Azucena, la madre de las Madres

En Los Villaflor de Avellaneda, Enrique Arrosagaray relata el día que 14 mujeres iniciaron la larga travesía hacia la verdad. La tarde que Azucena le quiso dar cobijo a su entregador: el genocida Astiz.

Cuando Néstor empezó a tomar alguna actividad política crítica respecto de la dictadura de la denominada Revolución Argentina de Onganía, Levingston y Lanusse, y se fue conformando como un revolucionario, tal como lo hicieron miles de ciudadanos jóvenes y otros no tanto, su padre lo enfrentó. Su madre, en cambio, fue más paciente y trató de amortiguar las discusiones.

 

Además, Néstor sumaba a sus opiniones el pelo largo y una vestimenta propia de su época y su edad, que a su padre no le caían nada bien. Pero esto era claramente secundario. A don Pedro le dolía y desconcertaba el rechazo a las ayudas económicas y laborales que le proponía, las que de alguna manera escondían la intención de que su hijo se ocupara de otra cosa. Su padre no lo entendía. Su madre, un poco sí.

 

Cuando le secuestraron a Néstor, Azucena empezó a caminar por todos los lugares en que supuso que podía obtener alguna orientación. El peregrinar fue incesante por cuarteles, comandos, iglesias y comisarías. Pero se daba cuenta, tras las repetidas respuestas ridículas, de que todo eso no servía para nada. Esta conclusión la dijo en voz alta a un grupo de madres que estaban en la misma situación, mientras esperaban en larga y penosa antesala para ser atendidas por monseñor Graselli en dependencias del Vicariato de la Armada, por la calle Comodoro Py.

 

“No sirve para nada todo esto —dijo Azucena a otras madres—, no tiene sentido seguir yendo por las comisarías, por los juzgados. Nos están engañando. Tenemos que ir a Plaza de Mayo para que nos vean. Juntarnos ahí todas, hacernos fuertes y meternos en la Casa Rosada para imponer ante Videla lo que está pasando”.

 

Esto dijo Azucena —según testigos presenciales como María Adela Antokoletz, Haydée Gracía Buela o como Pepa de Noia— en aquella antesala de la Secretaría del Vicariato, ante el sufrimiento de decenas y decenas d

Azucena Villaflor

e madres y familiares angustiados, cansados, hastiados. Algunas no les dieron importancia a sus palabras pero otras dijeron que sí, que todo era un engaño, que tenían que hacer eso: reunirse y actuar en común.

 

Cerca de Azucena, casualmente, estaba la joven Liliana Andrés quien tenía a su esposo, el abogado Daniel Antokoletz, desaparecido. La escuchó hablar, se sorprendió y fue rápidamente a contarle a su suegra María Adela Gard que estaba sentada en otro sector de la sala de espera. María Adela acordó y fue una de las primeras catorce mujeres.

Esas mujeres tenían aún algo de ingenuas, pero con una velocidad asombrosa comprendieron en profundidad qué era lo que estaba pasando. En este abril del 77 tuvieron un salto de madurez: comenzaron a reunirse y a actuar en común. Y esta fue una propuesta de Azucena.

La primera reunión en la Plaza sucedió el 30 de abril. Cayó sábado. Fueron catorce en representación de once secuestrados. Luego pasaron al viernes siguiente y fueron el doble. Y al otro viernes ya eran muchas más, aunque la cantidad siempre fue fluctuante. Después cambiaron a los jueves porque una de las madres dijo que reunirse los viernes traía mala suerte. Textual. De allí en más —salvo un intervalo de varios meses durante el 79—, las reuniones fueron los jueves.

 

Claro que Azucena pudo participar nada más que de las primeras reuniones porque la secuestraron muy rápidamente. Luego del 30 de abril se sucedieron cientos de reuniones clandestinas y gestiones oficiales, elaboración de documentación, cartas a personalidades y un sinfín de actividades que tuvieron como motor a Azucena.

 

Azucena Villaflor de De Vincenti y las otras mujeres habían acordado que el único criterio para sumarse a ese núcleo era tener un hijo desaparecido. Sin preguntas sobre antecedentes de tipo político ni religioso. Nada. El dolor y la esperanza eran lo único que las unía. Criterio para nada sectario, muy justo pero inevitablemente poco seguro.
Cierto día apareció un muchacho jovencito, diciendo que habían secuestrado a su hermano en Mar del Plata. Dijo también que su madre no podía venir porque estaba en aquella ciudad muy enferma. Rubio y de ojos claros, algunas recuerdan que “parecía un pichoncito, callado, no decía casi nada. Para colmo, decía no tener casi plata ni amigos en Buenos Aires”.

 

Azucena le preguntó a su marido si le parecía bien llevar a ese muchacho a dormir a su casa porque, pobre, no tenía dónde ir. “Pero vos qué te creés…. tenés una hija adolescente. Mirá si tenemos que salir ¿cómo los vamos a dejar solos?”, dijo don Pedro irritado, por toda respuesta.

 

Por esto, Alfredo Astiz —oficial de la Marina infiltrado entre las Madres— no durmió en lo de Azucena. Gracias a la rigidez casi absurda de don Pedro y a la existencia de Cecilia. Pero Astiz —alias Gustavo Niño, alias Carlos Escudero más adelante— tenía instrucciones bastante precisas: destruir esa organización y a Azucena. Siempre preguntaba por ella. No era raro verlo de su brazo en alguna caminata. Por eso aquel atardecer del 8 de diciembre, cuando ejecutan varios secuestros en la Iglesia de la Santa Cruz, Astiz quedó desencantado cuando Azucena no participó de la reunión.

 

Él se fue unos minutos antes de que terminara, pero cuando los participantes salieron, los estaban esperando. Obviamente, Astiz había dado la información exacta. Aún quedaba pendiente el secuestro de Azucena.

 

Los Villaflor de Avellaneda, de Enrique Arrosagaray (Ed. Punto de Encuentro, 2017)

Los siete meses y diez días que Azucena compartió con las Madres tuvieron, como ya dijimos, decenas y decenas de hechos de importancia, pero tal vez haya dos contundentes. El primero fue la consolidación de esa organización con responsables por barrios y en pleno crecimiento. El segundo fue la aparición de la primera solicitada conteniendo más de 800 firmas de familiares de detenidos-desaparecidos en el diario La Nación. Azucena es una del grupo de Madres junto a Aída Sarti, María Adela Antokoletz y a María del Rosario de Cerruti entre otras, que entregan la solicitada en las oficinas del diario.

 

Es indispensable recordar, para entender el cuadro social que se estaba viviendo y el papel que estas mujeres empezaban a jugar, que en esos meses se secuestran alrededor de treinta o cuarenta personas por día, y se mantenían en funcionamiento en todo el país cientos de campos de concentración.

 

Infinidad de delegados y miembros de comisiones internas de fábricas grandes fueron secuestrados en ese período. Activistas y militantes políticos que estaban contra la dictadura en fábricas, barrios y en pueblos campesinos corrieron la misma suerte. Hasta curas vinculados con los sufrimientos populares.

 

Es bueno recordar que el 48,1% de los desaparecidos eran obreros o empleados, el 21% eran estudiantes, el 10,7% eran profesionales, el 5,7% eran específicamente docentes, un 1,6% eran periodistas…, el 88% tenía entre 16 y 40 años. En ese marco era ya muy peligroso buscar a un secuestrado aunque el solicitante fuera su propia madre. Y más peligroso aún, se comprenderá ahora, era organizar esa búsqueda e inquirir a los responsables.

 

El día en que por fin aparecía la tan peleada solicitada, 10 de diciembre de 1977, Azucena salió de su casa temprano y fue a un quiosco cercano a comprar un ejemplar de La Nación. En la misma salida compró pan y facturas. Estaba contenta por la solicitada pero angustiada por los secuestros de sus compañeras María Ponce y Esther de Careaga en la iglesia, horas atrás. Cuando llegó a su casa vio que la página de la solicitada de ese ejemplar tenía fallas de impresión. Al poco rato salió de nuevo a buscar otro ejemplar y de paso a hacer las compras para el almuerzo. Pensaba encaminarse hacia el mercadito de abajo del Viaducto a comprar pescado, a pedido de su hija Cecilia, quien dormitaba. No eran aún las nueve de la mañana. Recorrió por Crámer los cien metros hasta Mitre y empezó a cruzar esa avenida cuando dos coches la encerraron. Tal vez un tercero vigilaba el operativo a la distancia.

 

Un colectivero de la Línea 98 que pasaba vio el incidente, frenó, les gritó; no era para menos, porque estaba viendo cómo una mujer era tironeada y golpeada por varios hombres armados. Lo encañonaron y le aconsejaron que se fuera. El hombre entendió, se fue. A pesar de los empujones y gritos de Azucena, la subieron a uno de los coches y se la llevaron.

 

Don Pedro no quería que su mujer siguiera buscando a Néstor. Decía que era muy peligroso. Pero cuando secuestraron a Azucena él mismo empezó —para sorpresa de sus propios hijos— a ir a la Plaza, a gestionar, a enviar cartas al exterior, a las Naciones Unidas.

 

Se sabe que Azucena estuvo secuestrada en dependencias de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), cerquita de la cancha de River. Barrio bacán. Nada que ver con su Sarandí y su Arsenal Fútbol Club. El relato de Lila Pastoriza, ex detenida-desaparecida de ese lugar y en esos días, lo aseguran. Y también se sabe que estaba entera. A tal punto, que pedía el nombre de algunos de sus compañeros de cautiverio, para hacer algo por ellos cuando la dejaran en libertad.

 

Han pasado varios años y Azucena no apareció. Tampoco su hijo Néstor, ni miles y miles de secuestrados en aquellos años. Eso sí, los secuestradores materiales y los ideólogos están todos en libertad y hasta reivindicados por la proeza y la valentía de matar a miles de personas engrilladas, hambrientas y torturadas. Por lo menos esto piensan los poderosos de siempre de nuestro país, los dueños de la tierra y del dinero. Porque el pueblo no olvida, lo demostró y lo demuestra.

 

 

* Fragmento de Los Villaflor de Avellaneda, de Enrique Arrosagaray (Ed. Punto de Encuentro, 2017)

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