La mano que mece la pluma

Biografía de Fernando Soto, el abogado que escribió el protocolo que convalida la Doctrina Chocobar. Conspiraciones en los confines de Bullrich.

En macabra coincidencia con la presentación del informe de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI), que contabiliza nada menos que 297 personas asesinadas en 2018 por agentes estatales –o sea, una cada 22 horas–, junto con un aumento exponencial de absoluciones para éstos, la ministra Patricia Bullrich anunció el llamado Plan Restituir, cuyo propósito es “limpiar el honor” (y, por ende, devolver al servicio activo) a uniformados que salieron airosos de imputaciones por homicidios y torturas. Tal iniciativa se acopla al ya célebre reglamento que habilita el uso policial de armas letales ante cualquier “peligro inminente”, incluso por la espalda. Ambos asuntos fueron ideados por alguien únicamente conocido en el pasado por su insistente presencia en ciertos programas de televisión: el abogado Fernando Soto, ahora director de Ordenamiento y Adecuación Normativa de las Fuerzas Policiales del Ministerio de Seguridad de la Nación.

 

Lo cierto es que ese hombre esmirriado y calvo, con ojillos que siempre brillan detrás de unos lentes sin marco, es muy propenso a la acumulación de cargos, Tanto es así que en esa cartera él también actúa de enlace con el FBI, además de ser la cabeza de la Dirección Nacional de Proyectos, Evaluación de de Normas y Cooperación Legislativa. Paralelamente reporta al Ministerio de Justicia por integrar la Comisión Nacional de Huellas Genéticas. Y es profesor en el Instituto Universitario de la Policía Federal sin descuidar su profesión de penalista ni sus quehaceres como secretario del consejo administrativo de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges, de cuya obra es fanático. Soto mismo, dado su carácter de ideólogo del Estado matador, podría haber sido un personaje de la Historia Universal de la Infamia. En lo factico, su promisorio presente es fruto del ocaso de otra gran figura ministerial, la del ex secretario de Cooperación con los Poderes Judiciales, Gonzalo Cané.

 

No está de más repasar tal trasvasamiento.

 

Cané –también abogado– supo asomarse a la luz pública a mediados de 2017, tras la desaparición de Santiago Maldonado. Porque aquel hombre algo obeso, desaliñado, jactancioso y bocón se había convertido en una especie de comisario político del juez Guido Otranto, además de ser el artífice principal en la neutralización de pistas impulsada por el Poder Ejecutivo. Su presencia en Esquel ya era parte del paisaje. En los bares que frecuentaba, cualquiera podía acceder a los más delicados secretos de Estado con sólo sentarse a metros de su mesa. De hecho, una mañana a mediados de septiembre se lo oyó gritar al celular: “¡No hay posibilidad alguna de que la Cámara Federal recuse a Guido!”. Del otro lado de la línea estaba Bullrich. Pero ese mismo día Guido fue recusado. Y él dejó de ser visto en la Patagonia, aunque no para siempre.

 

El cadáver de Maldonado apareció el 17 de octubre. Ya al anochecer, su hermano Sergio, junto con un perito y el nuevo juez, Gustavo Lleral, extraían sus restos del río. En aquellas circunstancias ocurrió el arribo del secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, escoltado por Cané y un asesor de menor rango del Ministerio de Justicia. Por su investidura, el primero pretendía ser atendido en el acto. Y la gran insistencia del segundo hizo que los tres fueran ahuyentados a piedrazos por los pobladores. La estampa gordinflona de Cané logró treparse a la camioneta cuando su conductor ya pisaba el acelerador.

 

Lleral aún parecía un magistrado probo e independiente.

 

Desde Buenos Aires, Soto seguía los acontecimientos con actitud entre discreta y ambiciosa.

 

A fines de noviembre, el doctor Cané tuvo otra misión en el sur del país: “coordinar” el desalojo de la comunidad mapuche del lago Mascardi, cerca de Bariloche. Allí –ya se sabe– fue asesinado el joven Rafael Nahuel.

 

Cabe destacar que Cané tampoco fue ajeno al espionaje realizado sobre familiares y amigos de Maldonado.

 

Por este tema el juez federal Daniel Rafecas le inició una causa penal. Y tal circunstancia –dicen– precipitó “por razones personales” su renuncia en el otoño de 2018.

 

Había llegado así la hora de Soto. De hecho, su injerencia en los casos Maldonado y Nahuel fue muy eficaz. Los resultados están a la vista.

 

Durante la mañana del 29 de noviembre pasado, el juez Lleral llamó a la madre de Santiago, para decir: “Estoy siendo extorsionado; apretado para que cierre la causa. Por eso debo hacer esto”.

 

En resumen, el tipo usó en su sentencia unas 263 fojas para explicar que Maldonado se “hundió” por una “sumatoria de incidencias” y que éstas, pese a ocurrir durante una represión atroz y desaforada, “no constituyen delito”.

 

En ese mismo momento, las novedades del expediente por la muerte de “Rafita” –como le decían a Nahuel– no eran más venturosas. El juez Leónidas Moldes acababa de ordenar la captura “internacional” de Fausto Jones Huala y Lautaro González, quienes asistieron a la víctima en su agonía. Y a la vez le dio una mano al presunto homicida, el prefecto Javier Pintos, anulando la pericia que lo señala como autor del disparo fatal. Una notable manera de celebrar el primer aniversario del crimen.

 

En ambos desenlaces emerge la “influencia” del doctor Soto.

 

La inesperada “abdicación” de Cané hizo que de su área se hiciera cargo el famoso Pablo Noceti, y que a la Jefatura de Gabinete (ocupada por él hasta entonces) desembarcara Gerardo Milman (quien encabezaba la Secretaría de Seguridad Interior). Pero la personalidad algo desequilibrada del primero y las escasas luces del segundo determinaron la ascensión de Soto a la cúspide del ministerio. Así se convirtió en el “garrote” de Bullrich en las causas judiciales sensibles, y a la vez en arquitecto de una “limpieza social”. En otras palabras, una especie de Eichmann en módica escala, abocado a la Solución Final de la delincuencia más precarizada.

 

Con respecto a la primera función, en el instante mismo en que Cané se corría con sigilo de la escena, la señora Bullrich firmaba una resolución que lo convertía a él en apoderado del ministerio. Y con dos propósitos: impulsar el cambio de carátula en el expediente Maldonado (la de “desaparición forzada” provocaba una mala impresión internacional) y perseguir, como querellante, a quienes –según el documento– “puedan resultar penalmente responsables por falsas acusaciones contra esta cartera y/o sus funcionarios”. Se refería, entre otros, a familiares de Santiago, a sus abogados y a periodistas que cubrieron el caso. Idéntica modalidad fue implementada por él en la causa por espionaje ilegal contra Cané (acusando nuevamente a la familia de Santiago) y también –como ya se vio– contra testigos del asesinato de Rafita en Bariloche, en cuya causa, por otra parte, Soto funge como abogado del tirador Pintos.

 

Con respecto a la segunda función, además haber asumido la defensa penal del policía Luis Chocobar, quien acababa de convertirse en una santidad macrista del “gatillo fácil”, Soto ahora arremete con su epopeya doctrinaria en favor de las ejecuciones policiales a través del reglamento armamentístico de su autoría. Y su remate es el Plan Restituir.

 

¿A dónde irán a parar los tipos de su calaña (y él, en particular) cuando concluya la pesadilla del presente? Tal vez la pluma de Borges hubiese podido vislumbrar la respuesta.

 

 

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