La democracia es nuestra

Cuando el Estado se convierte en una alianza corporativa que chantajea de manera sistemática la vida social, cultural, política, económica de la sociedad, la idea misma de democracia estalla en mil pedazos.

Cuando en 1983 recuperamos la democracia yo era un joven de 23 años. De modo tal que había pasado toda mi adolescencia y parte de mi juventud bajo esa feroz dictadura cívico-militar. Para mi generación, la democracia era algo sagrado, intocable —parafraseando a Maradona: “la democracia no se manchaba”—, creíamos ciegamente en que con ella todo se podía.

 

En aquellos años, la pensábamos como la contrafigura necesaria de un régimen de terror, y con una cierta esperanza en que viniera a garantizar la vida y la libertad para todo el mundo. Teníamos una conciencia, quizá débil, pero cierta, respecto de que sería una tarea difícil y por eso se la pensaba como una “transición”. Y ese “tránsito” estaba motivado, espejado, en lo que reflejaba el norte del mundo: una democracia representativa, apoyada en un tipo de lazo vertical entre ciudadanos y representantes, y no sobre el estímulo a formas activas de participación popular en los asuntos públicos.

 

Esa perspectiva —lo supiéramos o no en tiempo real— se rompió en la Semana Santa de 1987. Como suelen señalar no pocos historiadores y cientistas políticos, ese acontecimiento cerró la década de los años ochenta y abrió la larga década del noventa. Con el dramático pedido del presidente Alfonsín, desde el balcón de la Casa de Gobierno, de que los ciudadanos abandonaran la plaza y dejaran el manejo de la crisis política, militar e institucional que los había movilizado en manos de sus representantes, la idea de una democracia popular cedió su lugar a la idea de que democracia era sinónimo de representación.

 

Nosotros estábamos en la plaza, porque no dudamos en salir a la calle a defender la democracia. Así vivimos como generación una de las primeras frustraciones, al saber que en nombre de la gobernabilidad —y no sé de cuántos cuentos más— se empezaba a oscurecer esa palabra sagrada. Aun así, seguimos aferrándonos a ella, aunque ya un poco menos ciegos.

 

Casi sin darnos cuenta, la democracia ya no educaba, sanaba ni alimentaba dignamente a nuestro pueblo. ¿Lo hizo en algún momento? ¿No había allí un exceso, una promesa imposible? ¿Puede la democracia curar, sanar y educar? ¿Puede hacerlo la democracia realmente existente? En cualquier caso, no podíamos concebir otro camino que no fuera el de ese sistema recién reconquistado a través de las luchas y los sacrificios de muchos compatriotas.

 

El primer garrotazo económico llegó de la mano de los que nunca se habían ido, los ideólogos del golpe del 76. De este modo y por la puerta de atrás, se despedía el primer gobierno democrático de nuestra era. Dejaba a la joven democracia llena de magullones, pero aún de pie; daba paso a un nuevo gobierno afirmando la percepción de que el sistema tenía alternancia y había llegado para quedarse.

 

Terminó la década del ochenta con el triunfo de una fórmula ¿peronista? Carlos Saúl Menem arribaba al poder con promesas de salariazo, con “Síganme que no los voy defraudar” y otras tantas mentiras de campaña. Con justicia, los estudiosos y la gente de a pie llamaron a los noventa “la segunda década infame”, por la estructura de corrupción y por la entrega del patrimonio nacional al capital extranjero que implicó.

 

La democracia no sólo estaba magullada, estaba entumecida. El gobierno había asaltado la Corte Suprema de Justicia ampliándola a su antojo, moldeándola a su servicio, trastocando todo el sistema. La Justicia definía su forma institucional, y la naturaleza de su “servicio”, en una servilleta. Emergían así no pocos jueces federales, hoy famosos por tener “patente de corsario”. En el Congreso aparecieron diputruchos que contribuían a votar las privatizaciones y demás infamias y traiciones. La corrupción, las mentiras, el cinismo eran moneda corriente. El sistema estaba corroído hasta los huesos.

 

Dos argentinas se definían con nitidez a fines de la segunda década infame. Dos democracias, una para los ganadores y otra para los perdedores; para los unos, la impunidad; para los otros, el garrote. Los ganadores posaban en Caras y los perdedores, con suerte, en la sección policial de Crónica. Es imposible no hacer mención del gran impune mediático, formador de sentido común del mediopelo argentino, que no dudó en pervertir el sistema de acuerdo con sus conveniencias circunstanciales, hasta hoy.

 

Para entonces, la democracia formal sólo les servía a los ganadores; y los perdedores poco creían en ella. Tan así fue, que en las elecciones de medio término de 1999, a poco estuvo de triunfar el voto en blanco. Los que se habían apoderado de la democracia, apenas si le dedicaban media página en sus pasquines para castigar a los votantes por su apatía democrática.

 

El siglo XXI y su relato modernizador eran apenas promesas vanas en estas pampas. La Argentina profunda iba incubando el estallido social de 2001. La larga década de los años noventa, que había comenzado en 1987, abrió una crisis sin precedentes. En la sociedad profunda había madurado, de manera (casi) invisible una irrupción social que estalló como auto-organización asamblearia del pueblo, generando mecanismos de participación en la gran discusión colectiva que ese estallido había inaugurado. Se extendieron, en las esquinas y en las plazas de la ciudad y del país, asambleas populares, vecinales, estudiantiles. También obreras, puesto que muchas fábricas que habían sido abandonadas por sus dueños, cerradas sus puertas o fundidas, eran “recuperadas” y puestas a funcionar nuevamente por sus trabajadores. Fue un período fugaz y, sin embargo, ese relámpago implicó la generalización de un modo directo de asumir la cosa pública, una idea sobre la democracia que recogía su inspiración en la tradición “participativista” que había echado luz en los debates de los años de la “transición” e instaló en el imaginario la existencia de una ciudadanía activa, que ya nadie podría dejar de oír.

 

Ante el volcán en erupción, la democracia fue puesta de nuevo sobre la mesa para salvar a la República. Esa democracia plebeya que lo puso todo en cuestión y patas para arriba. No faltaron quienes fantaseaban con un asalto al palacio de invierno; pero no… apenas pedían que se fueran todos.

 

Paradójicamente, los que tanto habían contribuido a manchar la democracia, se ofrecían como sus salvadores. Políticos, medios, empresarios, el combo perfecto para que nada cambiara. Sin perder tiempo experimentaron poniendo en práctica una democracia autoritaria que les permitiera seguir depredando lo quedaba del país. Así nos condujeron a la tragedia del Puente Pueyrredón.

 

De nuevo el sistema se ponía a prueba llamando a elecciones anticipadas para descomprimir la tensión y legitimarse a sí mismo a través del voto para no hacer nada de lo prometido en campaña y con el constante objetivo de prolongar el despojo al pueblo argentino.

 

Entonces sucedió lo impensado. Merced al abandono del contrincante, alguien que sumaba menos votos que puntos el índice de desocupación llegaba al gobierno para realizar lo inesperado: Néstor Carlos Kirchner.

 

Hay quien ha pensado los años posteriores a la asunción de Kirchner como años en que la palabra democracia vino a ser reemplazada, en los discursos políticos dominantes, por otra palabra, que la contiene y la modifica: “democratización”. Es decir, no ya una ilusión, ni una meta, ni siquiera una utopía, ni el objetivo de un proceso, sino el nombre del proceso mismo. La forma precisa de su afirmación, su realización, su profundización. Porque la democratización no es otra cosa que la democracia cuando se constituye en garante de derechos colectivos y en factor esencial de su extensión y profundización.

 

El kirchnerismo (y no hay aquí pretensión de síntesis, ni de exhaustividad) hizo lugar a una reconceptualización posible del rol del Estado, recuperando lo mejor de la tradición nacional-popular argentina, pues vino a trastocar la persistencia de la tradición liberal —que siempre lo consideró como un enemigo de las luchas políticas por la emancipación— para colocarlo como un momento fundamental en esas luchas. Y ese fue un proceso que corrió como un río de promesas por buena parte de América Latina: que el Estado puede ser un instrumento positivo en las luchas por la transformación de la sociedad y la ampliación de las libertades y de los derechos.

 

Estas reflexiones, bastante desordenadas, pueden ser útiles para contribuir a no detener la discusión acerca de qué es la democracia. Parece evidente, en todo caso, que no es algo ya definido, ya conquistado, ya cerrado y resuelto. La democracia es, entre otras muchas cosas, un combate permanente por su entidad, por su definición, por su nombre: por la necesidad de merecerlo en su mejor versión posible. Y si algo hemos aprendido desde aquellos primerísimos años en que empezábamos a garabatear nuestros imprecisos trazos en la vida pública, es que es un modo de agregarnos comunitariamente que no puede realizarlo todo. Entonces, vivir en democracia es (también) vivir en esa tensión. En la tensión de una imposibilidad.

 

Sin embargo, cuando el Estado se convierte en una alianza corporativa que chantajea de manera sistemática la vida social, cultural, política, económica de la sociedad, la idea misma de democracia estalla en mil pedazos. La tensión deja de ser tal. Los sectores más vulnerables quedan, literalmente, a la intemperie. Y la lógica institucional pasa a recoger lo peor, sí, de una larga tradición que nos enseñó, a sangre y fuego, todo lo que tenemos que saber sobre las formas de dominación y explotación que los Estados pueden desplegar para garantizar y para reproducir los privilegios de las minorías.

 

Por otro lado, quienes nos reconocemos como parte del campo nacional-popular, siempre hemos sido señalados como algo reticentes a la democracia. ¿Era así? ¿Es así?

 

En todo caso, sí es seguro que la democracia representativa ha sido siempre contraria a los movimientos nacional-populares, pues su raíz, estrictamente liberal, se basa en la división de poderes. Y, en la división de poderes, el Poder Judicial es (tal como lo anticipara Montesquieu en El espíritu de las leyes, un libro que habría que releer) un poder contramayoritario. Es decir: un poder pensado (¡y ejercido!) para subsanar los excesos de la democracia.

 

¿Y qué ha sido el peronismo sino —entre otras muchas cosas— el hecho bárbaro, maldito, excesivo, populista de esa tradición liberal? ¿Acaso no son los excesos de la democratización de nuestra vida social, cultural, política, económica, lo que ahora se apresuran a corregir? ¿No es eso lo que la (nueva) triple alianza —conformada por el poder concentrado, los miedos de comunicación y la Justicia— están persiguiendo, encarcelando, proscribiendo? ¿No es ese, precisamente, el ataque? ¿Y no se hace, acaso, en nombre de la democracia? A una cierta oposición en la Argentina y a un nosotros más amplio que animó a América latina en los (felices) años recientes. Allí está Lula para atestiguarlo. Ecuador. Venezuela. ¿Mañana nomás Bolivia?

 

Democracia, te estamos disputando.

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