Luces y sombras de cultura «woke» en Estados Unidos

Nos preguntamos sobre las políticas que se basan en las identidades y las que lo hacen bajo la clase. ¿Qué sucede cuando el ingreso económico de las personas se deja de lado?

Dicen que Irving Kristol, el padre de los neoconservadores, le dijo una vez a Joseph Epstein: “Las guerras culturales terminaron. Perdimos.” Lo hizo en un contexto en que la derecha religiosa en Estados Unidos había sido alcanzada por diversos escándalos y se acababa de legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo. A juzgar por las circunstancias actuales puede que hubiera estado en lo cierto. La agenda progresista, con énfasis en los derechos de la comunidad LGBTQ y las minorías étnicas, ocupa hoy el centro de los debates políticos, y de las principales producciones realizadas por la industria del entretenimiento. Cada vez más la puja redistributiva cede terreno frente a las llamadas luchas culturales. Es decir, se ha conformado una sociedad que es políticamente interpelada desde su identidad, sexual o étnica, antes que por su clase.

La pregunta de fondo es si esa derrota conservadora en la “guerra cultural” tuvo su correlato en la lucha por la redistribución de la riqueza o si, por el contrario, la clase trabajadora estadounidense, otrora bastión electoral de la izquierda, se ha reconfigurado electoralmente a partir de la mencionada agenda progresista llevada adelante por la administración demócrata.

Redistribución y Reconocimiento.

A mediados de los noventas en las páginas de la revista Social Context tuvo lugar el llamado debate Fraser-Buttler, dos de las mayores referentes del feminismo  contemporáneo1. Unos de los ejes del mismo era el supuesto corrimiento operado dentro de la izquierda hacía reclamos que tenían que ver más con reivindicaciones identitarias antes que clasistas. Judith Buttler acusaba a Nancy Fraser de minimizar la importancia de las luchas identitarias de la comunidad  LGBTQ y los diversos grupos étnicos al calificarlas como “meramente cultural”. Negando, en el proceso, el potencial transformador que anidaba en esas disputas. Fraser, no obstante, creía que estas luchas  por el reconocimiento identitario eran importantes pero no causarían grandes cambios si no iban acompañadas de políticas de redistribución económica.

En resumen, Fraser identificaba dos tipos de reivindicaciones igualitarias que clasifica en políticas de redistribución y políticas de reconocimiento. Las primeras refieren a las reivindicaciones en el interior de la esfera “socio-económica”, donde el interés de clase es el motivo principal de movilización política. El segundo se inscribe dentro de la esfera “socio-cultural” donde la identidad de grupo es el fundamento de la lucha política. Ambos tipos de reivindicaciones son legítimas. La configuración de una sociedad justa requiere tanto de la redistribución económica como del reconocimiento cultural. El problema, según Fraser, es el desplazamiento de las reivindicaciones económicas como herramienta principal para lograr la igualdad, en favor de las reivindicaciones identitarias. Este desplazamiento se dio durante la segunda ola feminista en paralelo al ascenso del neoliberalismo como programa económico en Occidente. El neoliberalismo no solo se benefició de dicho cambio, sino que además lo alentó. Encontraba allí argumentos para desmantelar el Estado keynesiano de bienestar legitimándose moralmente en el proceso. En su libro Los talleres ocultos del capital la autora ofrece el ejemplo del “salario familiar” denunciado como reproductor de las desigualdades entre varones y mujeres en el seno de la familia, reemplazado por las familias de “dos salarios”, donde ambos cónyuges aportan a la economía doméstica2. Si bien las críticas al “salario familiar” eran pertinentes, el neoliberalismo encontró en ella argumentos para reducir los costes salariales. La pauperización de los trabajadores obligó a muchas mujeres a buscar trabajo para sostener las finanzas domésticas antes que para lograr una autorrealización personal.

La adopción de una agenda igualitaria basada en reivindicaciones identitarias por parte del neoliberalismo permitió dejar atrás la molesta asociación entre justicia social y redistribución económica. Al tiempo que ésta era reemplazada por una nueva noción de justicia que, por asentarse solo en reivindicaciones socioculturales, no afectaba la dominación de clase.

Judith Buttler, por su parte, reconocía que una “construcción estrictamente identitaria” de la izquierda conduciría al “estrechamiento del campo político”, pero no encontraba razones para creer que esto debía de suceder necesariamente así. Para ella género, raza y clase estaban escindidos solo a fines analíticos, ya que en los hechos el análisis de una no puede proceder sin el análisis de la otra. La Teoría Crítica de la Raza sería un ejemplo de esto, pues la misma advierte que sin la abolición del capitalismo no puede eliminarse el racismo. Pero, por más que le pese a Buttler, la agenda neoliberal ha tomado la crítica racial de la TCR minimizando, cuando no omitiendo directamente, la crítica al capital. La paradoja con la que se saldó aquel debate es que la posición de Buttler se impuso dentro de los movimientos de izquierda, pero los hechos parecen darle la razón a Fraser.

¿Sin lugar para la clase?

El 25 de Mayo de 2020 un ciudadano afroamericano de Miniápolis de nombre George Floyd fue asesinado por la acción de un oficial de policía que se arrodilló en su cuello por ocho minutos. La muerte de Floyd desató una ola de protestas en que participaron más de quince millones de personas, siendo la mayor protesta de la historia de Estados Unidos. El movimiento Black Lives Matter recibió apoyó en más de sesenta países, convirtiéndose en un fenómeno mundial.

Casi dos años más tarde los trabajadores de Amazon, cansados de las prácticas laborales abusivas y la desprotección a la que somete la empresa a sus empleados, se movilizaron en favor de la sindicalización. El objetivo deseado, formar un sindicato, se alcanzó, pero el apoyo y la movilización social estuvo lejos de compararse con las que sucedieron tras la muerte de Floyd. En otras palabras, la lucha sindical contra una de las empresas más poderosas del mundo se mostró incapaz de generar el compromiso social que sí se logró en el marco de la lucha racial promovida por el Black Lives Matter.     

En una entrevista, realizada recientemente por el New York Times, Steve Papp del Sindicato de Carpinteros, Herreros y Albañiles de la localidad de Scranton, una comunidad de trabajadores blancos en el Estado de Pensilvania conocida por la popular serie The Office, deja en evidencia la poca capacidad que tendría la clase hoy día para movilizar a los obreros3. Papp, militante del Partido Demócrata, se lamenta que sus colegas del sindicato ya no perciben al partido como el garante del “estilo de vida sindical”, sino que lo observan cada vez más como ajeno a sus intereses y valores culturales. Esa situación es oportunamente aprovechada por los republicanos que denuncian a la agenda woke de los demócratas como la responsable de los problemas económicos de los trabajadores de cuello azul. El senador Mitt Romney escribió en el Wall Street Journal que “el presidente Biden necesita deshacerse de sus asesores woke y rodearse de personas que quieran que la economía vuelva a funcionar”4

Scranton, como su vecina Luzerne, fue bastión demócrata hasta que en 2016 Trump arrasó. El voto obrero fue fundamental. La tesis que explica el fenómeno desde el simplismo de un sector desclasado que vota contra sus propios intereses es errónea. Planteada la discusión en términos de política de reconocimiento y luchas culturales los trabajadores blancos no ven allí sus intereses de clase. En consecuencia, su reconfiguración como votantes de la derecha es en parte responsabilidad de una izquierda que ya no los interpela en tanto trabajadores. Más bien lo hace en tanto sector privilegiado de una sociedad racializada.

Progresismo y Conservadurismo

En 1964 el presidente Lyndon Johnson declaró “la guerra incondicional contra la pobreza” en Estados Unidos. Desde entonces la pobreza se ha reducido de una tasa de 19% a apenas 12%. En la actualidad más de cuarenta millones de estadounidenses viven bajo la línea de pobreza. La seguridad social en el país nunca fue comparable a las naciones del norte de Europa, y las medidas recientes, cupones de alimentos o seguro de desempleo, no han sido del todo eficaces. A lo que se suma el deterioro del mercado laboral que afecta sobre todo a los trabajadores de menores salarios. La desigualdad económica es allí mayor a la de cualquier otro país desarrollado5.

Desde Johnson a Biden demócratas y republicanos se han alternado en el poder, aplicando recetas neoliberales con mayor o menor ímpetu según el contexto. La resistencia a dichas reformas socioeconómicas encontró en un primer momento a la izquierda unida en su defensa del régimen de bienestar, el multiculturalismo y la diversidad de género. Pero una vez que las políticas de reconocimiento se escindieron de las distributivas, los demócratas pudieron aplicar recetas neoliberales maquilladas de justicia social. La trayectoria de Bernie Sanders, por décadas referente de la izquierda independiente, es ejemplar. Sanders se incorporó al Partido Demócrata y compitió en las internas de 2016 contra Hillary Clinton. La ex Primera Dama, cuyo esposo fue un promotor del desmantelamiento del Estado de Bienestar y como Secretaria de Estado de Obama fue responsable directa de los sucesos que terminaron en la crisis de Ucrania, salió de esas internas como paladín del progresismo en Estados Unidos. La institucionalización de Sanders y sus seguidores como parte del Partido Demócrata fue fundamental para ello.

Clinton compitió contra un candidato conservador que se suponía representaba todo lo contrario de los intereses de la clase trabajadora. No obstante, como vimos, Trump ganó con el apoyo de un sector importante de los trabajadores de origen caucásico. En campaña, la ex Primera Dama llamó a esos seguidores de Trump “basket of deplorables”. No es casual, entonces, que ese grupo haya sido incluido dentro de los movimientos de supremacismo blanco, de tendencias neofascistas, que apoyan a Trump. Sin embargo, esa lectura es también resultado de una agenda woke que entiende toda polarización en clave racial o de género y no de clase. El estrechamiento del campo político fue lo que finalmente ocurrió. Desde otro lugar se puede aducir que Trump se llevó esos votos porque supo interpelar a los trabajadores de cuello azul como tal y no como miembro de un grupo étnico o de género.          

Tal vez se podría suponer que la derrota de 2016 hubiera servido para que los jerarcas del Partido Demócrata comprendieran que la clase todavía es capaz de movilizar a los trabajadores y captar su voto. Pero a juzgar por lo que llevamos de administración Biden la lección no fue esa. El presidente y sus asesores polarizan cada vez más desde una retórica anclada en la agenda cultural y desligada de los conflictos de clase. Lo que en una coyuntura inflacionaria como la actual puede resultar para muchos hogares estadounidense un sinsentido.   


1- Judith Butler – Nancy Fraser, ¿Redistribución o Reconocimiento? Un debate entre Marxismo y Feminismo. Madrid: Traficante de Sueños.

2- Nancy Fraser, Los talleres ocultos del capital. Un mapa para la izquierda. Madrid: Traficante de Sueños, 2020.

3-https://www.nytimes.com/2022/10/30/us/politics/blue-collar-voters-pennsylvania.html

4- https://www.theguardian.com/us-news/2022/apr/21/joe-biden-woke-advisers-us-economy-mitt-romney-wall-street-journal  

5- https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-53440439


Diego Alexander Olivera es Licenciado en Historia y Dr. En Ciencias Sociales. Docente en la Universidad Autónoma de Entre Ríos.

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