gobernabilidad, puesto que al mismo tiempo que impiden al ejecutivo gobernar, las fuerzas opositoras no ofrecen alternativas ni salidas institucionales.

Queda por verse si los gobernadores que revistan en algunas de las múltiples facciones opositoras privilegian la gobernabilidad y prosperidad de sus provincias, que al cabo redunda en beneficio de sus habitantes, y que se basa, principalmente en la gobernabilidad y prosperidad del país en su conjunto. Todos ellos son gentes de suficiente edad y experiencia como para saber que las debacles nacionales son precedidas de una seguidilla de debacles provinciales, tal vez por eso de que el hilo tiende a cortarse por lo más fino. Y seguramente prefieran que los cambios institucionales se llevan a cabo en su momento y según las normas establecidas y no traumática y anticipadamente o precedida de crisis económicas. Pero según van las cosas, cabe también la posibilidad de que sea demasiado tarde para cuando atinen a reaccionar tirando de las orejas a sus legisladores a fin de que actúen con menor grado de inconciencia e irresponsabilidad.

En el actual panorama, la previsible tensión entre un gobierno que porfía en cumplir con su mandato y una oposición empeñada en impedírselo puede acabar en una anomia social y económica y en la parálisis gubernamental, circunstancia muy grave para la sociedad argentina ya que este país no es de aquellos que puedan gobernarse en piloto automático. Frente a eso, el ejecutivo dice qué quiere hacer y cuando se lo permiten, lo hace, para satisfacción de unos e insatisfacción de otros. Pero para desconcierto de todos, de las oposiciones más significativas se ignora qué plantean como alternativa a los aciertos o errores gubernamentales.

La acción opositora en un sistema presidencialista tiene sus límites, lamentablemente implícitos y depositados en la ingenua confianza que la legislación tiene en la salud mental de los legisladores y dirigentes políticos e institucionales. Y es que ante el sistemático impedimento a gobernar, la única opción sensata que en estos momentos se presentaría a la presidenta sería la renuncia, de manera que con Cobos en la presidencia “la oposición” desarrollara sus misteriosos planes, si es que los tiene, porque al menos confesables no son, puesto que no los enuncia.

Es probable que la distancia entre lo público y lo privado se haya vuelto abismal e irreversible en nuestra sociedad desde que se transformó en apotegma nacional la festejada confesión de Carlos Menem: “Si yo decía lo que iba a hacer, perdía las elecciones”.

Es posible también que la mayor parte de los argentinos haya aceptado desarrollar sus vidas según esta convención, pero también es previsible que todos reaccionen airados a sus resultados.

Por otra parte, si la renuncia presidencial es la propuesta de “la oposición” para salir de la crisis de gobernabilidad que al parecer busca provocar, pues debería decirlo explícitamente y simplificar el trámite y trasparentar el debate.

A veces se cae en la tentación de apurar el trago cuando es amargo y que sea de una buena vez, lo antes posible, el momento en que la oposición y según parece la mayoría de los argentinos pruebe el sabor de su propio remedio.

Cabe esperar que en breve, cuando llegue el momento de volver a reclamar que se vayan todos, los ciudadanos tomen las medidas pertinentes para que esos todos no tengan posibilidades materiales de retornar. Y reflexionen en su grado de responsabilidad, en su cuota parte en la desdicha de que esos mismos hayan vuelto una y otra vez a hacer la misma cosa. Y se empeñen en seguir haciéndolo.

Pero es mucho desear.

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