FRONTERA. Me atraen las ciudades fronterizas, porque más allá de las divisiones políticas de los Estados, tienen una singularidad identitaria, la cual avala aquello de que la gente más que en provincias o países vive en regiones con rasgos culturales y sociales muy marcados. Estas marcas sin embargo, tienen sus matices tanto de un lado como del otro de las líneas fronterizas.
Cuando uno avanza por la Ruta Nacional 12 viniendo desde el norte hacia Posadas, de pronto, aparece dibujado en el horizonte, todo el despliegue edilicio de torres y edificios de la capital misionera y al mirar hacía la derecha uno ve a lo largo de la otra orilla del Paraná, la vista más silvestre y elegante de Encarnación, con edificaciones de evocación mediterránea, barcos y veleros amarrados y la extensión de playas expandidas en la costa.
La ciudad paraguaya fue fundada por el jesuita y primer santo paraguayo Roque González de Santa Cruz en 1615, algo que le costó caro a la población guaraní que ocupaba el lugar, ya que fueron desplazados a otro sitio, algo que también les sucedió a los fundadores cuando fueron expulsados de estos territorios. Tantos años de vida laten en su historia con hechos singulares, como el tornado formado en las torrentosas aguas del Paraná, que en 1926 destruyó gran parte del poblado. O la toma de la ciudad por parte de un grupo de obreros y estudiantes, quienes inspirados por el anarquista Rafael Barret y al mando de Obdulio Barthé, decretaron la creación de una comuna anarquista auténtica, que duró 16 horas luego de enfrentarse con el ejército. Lejos ya de esos hitos, Encarnación es la capital veraniega del Paraguay y el centro comercial donde los posadeños favorecidos por el cambio, acuden diariamente y en malón a comprar todo tipo de cosas.
PASO. Estoy en Posadas, el calor es agobiante, casi 40 grados a la sombra. Debo decidir si cruzo el puente Santa Cruz en tren o en un colectivo urbano que une a las dos ciudades. Me decido por este último, ya que estoy justo a una cuadra de la parada en una de las esquinas de la céntrica Plaza San Martín. El boleto se puede pagar en pesos o guaraníes. Soy el único pasajero en ascender, pero a la siguiente parada la cosa cambia, suben mujeres, hombres, grupos familiares, todos con valijas y bolsos vacíos, van de compras personales, rebusques para revender, paseros que cobran por traer computadoras, aires acondicionados, televisores, ropa o perfumes. Vivimos en tiempos de rebusque. Al llegar al puesto de migraciones para realizar el trámite de aduana del lado argentino, bajamos del colectivo y hacemos fila a un costado de una cola de motitos y autos, esperando la autorización del cruce. Cuando emprendemos el cruce, ya se vive el ambiente de mercado con la presencia de vendedores ambulantes a lo largo de todo el puente. Uno puede comprar limpiaparabrisas, zoquetes, alicates o sombreros a un vendedor que lleva varios modelos puestos uno encima de otro en la cabeza. Una vez atravesada la frontera, la gente desciende con cierta precipitación y con el ansia de la compra a mitad de precio a cuestas. El chofer del colectivo, me dice:
-Si vino a comprar bajesé acá, que acá empieza todo.
Entonces me bajo, camino menos de media cuadra y a un costado de un grupo de policías, una familia, en un puesto de precariedad notoria, vende tereré a 1000 pesos argentinos, me acerco con curiosidad y uno de las mujeres me dice que si no tengo equipo de termo y mate, me lo prestan dejando una seña que me será repuesta cuando lo devuelva. Desisto de la oferta para no cargarme de cosas, aunque no vendría mal tomar unos “Tere” refrescantes, porque el calor es calcinante.
Camino entonces por la vereda de la avenida Santa Cruz, donde la hilera de locales trasciende la diversidad de la oferta. Llama la atención que en un local de dimensiones reducidas, donde se vende ropa deportiva, las camisetas de los equipos deportivos no sean paraguayos, sino argentinos. Por 15 mil pesos uno se puede comprar la camiseta de Messi, tanto de la selección o la del Inter de Miami y la de Boca de Cavani. Al lado, una perfumería vende cosméticos y perfumes importados o al menos lo creen quienes los compran. Casi enfrente de la entrada, una señora en un puestito, ofrece yuyos, cosmética natural y pomadas de cannabis. Camino esquivando clientela voraz. En eso estoy cuando metros más adelante un señor gordo, sentado bajo una sombrilla ofrece cambiar, pesos, dólares y reales. Algo le cambio, aunque no es necesario, todo se puede pagar en pesos o guaraníes. Aprovecho para preguntarle cómo hago para llegar al centro y a la costanera, el tipo me dice.
-Puede ir en taxi o con un “motoqueiro” que le sale más barato o tomarse el bus ahí enfrente.
Me llama la atención el uso de la palabra motoquero en portugués, un uso que también se extiende a las parrillas llamadas “churrascarías”. Me decido por el colectivo, no le tengo confianza a los tacheros en ningún lugar del mundo y viajar en una moto me parece una aventura excesiva. El “bus” en el que viajo, es un modelo muy viejo, con asientos de plástico muy incomodos, a medida que avanza por las calles da la impresión de que el centro no existe, ya que no hay arteria atravesada que no esté poblada de comercios y cada diez cuadras hay centros comerciales, galerías o ferias, todas muy concurridas. A unos quince minutos de viaje y con el colectivo ya vacío el chofer se detiene en una esquina y me dice: a dos cuadras derecho tiene la costanera y esa es otra historia.
COSTANERA. Camino calle abajo hacía el río, no hay diferencia en caminar por esa calle con una de Posadas, lo diferente es la gente caminando con las heladeras y sombrillas rumbo a la playa. Y los hoteles y hostales de distintas categorías en los alrededores. Todo muy turístico, los restaurantes, el Pizza Hut, el Mac Donald y otras internacionalidades gastronómicas. Camino y busco, porque no almorcé y quisiera comer algo que no sea cartón pintado. En la mitad de una cuadra, y mirando al río con los bañistas, encuentro algo por lo cual me decido. En un pizarrón, escrito con buena letra, se ofrecen picadas “Mbareté”. A veces, una palabra puede ser la llave de una buena aventura. Entonces, entro y elijo una mesa cercana a la ventana. Enseguida viene el mozo con la carta, el menú es variado y muchos platos llevan palabras en guaraní, al final me decido por un surubí grillado con una guarnición de arroz pilaf, que no suena muy guaranítico que digamos, pero resulta tentador y después de comerlo verdaderamente muy rico. Al mozo, un criollo bien paraguayo, muy atento –pero para nada servil— le pregunto qué significa “mbarete” y me responde:
-Quiere decir fuerte. ¿A usted le interesa el idioma guaraní, quiere aprenderlo?
-No sé si para tanto, pero sí saber algunas cosas, como qué es la picada mbareté.
-Tiene muchas cosas, milanesa de carne, milanesa de pollo cortadas chiquitas, carne asada, salsas muy ricas y picantitas.
-Voy a probarla la próxima vez.
-El guaraní es un idioma muy lindo, le voy a decir una palabra muy hermosa que tenemos.
-¿Cuál?
-“Mboraijú”. Quiere decir algo lindo, algo hecho con amor.
-Sí, es muy linda realmente.
Después del café, pago y emprendo el retorno por otra calle diferente a la que llegué, no estoy muy seguro de ir por el camino correcto y a una chica con rasgos indígenas que camina casi a la par mío, le pregunto si voy bien encaminado para llegar a la parada del colectivo que va a Posadas y me responde:
-Sí, va bien. Puede caminar conmigo que voy para ese lado, pero camine por la sombra, el sol está muy fuerte y le va hacer mal. Caminamos en silencio dos cuadras, cuando de pronto se detiene para decirme:
-Acá tomamos diferentes caminos, yo voy para la izquierda, usted camina una cuadra más y está la parada de su bus. Que tenga una buena tarde.
-Igual para vos, le digo y así me despido de la acompañante silenciosa.
ENCUENTROS. El chofer es el mismo de la ida. Tengo la sensación de que se desvió del recorrido, porque se detiene en una casa de la que sale una mujer con una vianda que recibe, se saludan en español, pero continúan el dialogo en guaraní, un dialogo privado e íntimo entre ellos, hasta que se despiden. Cuando arranca, la mujer de peso excedido que está sentada en el asiento solitario, le pregunta:
-¿Qué le hizo de rico?
-Unas milanesas.
El viaje continúa. Al llegar otra vez al centro comercial de la entrada a Encarnación, me bajo y vuelvo a recorrer las calles con la impresión de estar en un lugar del conurbano bonaerense o en la feria pegada a la terminal de micros de Retiro. Con esa sensación me detengo en la entrada de una churrascaría a observar un árbol cargado de frutos semejantes a las aceitunas, pero no lo son. De una rama tomo una frutita que está madura y la aprieto, la carne es parecida a la de las ciruelas. La pruebo, su gusto es agrio y me deja la lengua áspera. En la mesa cubierta por la enramada del árbol, una pareja de turistas sesentones, tiene un montón de frutos recogidos. Entonces, entro y les pregunto si conocen el nombre del árbol, la mujer me dice que está averiguando en Google y agrega que es un ciruelo silvestre de Japón. Me siento en la mesa vecina, ansioso de más datos. El tipo asegura haberlos comidos y dice con cierto tono canchero:
-Yo me comí algunas, son ricas, pero no son para paladares fáciles.
-Apenas probé un poco y me dejó la lengua como una lija.
-Se lo dije, no son para cualquier paladar.
La camarera se acerca para levantar mi pedido de un agua e interrumpe el diálogo que ya no será retomado, porque tengo la presunción de que el tipo es medio boludo. Bebo el agua como un beduino y mi vista se choca con la de una pareja treintañera y hippona, que bebe cerveza y fuma un porro, el muchacho lleva atado un pañuelo rojo en la cabeza, me ve y sonríe. Y al apretar el churrito entre el índice y el pulgar, me dice:
-Las mejores flores porteñas que se puedan encontrar, cultivadas en mi terraza y mejor de lo que se puede encontrar acá. ¿Querés probrarlas?
Acepto el convite, justo en el momento en que la moza pasa a mí lado. Al verme fumar, comenta alegremente:
-Usted es un señor moderno.
Y reímos, en ese ámbito distendido, donde todos somos pasajeros, donde todos estamos de paso. Entonces, decido partir. Vuelvo en el tren repleto de gente cargada con mercaderías. Unas mujeres sacan cuentas, otros se prueban anteojos y otros como yo y un niño, que viaja con la cara contra el vidrio, como si quisiera devorar todo lo que ve, solo miramos las aguas torrentosas del río. Mientras, atrás quedan Encarnación con sus historias y su gente.