Rechazo, general

La decisión oficial de incorporar militares a tareas de seguridad interior provocó repudio social y recelos internos en las Fuerzas Armadas. Quejas por la falta de recursos, reclamos por la ausencia de "fueros" legales y temor por la devaluación de las tareas castrenses.

En un gobierno que hace de la escenificación un contenido político, el plató montado para el anuncio presidencial sobre la transformación de las Fuerzas Armadas desbordó de simbolismo bélico, y sin embargo no cautivó al público castrense. El 23 de julio, desde un hangar en el aeródromo de Campo de Mayo, con helicópteros de fondo y mayoría de presentes con ropa de combate, Mauricio Macri habló de “modernizar”, “saldar deudas”, “reformar” y “afrontar los desafíos del siglo XXI”, además de augurar unas FFAA “profesionales y equipadas”. El tono de arenga que, dentro de sus posibilidades, empleó el mandatario, contrastó con la parquedad de un auditorio que lo escuchó sin inmutarse. Más allá de la rigidez propia de lo militar, la distancia estuvo en línea con la valoración que el grueso del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea hacen de unos anuncios en los que, más que beneficios, ven potenciales problemas.

 

Para las tres armas, las modificaciones que el Poder Ejecutivo busca introducir en el Sistema de Defensa Nacional no suponen un futuro en que la ya histórica obsolescencia de sus recursos se transforme en compra de equipamiento de última generación. Al contrario, detrás del paradigma de la “guerra” contra el narcotráfico y el terrorismo internacional, sospechan un pretexto para que continúe la desinversión.

 

Por otra parte, la participación en actividades que no son parte de su misión excluyente, es decir, la defensa de la soberanía ante el ataque de tropas regulares de otro Estado, es mirada de reojo por unas FFAA que se consideran en la cima de la jerarquía uniformada, por sobre el resto de la fuerzas de seguridad. Hacer el trabajo de un policía es, por así decirlo, “bajarle el precio” a la formación profesional que fueron acumulando a lo largo de su carrera.

 

A esto se suma el antecedente omnipresente de la última dictadura cívico-militar y el terrorismo de Estado. Tanto por la renovación generacional como por la condena social, política y judicial, la gran mayoría de los militares no quiere tener nada que con ese pasado. Y, a las claras, la decisión oficial de reinstalar el debate sobre los límites entre defensa y seguridad interior, se inscribe en una línea histórica que en nuestro país remite a los 70.

 

Por eso, una vez conocida la letra del decreto 683, los jefes castrenses comenzaron a repetirse que cualquier nueva tarea que se les asigne deberá venir acompañada de una cobertura legal que les brinde garantías. Un ejemplo cercano, en tiempo y espacio, es el de Río de Janeiro, donde las FFAA intervinieron para combatir a las poderosas bandas narcos. Antes de tomar el control de la ciudad, exigieron y consiguieron “fueros”, para que sean tribunales militares los que intervengan ante crímenes contra civiles cometidos por miembros de las Forças Armadas Brasileiras.

 

Esta reacción preventiva a los anuncios de la Casa Rosada responde a lo que la óptica militar considera un riesgo potencial, fruto de las necesidad de la coyuntura política del gobierno –ajuste económico y alineamiento geopolítico a la estrategia de los Estados Unidos– y no a un interés genuino por el cuadro crítico de una institución largamente desfinanciada.

 

El otro gran antecedente es lo ocurrido en aquellos países de la región donde las FFAA se integraron plenamente a la seguridad interior a través de la lucha contra el narcotráfico, con Colombia y México como paradigmas del desastre. El saldo fueron violaciones sistemáticas a los derechos humanos, repudiadas a nivel internacional; corrupción y el fracaso en la misión de desactivar al crimen.

 

En lo inmediato, el Ejército es el más afectado a los planes del macrismo, que ya anunció el envío de tropas a la frontera norte para reemplazar a parte de los gendarmes allí apostados. Casualmente, el jefe del Ejército, el cordobés Claudio Pasqualini, conoce de cerca lo ocurrido con la militarización de la seguridad en México. Desde 2012 y hasta finales de 2014, antes de ser ascendido a general de brigada, fue titular de la Agregaduría de Defensa de la Argentina en ese país.

Una multitud rechazó la reincorporación de las FF.AA. a tareas de seguridad interior.

 

A fines de mayo pasado, cuando ya se escuchaban rumores de los cambios que ahora dispuso el Ejecutivo, Pasqualini declaró a la prensa: “Los militares no podemos, por cuestiones normativas y de reglamentación, ocuparnos de seguridad interior”. Indicó que toda colaboración debía estar “dentro del marco legal vigente” y, como referencia, enumeró que el Ejército “trabaja codo a codo con la comunidad y organismos del Estado en catástrofes y desastres naturales, infraestructura, construcción de puentes y apoyo a fuerzas de seguridad, por ejemplo, en materia de transporte y alojamiento”. Consultado sobre la posibilidad de patrullar la frontera, fue claro: “Si se cambia la normativa, podríamos hacerlo en un futuro, con equipamiento, entrenamiento y preparación”. En su momento, algunos tomaron estos dichos como una habilitación a las ideas del oficialismo, pero lo cierto es que incluyen un pliego de exigencias muy concretas que está lejos de haberse cumplido. El combo de requisitos que expuso Pasqualini va mucho más de un decreto vaporoso como el emitido por el presidente, donde se habilita mucho pero se especifica poco, no se establecen plazos ni se habla de los fondos para financiar las novedades.

 

Con más de 106 mil miembros –casi 60 mil pertenecen al Ejército– las FFAA reciben para su sostenimiento partidas que en más de un 80% se usan para abonar salarios. Apenas un 4% se destina a “bienes de uso”, incluida la adquisición de armas y equipamiento. En 2018, $ 56.600 millones fueron asignados a los servicios de defensa, menos del 2% del presupuesto total de la administración pública.

 

Según el Libro Blanco de la Defensa publicado durante la gestión ministerial de Agustín Rossi, entre 1988 y 2013 el país gastó 4.511 millones de dólares en defensa, por arriba de Uruguay (1.042), Perú (2.865) y Ecuador (2.803), y por debajo de Brasil (31.456), Colombia (13.003), Chile (5.435) y Venezuela (5.313).

 

Con el tiempo, el desfinanciamiento impactó en los recursos castrenses, que quedaron a la zaga de los avances tecnológicos, a la vez que la obsolescencia dificultó el mantenimiento y encareció el acceso a los repuestos.

 

En el último inventario disponible del Ejército –también consignado en el Libro Blanco– figuraban, entre otros elementos, 390 tanques, 229 cañones antiaéreos, 65 helicópteros y 26 aviones. En el caso de la Armada, su dotación incluía 12 naves de combate, 11 aviones de ataque, 4 antisubmarinos y 6 helicópteros. Junto a otros recursos, la aviación disponía de 67 aviones de combate –con 7 Mirages–, 25 helicópteros y 9 radares de vigilancia. Es el material inventariado, que no necesariamente está operativo o disponible.

 

Para los especialistas en temas de defensa, el deterioro llegó a un punto que hace peligrar el propio funcionamiento de la institución. Es a estas Fuerzas Armadas a las que el macrismo les quiere sumar tareas, sin antes hablar de sumarles recursos.

 

 

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