Al mercado central de Buenos Aires lo frecuento desde hace más de quince años. Comencé a ir impulsado por la necesidad de aliviar el bolsillo de las grandes compras familiares cuando mi mesa era numerosa y la de mis padres se había agrandado con quienes amorosamente los cuidaban. Ahora, que el tiempo –sin la imponencia de Muiño ni la gracia de Sandrini (1)– me sentenció a achicar la mesa, voy cada tanto a proveerme preponderantemente de pescado variado y fresco. Meto en el baúl del auto mi heredado changuito marca “changuito”(2), la heladerita y rumbeo el sábado bien temprano por la autopista hacia el sudoeste.
Si bien la conveniencia de precios y la frescura de los productos bien podría ser un provecho tácito que fundamentara mi excursión a la “Chacra de los tapiales”(3), no develaría el verdadero motivo de lo que me impulsa a esas excursiones. El fresco aire de la mañana incipiente me refresca la sonrisa.
Voy contento.
Esa voluptuosidad de colores y de olores, ese aglomeramiento de pesquisas de calidad y precio y, sobremanera, esa alegría del trabajo manifiesta en los voceos ingeniosos que ofertan mercadería, esa solidaridad entre puesteros que se disputan el ocasional cliente indeciso, pero, sobre todo: esa amabilidad extinta en la ciudad. Allí se dice buen día, permiso, muchas gracias, disculpe, ¿está atendido?, ¿qué le vendo jefe? –ribeteado con una sonrisa–. Reina la comprensión de que la cortesía facilita ese convivir comunitario.
Los changarines con sus carros repletos de cajones transitan con paciencia zen entre el público, jamás atropellan a alguien. Los cuidacoches son amables y jamás solicitan la merecida propina que nadie les niega. Al comprador frecuente lo reconocen y saludan con alguna particularidad que así lo demuestra. Al nuevito lo asesoran: si no trajiste heladerita empezá por la verdura, si buscás calidad primero date una vueltita y compará. Y así brindan su servicio con orgullo y modestia.
Aunque haya lugar para estacionar más cerca de la nave minorista, dejo el auto invariablemente en los cien metros que custodia Tito, que siempre hace alguna observación optimista del pronóstico del clima. Munido de mi changuito, camino las tres cuadras que me distancian y me sumerjo en el lento transitar del gusano humano que se forma en los pasillos entre puestos. Allí, el apuro individual acepta la mesura y el respeto como razonable límite.
Me doy pequeños gustos. Cuando detecto alguna puja de voceos de la misma mercadería entre puesteros lindantes, me quedo a escuchar esa payada ingeniosa. Si hallo expuesta albahaca junto a tomates de quinta bien maduros, cierro los ojos y me doy un banquete de perfume. Justamente estaba haciendo esto cuando siento un empujón acompañado por un descortés: Correte.
Me costó acomodarme a la novedosa grosería y los vi pasar sin reaccionar. Bueno, más o menos. Una bomba de retardo. El tipo que me apartó descortésmente tendría apenas unos años más que yo. Grandote, me llevaba una cabeza. La barriga, como proa de un rompehielos le abría paso mientras barrileteaba un carrito de las compras color fucsia, nuevito. Una de esas chotadas semi plásticas de bazar chino con el que, sin reparo ni pudor, lesionaba los tobillos de quien se le interpusiera. Seguía los pasos de una mujer también regordeta que no estaba dispuesta a tolerar tiempos de espera ni modos que la postergaran. Seguramente mal asesorada sobre algún derecho divino de paso inexistente de que creía que poseía su ombligo. Ambos portaban caras de fastidio y hacían un extraño contrapunto de bufidos con los que le manifestaban al universo que no aceptaban que los dioses los hubieran expulsado de Jumbo. Soberbia infundada en el rictus de la comisura de los labios. Cara de orto, para ser preciso.
Ya desterrado del paraíso de la combinación itálica de perfumes en el que me embriagaba, obligado por mi destino frutícola al final del pasillo, seguí sus pasos a través del brete. Ella prodigaba codazos a personas que desconcertadas se apartaban ante el insólito comportamiento en tanto él, altisonante, prodigaba onomatopéyicos de desprecio colectivo. No querían estar ahí, quedaba claro. Estaban indignados y supuraba esa herida infecta sin acertar a los causantes de esta desgracia inmerecida que les tocaba transitar. Hacían berrinche. Con cincuenta años menos, un ratito, hubiera sido gracioso. Y un rato más largo hubiera sido abortado por un soplamoco, medida disuasiva aplicada a los menores muy popular en aquellos años. Pero no, no eran niños. Eran una señora y un señor grandes que no sabían comportarse en este lugar al que el saqueado bolsillo los había arrojado.
Los dejé en un puesto de acelga, espinaca, remolacha y brócoli y proseguí mi lenta peregrinación hacia los duraznos, recordando la filosa observación de Mayra Arena sobre los empobrecidos. Ese sector social medio bajo que, en las crisis económicas, desgraciados azorados por su nueva suerte, no poseen herramientas de supervivencia y se mueven torpemente. Los pobres nuevos que en el duelo de su caída libre desde la clase media a la que pertenecían y en la que se adiestraron, recién están atravesando las etapas del enojo o la negación.
Tal vez fue el terror que me generó el pensamiento lo que me hizo detenerme en el puesto de papa, batata, cebolla y ajo y comprar una ristra, para colgarla cerca de San Cayetano. Yo soy agnóstico, pero lo que no mata engorda y en estos tiempos horribles, laburo no me sobra.
Me estaban despachando la trenza de cabezas de ajo cuando la prepotencia me afeitó una oreja y se estrelló contra el pibe que me atendía que se las ingenió para darme el vuelto, contestarle y despedirme.
–¿A cuánto está el kilo de papa?
–Cinco kilos cien pesos. (A mí) Gracias don, disculpe.
–¿Veinte?
–Cien los cinco.
El pibe le está tratando de decir que no vende por kilo sino las bolsitas ya armadas, pero el cascote no sólo que no comprende, sino que le hace transferencia de su limitación intelectual y me busca de cómplice para lanzar una descalificación berreta y patotera.
–Cómo va progresar el país con estos cabeza. Ni siquiera puede vender papas.
–Tendría que encontrar clientes que entiendan que no se vende por kilo sino por bolsa de cinco. Pero vaya a saber… tal vez en cincuenta años escriba “Terrenal”(4) y no necesite venderle papas a un cascote.
–¿De qué hablás flaco? –dijo engranando, intuyendo que lo gastaba.
Mi mamá recomendaba siempre que no fuera pendenciero. Así fue que me hice dramaturgo, director y abogado, como encubrimiento profesional de esa pasión que me gobierna por meterme en el kilombo, perdón, conflicto quiero decir. Todo esto sólo para que mi vieja no me rete.
Por suerte la mujer del tipo, que me miraba desde arriba, ajena a la tensión óptica, lo arrastra hacia el puesto de enfrente. El tipo se deja llevar mascullando una puteada inconclusa y yo prosigo mi destino, prometiéndole a la memoria de mi vieja enmendarme, en parte movido por la reflexión, en parte haciéndome cargo de que un día me van a bajar los dientes.
Llego al puesto de las frutas, saco número y espero junto a una montaña de duraznos priscos. Una de las puesteras me ve la cara, parte uno a la mitad y me convida a mí a la señora que está a mi lado que lo comparte con su hijita. Son los más ricos del planeta. La nena y yo nos manchamos y eso a ella le causa gracia y su risa a mí ternura. Ese dulzor frutal me devuelve al buen ánimo. Ciruelas, naranjas, uvas, damascos, limones, manzanas verdes y rojas, peras chinas… Vuelvo a regodearme con la sensualidad policromática en tanto la danza de los números avanza. Todo iba bien, pero un rebuzno desafinado otra vez la caga:
–Dame dos kilos de uva negra, que esté buena, duraznos y peras, las de oferta.
–Va por número, señora –informa gentil una de las chicas que atiende.
–Es igual, estamos todos acá, es eso solo –increpa el marido a la feriante haciendo gala de su facilidad para el desagrado.
La puestera no quiere problemas y amaga manotear unos racimos para embolsarlos cuando me escucha preguntar:
–¿Por qué número van?
–Ochenta y siete –dice y abandona las uvas obligada por mi intervención maldita y justiciera.
Un hombre mayor agita la mano y con su pedido saca a la empleada de la línea de fuego. Pero el orangután no mide y eso lo pierde. Sobrador, escupe:
–¿Che, tanto kilombo por dos kilos de uva?
–¿Por qué no vas a Jumbo que ahí te podés servir vos mismo? –Lo banderilleo para torearlo caliente y veo que le duele, que enrojece como una brasa al viento.
Me viene a la mente que Nelly, mi dentista, está de vacaciones.
–Ochenta y ocho
Ese es mi número y me parece que no voy a estar vivo para utilizarlo. Pero el cajero, un flaco viejo de pucho en la oreja que estaba encaramado en la caja, en lo alto del puesto, evidentemente el patrón, se descuelga e interrumpe el abalanzamiento del grandote diciéndome:
–Le pido me disculpe, caballero. Atiendo en un momento al señor como se merece y ya estamos con usted.
Los pibes y pibas que despachan, unos cinco, se quedan congelados mirando la escena, que seguramente es inusual para ese personaje. El grandote me mira por arriba del hombro y con displicencia le indica.
–Dos kilos de uva negra.
–No hay más –afirma el patrón delante de una pila de racimos que parecía la vendimia nacional.
–¿Cómo no hay más? ¿Y eso?
–Ya está reservada. ¿Qué más?
–Duraznos.
–No hay. ¿Alguna otra cosita?
–De estas peras dos kilos –dice la mujer.
–No hay más.
–¿Y se puede saber qué es lo que te queda? – dice el tipo sobrándolo.
–Números. Me quedan números –y le señala el talonario colgado de un fierro del puesto.
El coro de risitas le da cuenta de que si va a armar kilombo, las probabilidades no lo favorecen. A ojo de buen cubero éramos todos contra él. Se va al puesto de al lado, contiguo a escaso metro y hace el mismo pedido. La patrona le hace un gesto a sus empleados y lo ignoran, no lo atienden. Ya me están despachando. Mi cabeza hierve. El patrón volvió a su trono en la caja. No me decido por cuál estoque de ironía clavarle para ultimarlo. Los empleados prosiguen su atareada cordialidad sin mirarlo. El tipo se va bufando apartando gente mientras le dice groseramente a su mujer:
–Sólo a vos se te ocurre venir acá.
–Dijimos que llevábamos la ensalada de frutas al asado porque veníamos a comprar al mercado –y agrega por lo bajo– son como veinte, vamos a quedar como el culo.
La apariencia en jaque lo taclea. La mira fijo y ocurre lo imprevisto. Amansado por un rayo, con la derrota en el rostro como la de un pibe al que se le colgó la pelota, vuelve sobre sus pasos, saca un número y aguarda con la cabeza gacha. El insólito sonido lo delata. Comenzamos a escucharlo como una ensoñación improbable, creció en volumen como posibilidad y estalló como certeza. Clavado como el único poste sobreviviente de un muelle arrasado por desmesuradas olas de una inesperada tormenta, el tipo lloraba. Lloraba sin parar y era un llanto tan sentido, tan amargo que, aunque fuera un hijo de puta, daba ganas de abrazarlo. El silencio nos fue ganando a todos hasta que una de las pibas, instada por un mudo cabezazo de su jefe, le dijo a la mujer:
–¿Qué va a llevar, doña?
La mujer repitió en voz baja su lista de ofertas y a medida que le despachaban las frutas las iba guardando en el carrito que el grandote sostenía sin parar de llorar.
Se me fueron las ganas de pelear o hacerme el gracioso, como si se me hubiera desfondado el alma. Daba ganas de disculparse, aunque no había motivos. Daba ganas de solidarizarse, pero era un cretino. Se fueron pronto y se perdieron en la marea humana. Tuve la certeza de que tenía algo atragantado para decirle pero no pude identificar qué era. Me fui hasta el auto rumiando una angustia inexplicable. Le doy su propina a Tito y arranco sin mantener la clásica charlita, epílogo de compras. Ya rumbo a la salida los veo. Están unos metros más adelante, cargando el auto. Ella le trata de enjugar las lágrimas mientras mete las bolsas en el baúl. Ya sé. Ya lo sé. Cuando llego a su lado aminoro la marcha, bajo la ventanilla y le confieso:
–No te pasa a vos solo. Yo digo que vengo a comprar pescado fresco, pero también vengo a estirar el mango.
Si le hubiera explicado la teoría de la relatividad, racionalmente hubiera comprendido más o por lo menos algo. Levanta la vista, me mira y aturdido, atinó a decirme:
–Gracias.
Porque lo esencial, emotivamente, lo había percibido: “Yo comprendo tu destierro en carne propia”. Y lloraba. Yo lloraba. Por esta imbecilidad colectiva de querer cagar más alto que el culo que nos rige a los que, desde siempre, vivimos en la línea de flotación. Que se propaga de abuelos a padres, de madres a hijas. Este idiota campeonato de apariencias que nos encierra solitarios e indefensos en nuestra propia miseria del que me creí ajeno y sin embargo también me mancha. Ese inútil camuflaje verbal de cotidianas derrotas que desemboca en una estúpida falsa traducción del campo de batalla. Que don Roque no estaba grande, sino que ya no compraba los remedios de la presión. Que Juanca no se largó por su propia cuenta y le fue mal, sino que lo rajaron y no tenía puta idea de cómo rebuscárselas solo después de veinte años de relación de dependencia y cuando chocó el remis no tenía seguro por daños. Que Mirta no volvió al barrio con los chicos a cuidar a sus padres, sino que debía siete meses de alquiler y le pidieron que se fuera y por eso se amontonaron. Que Marce no está renovando la casa, sino que vende los muebles para pagar los servicios. Que José no tuvo un accidente, sino que se tiró bajo del tren en palomita cuando el banco le quitó la casa. Esa infundada pretensión nobiliaria de abuelos inmigrantes desilusionados que nos hace negar que las balas pican cada vez más cerca. Esta impostura tilinga y berreta que nos impide mirarnos a los ojos y mancomunarnos en defensa propia. Mientras tanto, los que nos desprecian, nos cazan de a uno, como a pajaritos.
1) Enrique Muiño y Luis Sandrini, grandes actores argentinos, protagonizaron dos versiones cinematográficas de “Así es la vida”, donde se popularizó la frase “hay que achicar (o agrandar) la mesa” como metáfora de las transformaciones familiares.
2) Carrito de alambre, de dos ruedas, utilizado para hacer compras cuyo nombre surge de la marca que lo introdujo en el mercado argentino: “Changuito”.
3) Chacra de los tapiales, casco histórico fundado en 1615 en cuyo predio fue construido el Mercado Central de Buenos Aires.
4) “Terrenal”, clásico del teatro argentino contemporáneo escrito por Mauricio Kartun, quien en su adolescencia y juventud trabajó en un puesto de venta de papas en el Mercado de Abasto de San Martín.